Por decisión de las mujeres que gobiernan mi vida, hemos pasado los primeros días del año en una playa mexicana, mirando el mar y, solo brevemente, porque sus aguas estaban heladas, bañándonos en la orilla, apenas mecidos por unas olas lánguidas.
Yo, que soy un perezoso y un pusilánime, que huyo del sol y de la arena, que veo al mar como un enemigo agazapado que finge ser tu amigo y puede robarte la vida al primer descuido, tal vez hubiera preferido quedarme en casa, porque tengo para mí, después de tantos años y tantos viajes, que, si de veras quieres descansar, mejor te quedas en casa. Pero yo no mando, no decido nada, soy el súbdito de mis mujeres, o su dócil mascota, y ellas me llevan adonde quieren.
Vine a recordar que viajar es una fatiga y un estrés tan pronto como llegamos al aeropuerto de Cancún, de noche, el primer día del año. Delante de nosotros, serpenteaba una fila de ciento veinte personas, todos turistas, porque los mexicanos pasaban deprisa por otra fila menos congestionada. Pensé: ciento veinte personas, a un minuto en promedio por cada persona frente al oficial de migraciones, estaremos en esta cola un par de horas. En ese momento, me sentí reo, rehén, prisionero. Había perdido mi libertad. No podía volver atrás, desandar mis pasos, regresar a casa. Tampoco podía caminar resueltamente hacia adelante y escapar de esa pesadilla. Había pagado para meterme tontamente en el infierno. Traté de pasar por la fila de los pilotos y las azafatas, pero no tuve suerte. Me inventé enfermedades y pedí una silla de ruedas, y desde luego fracasé. Pensé: tengo que comprarme la gorra y la chaqueta de un piloto de aviación, ponérmelas apenas descienda de la aeronave y fingir que soy un capitán. Pensé: debí pedir una silla de ruedas. Ya era tarde. Estábamos en el mero infierno. Salimos de allí una hora y media después, acaso arrepentidos de haber viajado a ese destino.
Curiosamente, los tontos, que somos inmensa mayoría, asociamos el placer o el descanso o las vacaciones con el acto insensato de volar en un avión comercial, apretujados como sardinas en lata, sin recordar que, muy probablemente, acabaremos atrapados en una fila de ciento veinte personas que, enfurruñadas, maldicen haberse metido allí, en ese aeropuerto, unos turistas desavisados que de pronto se sienten reos, rehenes, prisioneros y están dispuestos a hacer cualquier trampa o tomar cualquier atajo para escapar de ese infierno.
También es curioso que los tontos, que somos los que más viajamos y más gastamos viajando, asociamos el placer o el descanso o las vacaciones con estar en una playa, sin recordar que cuando llegas a la playa soñada hay un número de contratiempos que no controlas y podrían convertir el día en una pesadilla: el sol te incendia la piel y no tienes cómo esconderte en la sombra, no hay suficientes tumbonas y terminas echado sobre la arena, unos niños chillan a pocos pasos de ti, de pronto se larga a llover y no tienes dónde guarecerte del chubasco, se mojan tus artículos personales, estropeándose el celular, pierdes tus anteojos para leer y, cuando por fin te aventuras a entrar en el mar, que está contaminado de sargazo, pisas una piedra escondida en la arena y, joder, te cortas la planta del pie. Pudo ser peor: pudo ser una mantarraya.
Entonces te sientes un idiota y piensas: estoy gastando una fortuna para incomodarme, para sufrir, para perder espacios de libertad, para darles la espalda a los simples placeres de la vida, léase quedarse en casa, en la sombra, bien hundido en una sofá o tendido en la cama, leyendo o viendo una película. ¿Por qué escapamos tan deprisa de esos seguros placeres sedentarios para buscar unos placeres tan inciertos y evasivos, como son los que en teoría nos deparan los viajes familiares a una playa? Porque no sabemos estarnos quietos, porque somos unos monos saltimbanquis, porque queremos demostrar que somos exitosos, viajando y quedándonos en buenos hoteles. Si seremos tontos los tontos.
Después de dos días con viento en contra, sin poder leer y además cojeando, rumiando mi mala fortuna, por fin salió el sol y nos acomodamos en una cabaña en la playa, sobre colchones mullidos, las cabezas recostadas en almohadones a la sombra, plenamente a la sombra, pues la cabaña era techada, y en la sección de adultos de la playa, donde no había niños ni bebés, enhorabuena, y un atento camarero mexicano nos traía las comidas que le pedíamos y también las que nos ofrecía gratuitamente, por ejemplo churros y donuts. Recién entonces pensé: por fin estoy cómodo, por fin el viaje comienza a tener sentido.
Sin embargo, como había perdido mis anteojos de lectura, no podía leer los libros que había llevado ni las noticias en mi tableta electrónica. Incapaz de disfrutar de la playa, incapaz de perdonarme el descuido de perder los anteojos de lectura, me obsesioné con encontrarlos, y entonces pasaba horas buscándolos en la playa, removiendo la arena gruesa y fría, todavía húmeda por la lluvia, y mirando debajo de las tumbonas y de las cabañas y entre la maleza. No los encontré nunca, y los dependientes del hotel tampoco los hallaron, de manera que no me quedó más remedio que estar en la playa, recluido en la cabaña, con medias puestas y dos chompas de cachemira, pues soplaba un viento frío, pensando en la novela que quiero escribir. Miope y cojo, diezmado por las desventuras, me metía en el mar y les hablaba a mis muertos, honrando la tradición mexicana de hablar con tus muertos, que es una manera de preservarlos con vida en el más allá. Mi esposa pedía vino blanco, nuestra hija pedía piñas coladas vírgenes sin alcohol, yo pedía frutas y limonadas, y así se nos pasaban las horas en esa playa mexicana, ellas mirando sus teléfonos y haciendo fotos o haciéndose fotos, yo mirando el mar y preguntándole qué carajos me traerán las olas de este nuevo año, porque los últimos dos años he tenido muchos muertos, demasiados, y la muerte se me aparece, me jadea en la nuca, me recuerda que pronto seré cenizas esparcidas en el mar, no en este mar mexicano, sino en el que lame la isla bendita en la que vivo hace décadas.
Ya mañana volveremos a casa y estaré aliviado de volver a las comodidades ciertas, seguras, sedentarias, sin el incordio permanente de la arena, sin la dictadura del sol incendiándome la piel, sin los niños chillando, sin gastar fortunas para incomodarme tanto. De nuevo estaré en la sombra, en silencio, en una esquina, como los gatos, y me pondré mis anteojos de lectura y volveré a leer. Y entonces, leyendo, recordaré que esos son los viajes mejores, los más ricos y placenteros: los que hacemos leyendo una buena novela o viendo una buena película.