Un abogado alcohólico, un ginecólogo alcohólico y un cojo alcohólico se reúnen a conspirar políticamente. Lo que los une no es el alcohol o la política, se conocen porque se han casado con las tres hermanas Lerner. No podría decirse cuál es la más guapa de las tres, cada una tiene su encanto y su misterio. Lo bueno es que ninguno de los cuñados piensa que se ha casado con la fea de la familia, los tres piensan lo mismo: yo me casé con la más bonita. Y los tres tienen razón, es imposible precisar cuál de las hermanas es más guapa porque cada una posee una gracia peculiar.

El abogado alcohólico, Antonio, está casado con la mayor de las hermanas, Julieta. Son tan refinados que, viviendo en Lima, no se hablan en español, prefieren hacerlo en inglés, y en un inglés al que Julieta imprime un marcado acento británico. Desde niña ha visitado Londres todos los años y se mueve en esa ciudad con tanta destreza y familiaridad, o más, que en Lima. Conoce bien los teatros, los museos, los parques, los barrios de la gente acomodada, y aspira a que sus hijos estudien la universidad en Oxford, aunque intuye que ninguno de ellos conseguirá entrar en esa universidad por sus méritos académicos. Ha parido sin anestesia y gritando obscenidades en inglés a cuatro varones y no está dispuesta a quedar embarazada nuevamente tratando de concebir a la niña esquiva. Es, no obstante, una mujer feliz y no lo oculta, va por la vida riéndose a carcajadas y a veces no se da cuenta de que está riéndose en un velorio o un funeral y alguien tiene que susurrarle Julieta, por favor, no te rías así, no queda bien, disimula un poquito. Su marido Antonio, el abogado alcohólico, fue alcohólico antes de ser abogado y funciona perfectamente como abogado a pesar de ser alcohólico o tal vez por eso mismo. Es listo, ocurrente, de risa fácil, lo mismo resabido para hablar de fútbol que de política o mujeres. Si bien se proclama un demócrata y milita en un partido de derecha, cultiva la amistad de ciertos generales y coroneles a los que alienta, con la debida discreción, a liderar “un movimiento institucional” que remueva del poder a los generales de izquierda que están llevando el país a la ruina. Es demasiado inteligente para aspirar a ser presidente: él aspira a ser el que elige al presidente entre sus amigos militares. Aspira también a ser presidente y dueño de un club de fútbol local. Por eso podemos verlo echándose un trago con los generales golpistas o arengando a los futbolistas de su club en el camarín. Su esposa Julieta lo ama tanto (y parejamente cuando están sobrios o alcoholizados) que a veces le dice que debería ser presidente del país, pero él es astuto y sabe que no ganaría unas elecciones porque el pueblo lo ve como un señorón y tampoco aceptaría ser parte de una junta de transición luego del golpe que alienta porque eso sería impropio en un demócrata. No da un paso en falso, nunca ha chocado borracho y cuando vuelve a casa por las noches está por supuesto borracho, pero es el tipo de alcohólico inteligente que no choca ni atropella a nadie ni tiene entredichos con la policía e incluso da la impresión de que cuando está con tragos es más agudo y se enfoca mejor.

El ginecólogo alcohólico, Ignacio, está casado con la segunda de las hermanas Lerner, Victoria. Proviene de una familia de clase media, provinciana, noble aunque venida a menos, y en su mirada felina uno puede advertir las grandes reservas de inteligencia que esconde. No hace alarde de ellas: las disimula. Es gordo, fofo, y cuando llega el verano no tiene problemas en ponerse un bañador ajustado y dejar al aire, a la vista de todos, sus tetas gordas, hinchadas, tan grandes, o más, que las de su mujer. No es, aunque lo parezca, tetudo: es muy inteligente, tanto que sabe que no le conviene que los demás lo noten, sobre todo los maridos celosos cuyas esposas y amantes pasan por su consultorio y se abren de piernas para que él las ausculte con el aire confiable y bonachón de un gran oso de peluche, incapaz de un brote necio de lujuria. Es, qué duda cabe, el mejor ginecólogo de la ciudad. Ha cumplido, sin hacer alarde, todos sus sueños: graduarse de médico, casarse con Victoria, ser padre de dos niñas y dos niños y comprar la casa más grande frente al club de golf y la mejor casa de playa en primera línea. Incluso ha desbordado sus sueños y se ha acomodado dócilmente a los de su mujer cuando ha mandado a construir una piscina techada y climatizada en su casa de invierno y una sauna adyacente en la que transpira gotas de alta densidad alcohólica. Es ginecólogo y alcohólico y una cosa no riñe con la otra. Era alcohólico antes de entrar en la escuela de medicina y se siente en pleno dominio de sus facultades cuando se irriga con una botella o dos de vino tinto antes de entrar en la sala de partos. Funciona tan bien cuando está con una botella de vino que su esposa, sus enfermeras y sus pacientes piensan que es un mejor doctor con algo de vino en la sangre y por eso en su cumpleaños le regalan decenas de botellas de vino acompañadas de tarjetas de los padres agradecidos con él por haber sido tan juicioso al inaugurar una vida en la maternidad. Es demasiado astuto para aspirar a un puesto político o una embajada, aspira más modestamente a ser amigo del general que dará el golpe y prestarle consejo en la sombra. Su opinión es que el golpe debe darlo un íntimo amigo suyo, un general al que llama El Gaucho porque se educó en Buenos Aires, pero en eso discrepa de su cuñado Antonio, el abogado, que piensa que el golpe debe darlo otro general apodado Pancho.

