En unas horas debo volar a Guadalajara, vía Dallas. Debo estar en el aeropuerto a las tres de la madrugada, mala hora. Llegaré a mi destino final diez horas después, pasado el mediodía. Esa misma noche me presentaré en la feria del libro de Guadalajara. No sé de qué hablaré. Improvisaré. Me he pasado la vida improvisando. No lo hago tan mal.

No tengo un buen recuerdo de la feria de Guadalajara. Nadie me conoce en esa ciudad, a nadie le interesa acudir a la presentación de una novela escrita por mí, nadie parece dispuesto a perder el tiempo de esa cómica, esperpéntica manera. Por lo general, hablo apasionadamente y de pie ante un auditorio despoblado, unos rostros abúlicos, aletargados, un puñado de improbables lectores que a buen seguro se han equivocado de sala o salón. Después viene la firma de libros, un ejercicio peligroso que va aparejado de las fotos inevitables y los saludos grabados a viva voz, dirigidos a la parentela ausente o a los amores esquivos. Es una gimnasia verbal no exenta de riesgos porque, por lo general, mis lectores parecen todavía más locos que yo mismo. Es un intercambio desigual porque uno sonríe, abraza, firma y promete, y a cambio recibe, medio año después, un dólar por cada libro vendido y firmado, y eso antes de impuestos. Es decir que las sonrisas, los abrazos y las promesas de leer esos manuscritos inéditos que me alcanzan ciertos lectores se ofrecen a precio de descuento, salen baratas.

Sin embargo, nunca he escrito un libro pensando en ganar dinero. De hecho, he escrito novelas pensando en que, si las publicaba, me condenaría a una vida austera, incluso pobre. No me importaba: prefería ser pobre a vivir una vida fallida, indeseable. Me parecía que pasarme la vida escribiendo era la mejor de todas las vidas posibles, mejor que la vida del abogado, mejor que la vida del periodista, ciertamente mejor que la vida del político que suele acabar en la cárcel o el exilio. Otros ganan dinero con mis libros, yo no. Por ejemplo, el dueño de la librería se queda con la mitad del precio de venta de una novela, no está nada mal. Y el editor y el distribuidor meten en sus bolsillos el cuarenta por ciento de lo que paga el lector al adquirir la novela. Y apenas el diez por ciento del precio de venta va destinado al autor, si finalmente lo cobra, eso siempre está por verse, de modo que el escritor se queda por lo general con un dólar o un euro por libro vendido, mientras el librero se queda con cinco y el editor con cuatro.

Vengo de una feria del libro en Miraflores, Lima, celebrada, y el verbo no es excesivo, porque fue un festejo, casi una fiesta, en el parque central de ese barrio noble, Miraflores, donde nací, donde aún vive mi madre. Dado que el evento era gratuito, y era un sábado por la noche, y hay numerosos espíritus autodestructivos en ese barrio y en vecindarios aledaños, acudieron centenares de personas a verme y enseguida a retratarse conmigo y pedirme firmas y saludos a viva voz a la parentela ausente y los amores esquivos: una abuelita que está en la clínica, un tío que está de viaje, un primo que está preso, un novio que no está. Me llevé una magnífica impresión de esa feria, me sentí arropado por mis lectores, embriagado por su afecto, elevado por sus desmesuradas loas, piropos y alabanzas. Además, estábamos rodeados de gatos, el parque entero de Miraflores está lleno de gatos, y yo soy un gato gordo, veterano, así que me sentí en casa, entre colegas de oficio. El gato mira, observa, mide el riesgo y se va y se esconde. Yo trato de hacer lo mismo, pero creo que no soy bueno midiendo el riesgo, por eso me he quedado sin amigos.

