Columna de Matías Rivas: La independencia de Natalia Ginzburg

Natalia
Natalia Ginzburg


En 1970, a los 54 años, Natalia Ginzburg vivía en Turín, había enviudado dos veces, tenía cinco hijos, fumaba cigarrillos Stop sin filtro, trabajaba en la editorial Enaudi, odiaba viajar, se levantaba a las cuatro de la mañana para escribir y nunca se enfermaba. Era una mujer tan independiente que no temía contradecir al poder, criticar a sus amigos o desdecirse. Conversaba con Pier Paolo Pasolini, Sandro Penna y Elsa Morante. La tristeza estaba dibujada en su rostro, y nunca la abandonará, tampoco la ironía y el temple estoico. No aceptaba ser tratada como víctima, no obstante, los horrores que había vivido. Se definía así: “Soy sólo una ventana; dejo que entren en mí sucesos e impresiones”. Italo Calvino la describió como “una inteligencia femenina que infringe los códigos masculinos, una inteligencia tan seca como fulgurante, que despierta como de una larga hibernación, capaz de hacer ciertas conexiones por su sagacidad y agudeza rapidísima, invisibles a la mente de los hombres”.

En un fragmento de su libro Vida imaginaria, dice que “la satisfacción es un sentimiento de naturaleza tibia y de valor inferior. Es un sentimiento incompatible con la poesía”. El arte nace del dolor, la rabia, la inquietud o la felicidad. Jamás de la complacencia, pues excluye inquietudes primordiales, como la desesperación y el éxtasis, pues su finalidad es limitada: subsistir tranquilamente. En estas frases expone los principios de su poética, de su forma de entender la literatura. No le gustaban los libros acotados a lo íntimo que eran incapaces de proyectar luz y sombra sobre los demás. Los considera frívolos, ya que no tocan la fibra de asuntos universales, entre ellos, la soledad y la muerte.

Para ella, la cultura implicaba fatiga, dolor, felicidad, invención, pensamiento, pero nunca un simple respiro o una sonrisa fácil. Amaba el cine de Ingmar Bergman, la poesía de Emily Dickinson. Era silenciosa y temeraria, capaz de conjugar lo primordial con lo imprevisto. La vida colectiva era una opción que no le acomodaba. Disolver su personalidad en la masa iba contra sus posibilidades. Prefería estar retirada y observar con curiosidad.

La integridad moral era una de sus características; otra, la sensación de franqueza y el tono calmo que transmite su prosa, exenta de adornos. En Léxico familiar, su novela fundamental, sus atributos estilísticos llegan a su máxima expresión. Cuenta su vida y la de sus cercanos desde un punto de visto original: en vez de la cronología o el suspenso, utiliza los códigos secretos del lenguaje familiar. Recurre a “aquellas frases o palabras nos harían reconocernos el uno al otro en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas”. A través del vocabulario estructura un testimonio literario que puede calificarse de genial. Sin acudir a intrigas, efectos especiales o artificios, se detiene en lo excepcional y mínimo, lo que pasa desapercibido por los grandes relatos épicos. Parte de su talento consiste en su manera de replegarse, de omitir cualquier protagonismo en una ficción autobiográfica.

A los diarios entregaba artículos que componen varios tomos de reflexiones que mantienen una absoluta vigencia. En uno de ellos, Las pequeñas virtudes, se refiere a la maternidad, “la menos libre de todas las relaciones”, y exhibe su radical apuesta a la hora de educar: “No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero. No la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro. No la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad. No la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación. No el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber”.

En muchas ocasiones Natalia Ginzburg fue contra la opinión popular. En 1975, cuando comenzó la campaña por la legalización del aborto en Italia, expuso su perspectiva en el Corriere della Sera: “Es intolerable que mujeres pobres estén en riesgo de muerte o mueran al intentar abortos con agujas de tejer, mientras que las mujeres ricas pueden disponer de clínicas cómodas y no arriesgan nada, o casi nada”. Casi una década después fue elegida diputada del Parlamento por el Partido Comunista Italiano. Estuvo involucrada en decenas de polémicas. Eso sí: nunca habló más de dos minutos cuando pedía la palabra.

Con el feminismo tuvo un vínculo complejo. Decía que las mujeres sobre la tierra habían tenido que esperar y sufrir por generaciones de generaciones. Y que la espera fue angustiosa y humillante. Lo que no le parecía de este movimiento era la formación de conglomerados que excluyeran a los hombres.

Admiraba a Antón Chéjov, al que le dedicó una minúscula biografía. Recogió de él un tono, una actitud de distancia ante la vanidad y de interés por los afectos de la gente común. Era una intelectual sin pretensiones de convencer con la razón. Creía que las emociones eran esenciales en todo discurso. Y advertía “que con frecuencia los sacrificios no tienen ningún premio, y que a menudo, las malas acciones no son castigadas, al contrario, a veces son espléndidamente recompensadas con éxito y dinero”.

Detallan sus interlocutores que era frágil y fiera, orgullosa de su incapacidad para percibir el mundo. Desde ese lugar le gustaba urdir sus escritos. Practicaba el amor propio y sostenía que la piedad laica era una salida al resentimiento. Sabía que era un espejismo solicitar compasión a un mundo dominado por la codicia. Pero era terca e insistía en su afán por comprender a los marginales y hacerlos visibles.

Motivos para leer a Natalia Ginzburg sobran. Su claridad meridiana y su exactitud al expresar lo que piensa, son ejemplares. La sutileza para elaborar ideas, distinguir matices, criticar sin alardes teóricos, alumbra en estos tiempos de oscuridad.

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