El cojo alcohólico, Julián, está casado con la menor de las hermanas Lerner, María. Es cojo desde niño y eso lo ha educado en el carácter. Tuvo el infortunio de enfermar de polio en tiempos de la guerra. Sus padres lo mandaron a Londres, a un internado, travesía que hizo en un buque de carga, expuesto a la noche, al mar y a la muerte. Apenas veía a sus padres en los veranos, brevemente. Sabía, sin necesidad de que alguien se lo dijera, que preferían ocultarlo, no mostrarlo, porque les daba vergüenza su cojera, y cuando daban fiestas o se hacían retratos formales él no salía en la foto, y no por casualidad o mala suerte, sino porque ellos, sus padres, espantados por el estrépito de esa cojera tenaz, lo habían mandado a Londres, a un internado. Extrañamente, el cojo maldecía ser cojo, pero, a la vez, pensaba que era Dios quien le había puesto la cojera como una prueba de fe, y además (y eso se desprendía de lo anterior) estaba seguro de que María no se habría enamorado de él si no fuera cojo. Y Julián amaba a su esposa como nadie lo había amado a él en toda su vida aciaga: plenamente, sin reservas. Era, entonces, un cojo feliz, si eso era posible, y no se lamentaba de su suerte porque tenía la grandeza de pensar que gracias a ser cojo había podido conquistar a su mujer, a María. Y en eso llevaba razón: sin saberlo, sin entenderlo racionalmente, obedeciendo a un instinto, una voz superior, ella, María, la niña más pía del colegio, la mejor estudiante de inglés, la que nunca faltó a una clase y sacó todas las medallas, no habría podido enamorarse de Julián de no haber sido porque, en su alma de santa, de enfermera, de niña devota que rezaba en latín, vio a un minusválido, a un lisiado, a un cojo al que ella ayudaría a caminar por este valle de lágrimas. Sin perder el tiempo, el cojo Julián, que fue cojo antes de ser alcohólico, y que se hizo alcohólico en el buque de carga en el que lo despacharon a Londres, se casó con María y le hizo cuatro hijos en ocho años y parece dispuesto a hacerle cuatro más si ella lo consiente (y ella, una santa, deja esas cosas en manos de Dios). El cojo Julián se siente razonablemente a gusto cuando está con su esposa, pero ella no entiende que necesita ser alcohólico y le cuenta los tragos y le esconde las botellas y las vacía en el inodoro. Por eso el cojo está más contento, o menos rígido, o más relajado, cuando se alcoholiza con sus amigos militares en el club de tiro: ninguno de ellos le cuenta los tragos y a todos, generales, coroneles, golpistas en ciernes, los irá tumbando como a polluelos con su formidable cabeza para el trago. Porque el cojo Julián es alcohólico, pero nunca está borracho y cuando se echa un par de tragos piensa que es cojo gracias a Dios y por un momento baja la cabeza y reza (nunca ha sido ateo, ni un solo día) y luego piensa que todo va a estar bien si El Gaucho, su gran amigo del club de tiro, da el golpe. Es El Gaucho y no Pancho, se dice, quien debe dar el golpe militar, y no es tan bobo para ilusionarse con ir a palacio a festejar el éxito de la conspiración, pues sabe que El Gaucho vendrá discretamente a su casa para celebrar el golpe con él y sus cuñados Antonio e Ignacio, mientras las tres hermanas Lerner, Julieta, Victoria y María, rían y hablen entre ellas en inglés.