En los 80, los kioscos arrastraban un desfase de meses en revistas musicales españolas, medios donde cabían secciones inolvidables como No me Judas, Satanás!!! de César Martín en Popular 1, una columna libre y encantadora de asuntos pop. Para amantes de la cultura de masas, plumas así eran un deleite, como un amigo conversando de ese amplio temario que seducía a las hordas nerds: el rock en todas sus retorcidas formas, el pop más pegajoso, el cine, la televisión, la literatura, el cómic, el porno y la historia, en conversaciones kilométricas. Esos espacios en la prensa escrita o en segmentos de televisión abierta, donde conocedores compartían sus conocimientos con gracia, es un mundo en retirada como playas horadadas por la marea creciente.

En los grandes relatos, las paradojas resaltan. En el caso de la música, nunca antes habíamos tenido tantas canciones a disposición inmediata. En el último lustro, las más grandes plataformas como Spotify, registran un crecimiento explosivo. Si en 2019 se subían 40 mil temas al día, hoy son más de 100 mil.

Tal volumen requiere una curatoría; expertos que digan con argumento y pluma, si vale la pena detenerse en determinado artista o propuesta. El ejercicio resulta válido y funcional, incluso si estás en desacuerdo con una opinión reconocida. La buena crítica expone contexto, data y lecturas como llaves de discernimiento; una guía ante la sobreinformación o los inventos de la industria.

Durante la semana se anunció que Pitchfork, el reputado sitio de crítica musical fundado en 1996 en torno al indie, se fusiona con la revista GQ. La movida es parte de la reestructuración de la centenaria editorial Condé Nast, dueña de revistas como Vogue y The New Yorker, entre varias publicaciones de renombre. En noviembre anunciaron el despido del 5% de sus empleados por bajos resultados, lo que decantó en una huelga declarada esta semana.

La virtual desaparición de Pitchfork, al menos en la forma que se le conoció por décadas, junto al fin del formato físico de Rockdelux en 2020, son duros golpes para el periodismo musical. Se puede discrepar de ciertos estilos -la pretensión caracteriza a ambas publicaciones-, esas plumas que se pasan de listas; pero no del oficio en sí cuando se ejerce con rigor, junto a una mirada atractiva y definida.

La crítica tradicional se ha visto en problemas tratando de adaptarse a las corrientes dominantes, entre ellas el K-pop y el urbano, por un lógico desfase generacional. Es un ciclo que afecta a este subgénero periodístico desde mediados de los 70, cuando la primera generación de especialistas -léase Rolling Stone- se desencajó ante el punk y el disco, decretando que la mejor música ya se había hecho.

La corrección política y el temor al trolleo también amedrenta a redactores. Como consecuencia, las altas calificaciones campean, como si el concepto crítica tuviera solo una acepción negativa, y no el carácter constructivo que también implica.

Las redes se han colmado de reels sobre la importancia de Sonic Youth o Nirvana. Nuevamente la paradoja: en vez de seleccionar entre tanta novedad, hasta los nuevos especialistas prefieren escarbar en el pasado, perpetuando una especie de antropofagia sobre música ya hecha. En el intertanto, en redes todos son especialistas, mientras los videos de “primera reacción” se multiplican como esporas.

No sólo la crítica musical se ha visto invadida de advenedizos, sino otras áreas como la crítica gastronómica o cinematográfica, entre varias ramas. Las voces profesionales se confunden con el conocimiento superficial. Pero es misión de los primeros distinguirse de los segundos.