Saliendo del auditorio principal de aquella feria, me llevaron a un cuarto diminuto, un habitáculo pequeñísimo montado con paredes y techos provisionales, como de cartón, pues era allí donde, sentado, y custodiado por dos hombres gruesos en traje y corbata, debía firmar ejemplares de mis libros legales y piratas. Tal cosa no fue posible: mientras yo hablaba en el auditorio, los gatos habían entrado sigilosamente a dicho recinto o cubículo de las firmas y, aprovechando que allí disponían de conveniente privacidad, habían orinado a sus anchas, con lo cual el santuario literario se había convertido en un urinario de los gatos y la pestilencia a orín era tan espantosa que debimos salir corriendo de allí y dirigirnos a una librería, la Vallejo, de mis amigos David y Lizette, en el corazón de San Isidro, donde firmé tres horas sin dejar de sonreír como un bobo feliz y agradecido por tanto cariño.

A estas alturas, quizás no sea ocioso preguntarse: ¿cuándo nace un libro, respira por primera vez, adquiere vida propia, independiente de su autor? ¿Nace cuando el autor lo escribe, o cuando lo termina de escribir? ¿Nace cuando sale impreso, cuando se exhibe en la librería, en la página digital? ¿Nace cuando el autor lo presenta en la feria del libro, cuando lo firma? ¿Nace cuando el lector lo adquiere, cuando lo lee, cuando termina de leerlo? Tengo para mí que el libro nace y vive cuando el lector lo lee, no cuando el escritor lo escribe, y sobrevive si el lector lo recuerda, si agradece haberlo leído, si es una persona distinta, mejor o peor, una vez que lo ha leído, pues el libro le ha mostrado una zona de la realidad que desconocía, le ha hecho viajar a unos territorios que ignoraba, le ha revelado unas voces y unos ámbitos que han enriquecido y hasta embellecido su existencia. De eso se trata el arte, de salir de viaje a un lugar mejor.

No voy entonces a la feria de Guadalajara para ganar dinero ni fama ni poder ni más lectores. Me resigno, derrotado de antemano, a que muy poca gente irá a verme y algunos se rendirán a la duermevela, mientras yo hable apasionadamente. No importa. El fracaso o la derrota no es excusa para dejar de ir. Voy, me obligo a ir, me pago el viaje yo mismo, me someto a unas fatigas y unos riesgos no menores, porque parto de una premisa esencial, no negociable: si en esa feria lejana, donde nadie me conoce, me espera un lector, solo uno, para decirme que esa novela, o alguna de mis novelas, le cambió la vida, le mejoró la vida, le permitió aceptarse y quererse sin culpas ni reproches, le ayudó a entender la complejidad y la diversidad de la condición humana, entonces debo ir a conocer a ese solitario lector, y escucharlo, mirarlo a los ojos, abrazarlo y firmarle el libro, sea legal o sea pirata. Porque de eso se trata el arte, de salir de viaje a un lugar mejor.

Yo no publico libros para que me quieran más o para ganar amigos o para volverme rico o para ser famoso. Nada de eso me interesa ya. Escribo libros, publico libros, para darle un precario sentido a mi existencia, para no morirme de la tristeza, la abulia y el hastío de ser quien soy, para recuperar el pasado, para rehacerlo, para mejorarlo, para completarlo, para vivir otras vidas, para redimirme de mis fracasos, para vengarme de mis derrotas, para morir en paz, sintiendo que he cumplido mi miserable destino humano, el destino de ser un escritor que vivió la vida para contarla minuciosa e impúdicamente, jugándoselo todo en cada palabra, cada libro.

Ahora debo hacer maletas, la misma ropa de siempre, y conducir a velocidad moderada, rumbo al aeropuerto. Volar en aviones y dormir en hoteles es una manera eficaz de recordar la fugacidad de la existencia humana, y usar mi voz para escribir palabras y decirlas en público sirve igualmente al propósito de recordar que todavía, milagrosamente, seguimos respirando, estamos vivos. Porque pronto no habrá libros ni ferias ni firmas ni fotos, pronto seremos polvo y olvido y solo viviremos, si acaso, en la memoria de los lectores.