Estos primeros días del año han sido muy malos para mí. Murió un amigo de toda la vida, un amigo de los tiempos de la universidad, de la playa los fines de semana, del fútbol en la arena o en canchas de cemento. Los ratings de mi programa, inaugurando la temporada anual, han sido nefastos, han seguido cayendo, ya no marco siquiera un punto, ahora marco ocho décimas. Para colmo de males, me he peleado con uno de mis hermanos, el maratonista, quien me ha llamado bruto y mentiroso, una acusación que no sé si puedo refutar científicamente.
A mi amigo que acaba de morir sin haber cumplido sesenta años, víctima de un cáncer fulminante, lo conocí cuando teníamos apenas veinte, en la universidad donde él estudiaba ingeniería industrial y yo letras. Era serio para estudiar y aún más serio para divertirse. Yo naturalmente lo acompañaba en lo segundo, no tanto en lo primero. Nos divertíamos escuchando música, fumando marihuana y jugando al fútbol. Nos divertíamos en la casa de playa de una amiga que ambos adorábamos y de la que, sospecho, estábamos secretamente enamorados. Nos divertíamos paseando de noche por la ciudad en su auto deportivo a toda prisa. No le interesaban los chismes, las insidias, las maldades. Era básicamente un hombre bueno. Poseía una inteligencia superior que lo hacía volar por encima de nosotros, sus amigos, una inteligencia que le permitió descollar como productor y exportador de uvas de mesa. Uno siempre recuerda su primer beso y, en mi caso, su primer porro. Yo aprendí a fumar marihuana con él, a echarme gotas para disimular los ojos enrojecidos con él, a disfrutar de la música con él. Sabía de todo, pero no hacía alarde de nada. Vivía arriba, bien arriba, en las nubes, donde ahora reposa, chino de risa.
La muerte de ese amigo tan querido, que se ha sumado a la muerte de un amigo músico que falleció los últimos días del año pasado, me ha recordado que debo reescribir mi testamento. En los últimos dos años, después de la pandemia, se murió mi hermana atropellada mientras montaba en bicicleta, se murió el actor cayendo del piso catorce, se murió el cantante popular que fue mi pareja dinamita en programas de televisión, se murió el músico virtuoso hace semanas y ahora se ha muerto mi amigo de la música, el fútbol y los porros. No quiero que la muerte me sorprenda con un testamento antiguo, desactualizado, que refleje mi voluntad de antes y no mis querencias más recientes. Tampoco quiero que mi madre obligue a mi esposa a que me sepulten en la ciudad donde nací, la ciudad del polvo y la niebla. Debe constar en documento legalizado por notario cómo mis restos cremados se arrojarán al mar de esta isla y cómo se repartirá mi patrimonio entre las mujeres de mi vida, habiendo sido yo mismo la principal mujer de mi vida, lo que me permitió ser una señora rica y famosa que ahora trama su despedida.
Me ha entristecido leer las planillas de ratings de mi programa de televisión estos primeros días del año. Todos los ratings de los canales en español y en inglés de este país han bajado, como se sabe. Antes, hace veinticinco años, los canales en español más poderosos marcaban fácilmente quince o veinte puntos de rating, y ahora a duras penas llegan a cinco o seis. Yo trabajo hace casi veinte años en un canal de televisión más bien pequeño respecto de aquellos canales poderosos. En los buenos tiempos, marcaba tres y hasta cuatro puntos. Luego el rating comenzó a declinar de forma lenta y sostenida. Durante la pandemia subió brevemente, lo que carecía de mérito, pues la gente estaba encerrada en su casa, prohibida de salir, viendo más televisión que de costumbre. Después de la pandemia, los ratings siguieron bajando. El año pasado yo sufría para marcar un punto, un punto y medio. Los últimos días del año pasado me tomé un descanso y difundimos programas repetidos y el rating fue de un punto en promedio. Yo esperé que cuando inaugurase la temporada de este nuevo año con programas en vivo, el rating subiría, pero no fue así, no solo no subió, sino que bajó, de tal suerte que la primera semana en el aire, con programas frescos, inéditos, no he podido llegar, ni una sola noche, a un punto de rating y he marcado décimas: nueve décimas, ocho décimas, siete décimas. Es decir que las repeticiones de diciembre marcaron más que los nuevos programas de enero. No encuentro explicación racional a ese fenómeno, a no ser que el público prefiera verme en una repetición porque eso le permite abrigar la esperanza de que me he retirado del todo y no volveré a molestarlo con programas en directo. Una vez que vuelvo a salir en directo, el público naturalmente se deprime, se entristece, comprende que no me he jubilado todavía, que seguiré dando la lata, y entonces, furioso, cabreado, deja de verme. Es entonces muy poca la gente que todavía quiere verme en televisión abierta. Un punto de rating equivale a doce mil hogares. Esta semana que terminó no he llegado a un punto ni una sola noche, así que mi audiencia promedio ha sido de diez mil hogares o menos. Es patético. Es humillante. Es una señal inequívoca de mi decadencia, de la decadencia del canal, de la decadencia de la televisión en español de este país. Porque los programas que compiten conmigo, y desde luego me ganan, marcan apenas tres, cuatro, cinco puntos, no más. Y no por eso me duele menos ver que no consigo llegar a un punto de rating.
