Ludvig Kahlen (Mads Mikkelsen), un veterano de guerra que viene de pelear en el ejército alemán y que anda por los 50 años, decide utilizar su modesta pensión para colonizar parte de un territorio danés donde sólo hay maleza, hierba baja, lobos y mal tiempo. Estamos a mediados del siglo XVIII y la zona es parte de Jutlandia, la región más grande del reino danés, inexplorada y habitada por unos cuantos terratenientes que se reparten la torta.
A cambio de su loable esfuerzo y la voluntad de hacer patria, Kahlen piden a la corona que lo hagan noble y le den una residencia y servidumbre acorde a su eventual futuro grado aristocrático. Al hombre lo guía un evidente espíritu de sacrificio que es encomiable y que no viene ni de la fe religiosa ni de compromisos sociales, sino que de ese otro gran dínamo que desplaza a la humanidad conocido como movilidad social.
Estaríamos ante algo así como la hazaña de un arribista. Lo interesante de esta película es que, de alguna forma, el sacrificado Kahlen nunca deja de lado aquella etiqueta.
Basada en una novela de la escritora danesa Ida Jessen que a su vez se inspiró en un personaje real, El Bastardo (2023) llega a las salas chilenas con los pergaminos de haber sido la producción presentada por Dinamarca al Oscar Internacional. Llegó a quedar en la lista corta de preseleccionadas, pero ya se sabe que este año la competencia en esa categoría era especialmente fuerte (La Zona de Interés, Días Perfectos, La Sociedad de la Nieve) y no quedó en la quina final.
En rigor eso no significa demasiado en la medida que el filme es sólido como los mosquetes de su protagonista y posee un convincente clasicismo en su desarrollo. Comparte bastante con la anatomía del western, incluyendo a un protagonista decidido y de pocas palabras, un villano abusador y con dinero, el abierto paisaje horizontal de páramos despoblados, algunos caballos fieles heridos en combate y una dosis de violencia acorde a los tiempos.
Lo que cambia, por supuesto, son las circunstancias históricas y las distinciones de clase, algo que siempre manchó a Europa en comparación con Estados Unidos. Después de todo, uno no puede dejar de pensar que muchos de estos campesinos pobres y malnutridos de Escandinavia serían futuros inmigrantes en Norteamérica.
Pero los cowboys nunca buscaron títulos nobiliarios y nuestro protagonista sí quiere tener honor por alguna razón más allá de lo plausible. Para ello se enfrenta a un tal Frederik De Schinkel (Simon Bennebjerg), un sádico y defenestrado mental que al mismo tiempo es el dueño de parte de las tierras a las que Ludvig llegó para intentar cosechar un nuevo y redituable tubérculo conocido como “papa”.
En torno al estoico Kahlen orbitan además dos mujeres. O más bien tres. Está Helene (Kristine Kujath Thorp), una noble noruega con la que el nuevo rico De Schinkel pretende casarse sin ser mínimamente correspondido; Ann Barbara (Amanda Collin), ex sirvienta del desquiciado; y la niña gitana Anmai Mus (Melina Hagberg), a quien nadie quiere por su color de piel y que encuentra cobijo bajo el techo de Ludvig.
Hay algunos desequilibrios melodramáticos que involucran un artificioso romance con Helene e historias para dormir al pie de la cama con Anmai Mus. Es la faceta de amante y de padre de Ludvig, al que parecen no entrarle balas a pesar de todos los inconvenientes en su emprendimiento agrícola. Sin duda, un duro con corazón.
En realidad el rostro de Mikkelsen, que suele desarmar a la audiencia cuando filtra emoción a cuentagotas, es una de las grandes armas de El Bastardo. Es infalible, pues funciona a todas las velocidades y en todas las superficies. Efectividad al cien por cien jalando un gatillo o mostrando humanidad. Y la travesía de este corajudo trepador es todo terreno.