La certeza de que mis tiempos de gloria y esplendor en la televisión han quedado atrás y ahora me espera un futuro ceniciento, gris, otoñal, me ha llevado a pensar, estos primeros días del año, que conviene ir preparando un retiro discreto y hasta sigiloso de la televisión, o la confirmación de ese retiro, pues da la impresión de que al menos el público se ha retirado ya de mi programa, con lo cual solo falta que me retire yo mismo.
Dado el mal comienzo de este año, hubiera preferido no pelear con mi hermano, pero el destino se torció, nos emboscó a ambos y avinagró las cosas. Hace una semana, estando de vacaciones en una playa mexicana, recibí un correo electrónico de mi hermano, preguntándome si podía comprar un celular y despacharlo a mi casa en la isla, donde él pasaría a buscarlo a finales de mes, pues vendría a correr la maratón. Consulté con mi esposa, quien aprobó el favor, y le escribí de vuelta a mi hermano, diciéndole que mandase el celular a nuestra casa, que estaríamos encantados de servirle. No medí los riesgos, no imaginé las consecuencias, no supe en qué follón o berenjenal estaba metiéndome. Unos días después, ya de regreso en mi casa en la isla, desperté como de costumbre hacia la una de la tarde, feliz y rechoncho de ser yo mismo, orgulloso de cultivar la pereza como un hábito noble que me permite sobrevivir, y encontré que mi esposa, tantos años menor que yo, tantos que parece mi hija, estaba furiosa, realmente enojada, con ganas de gritarme procacidades y abofetearme. Ella se había despertado a las siete de la mañana, había preparado el desayuno a nuestra hija, la había llevado al colegio y, al volver, había recibido un mensaje de la empresa de correos rápidos, notificándole de que un despacho urgente llegaría a nuestra casa entre nueve y once de la mañana. Mi esposa tenía una clase de gimnasia a las nueve de la mañana, pero, temerosa de que llegase el chofer de la empresa de correos con el paquete de mi hermano y tocase ruidosamente el timbre y el perro ladrase y yo despertase gritando incendios y odiando al mundo, decidió cancelar su clase de gimnasia y esperar a que llegase el paquete, pues le habían dicho que solo se lo entregarían si ella firmaba un papel al momento de recibirlo. Mi esposa fue entonces noble y generosa, pues canceló primero su clase de gimnasia, y luego pasar por el supermercado, y enseguida cocinar el almuerzo, solo para cuidarme el sueño, para evitar que el repartidor de paquetes me despertase bruscamente y para firmar un papel al tiempo de recibir la caja con el celular de mi hermano. Sin embargo, el chofer de la compañía de correos rápidos no llegó a las nueve, ni a las diez, ni a las once, ni a mediodía. Llegó tardíamente y sin disculparse a la una de la tarde. Mi esposa había esperado cuatro horas, sentada en las escaleras afuera de la casa, para que el repartidor no tocase el timbre y me despertase. Es decir que mi hermano y yo, involuntariamente, le arruinamos la mañana a mi esposa, y ahora ella estaba furiosa conmigo por ser dócil, por ser bobo, por aceptar mansamente la caja que mi hermano decidió mandar a nuestra casa, estropeándole una mañana a ella. No me quedó más remedio que pedirle a mi hermano que por favor se exima de enviarnos más cajas, sobres, paquetes y encomiendas, porque la espera de cuatro horas por su teléfono de marras, y la odiosa exigencia de firmar un papel al recibirlo, provocaron una severa perturbación en la armonía familiar. Incapaz de pedirle disculpas a mi esposa, mi hermano me ha llamado bruto y mentiroso, y es probable que tenga razón y que ambos adjetivos calcen bien con el pobre hombre que he terminado siendo.
He comenzado el año con el pie izquierdo, y no estoy seguro de que lo mejor esté por venir, y por eso debo escribir mi nuevo testamento y preparar un retiro decoroso.