Cien años de Marlon Brando: nueve miradas en torno al mito
El coronel Kurtz de Apocalipsis Ahora, el Vito Corleone de El Padrino y el Terry Malloy de Nido de Ratas son algunos de los personajes con los que el legendario actor quedó inmortalizado en la pantalla grande. A raíz de su natalicio, que se cumple este miércoles 3, un grupo de cineastas y críticos convocados por Culto escribe sobre la dimensión de ellos y su preponderancia en su carrera.
Un tranvía llamado deseo (1951)
Ana Josefa Silva, crítica de cine
Era muy joven, era apenas su segunda película, pero la huella que Marlon Brando dejó en Un tranvía llamado deseo marcó a toda una generación de actores. Venía de interpretar al mítico personaje de Stanley Kowalski en Broadway (al igual que varios de los actores y actrices de la película). ¡Qué más se podía soñar un director que una temporada en Broadway a modo de “ensayo general” del filme! Eso sí, Jessica Tandy, que encarnaba a Blanche DuBois, fue reemplazada para la versión cinematográfica por Vivien Leigh. Su popularidad tras Lo que el viento se llevó (1939) lo aconsejaba. Esa fue la razón, pero lo que no llegaron a imaginar los productores terminó siendo lo fundamental: el verdadero “ensamblaje” que allí se produjo entre los protagonistas fue milagroso para un filme profundamente atmosférico. Y es que, a la inversa de Brando, Vivien Leigh (que también había encarnado a Blanche en el teatro, en Londres) era una estrella que ya iniciaba su descenso y su salud mental era frágil. Así, aunque esa temporada los Oscar y premios varios fueron para ella y no para él, esa potencia y fiereza de Brandon/Kowalski se enfrentaron a la fragilidad y pretendida superioridad de Vivien/Blanche, tal como lo describiera Tennessee Williams en su obra.
La camiseta ajustada en el cuerpo sudado de este hombre rudo y primitivo, en medio del calor de Nueva Orleans, falsamente despreciado por la altanera y decadente Blanche, se volvieron inolvidables. Esa reprimida y renegada tensión sexual entre la mujer pretendidamente aristocrática y un macho violento siempre a punto de estallar no ha tenido parangón.
Apocalipsis ahora (1979)
Elisa Eliash, cineasta
El capitán Kurtz de Brando es un ejemplo brillante de lo que la dramaturgia llama un “personaje referido”. Prácticamente toda la trama de Apocalipsis ahora se alimenta de las distintas versiones que los demás personajes tienen del –estrictamente ausente– héroe de guerra, traidor, bárbaro, genio, gurú, poeta, etc. La idea de Kurtz es el motor del viaje a las entrañas de la violencia bélica, pero ¿cómo se llena ese espacio de características mitológicas cuando, en los minutos finales de la película, este aparece?
Solo un año antes, Brando ya había demostrado que su portento actoral podía, en pocos minutos, dar espesor a esos diálogos ridículos en esa escenografía de papel aluminio como el padre de Superman, Jor-El. Pero la autenticidad de su método y de su estilo son, en Apocalipsis ahora, la primera capa de una operación mucho más compleja, porque Brando entiende el dispositivo cinematográfico como pocos y es capaz de pactar con el contrapicado y sus 130 kilos para lucir como un gigante, además de hacerse uno con el claroscuro. La frase “mi cuerpo es una escenografía” –que se le atribuye– es fiel reflejo de su comprensión profunda de este lenguaje. Y es que los paisajes sangrientos de un pueblo enloquecido en un montaje más afectivo que lineal son también parte de la psiquis del personaje, en una dialéctica diseñada para representar el malestar de una generación y en donde la actuación es sólo un engranaje donde, de hecho, menos es más.
La improvisación desde espacios biográficos oscuros que tanto fascinó –y que hoy parece imposible– fue la llave para abrir la puerta de la irracionalidad de la guerra. Kurtz es el corazón de las tinieblas de una época y Brando lo interpreta además con la vulnerabilidad y el titubeo que constituyó su sello como actor, y que en este caso dio forma a la perplejidad contemporánea, tan horrorosa como natural.
Nido de ratas (1954)
Miguel Littin, cineasta
Marlon Brando no actuaba, vivía el momento. Brando crea un instante único en la historia del cine, tal es el momento en Nido de ratas, dirigida por Elia Kazan. El director de origen armenio encontró en el actor no sólo el instrumento para expresar sus emociones, sino la emoción misma, desarrollando frente a sus ojos y al ojo del cíclope, que es la cámara, un momento único en la historia del cine.
Me refiero a la secuencia en Nido de ratas, donde el joven estibador Terry Malloy habitado por Brando, avanza rodeado de los estibadores del puerto, cuyo sindicato es manejado por las mafias neoyorkinas. Terry camina, ha sido brutalmente golpeado, está a punto de caer y mira. Sus ojos se convierten en la proyección de la imagen de los demás, son ellos quienes lo observan, uno a uno, mostrando sus emociones. A través de ellos lo vemos caminando apenas, en dolorosa agonía, su dolor es la dignidad recobrada de todos.
En la imagen vista por sus ojos, trastabilla, la cámara también, el cine es él. Brando traspasa las convenciones y a través de su “memoria emotiva”, une fragmentos de emociones diversas de su propia vida y construye frente a nuestros ojos un momento de vida auténtico que compartimos todos, he ahí su magia ontológica que dota al cine de una posibilidad distinta de las demás artes. Sólo a través de la profunda relación de un maestro sin ataduras como Elia Kazan, ambos logran alcanzar la gloria y reinventar el lenguaje.
Tanto Marlon Brando como Elia Kazan adoran al mismo dios: Stanislavski, el maestro ruso autor del famoso método de actuación, que había trasformado el teatro. En el caso de la secuencia mencionada, Brando mediante su “monólogo interior” trasforma el cine, ya que lo objetivo (que no existe) se convierte en subjetivo y cambia las voces del relato y el tiempo, de manera que la definición de Pasolini: “El cine es la fragmentación del tiempo y del espacio”, en este caso muestra como la alteración del tiempo objetivo se transforma en una multiplicidad de tiempos subjetivos y no ya, nunca más, la mirada del director a su arbitrio en relación a la proyección de emociones, ni la del director de fotografía y, menos aún, la de la operación mecánica de una cámara o un lente.
El cine, pareciera decir Brando, son tus ojos, es tu mirada la que convierte una escena de acciones ya previstas, en un momento único e irrepetible. He ahí a mi juicio la magia de este actor-autor: los cien años de Marlon Brando marcan en su agónico final al cine que conocemos.
El salvaje (1953)
Alejandra Pinto, crítica de cine
“¿Contra qué te rebelas?”, pregunta una de las chicas que se acercan a Johnny Strabler, el mismismo Brando, en El salvaje. “¿Qué tienes?”, responde él. Es un rebelde frente a todo y nada, ante a un sistema que lo agobia con un status quo al que no quiere (ni puede) responder. Sus compinches le siguen a todos lados, aunque en varias ocasiones, los espectadores no sepamos muy bien por qué. Brando es alguien cuya presencia en pantalla nos obliga a observar sin poder sacar los ojos de ella y, de pasada, a convertirnos a nosotros también en sus incondicionales.
Aunque muchos conocimos a Marlon Brando a través de otros roles, me gusta pensarlo como este sujeto vestido con chaqueta de cuero, boina y anteojos oscuros, corriendo por la carretera en su motocicleta sin un rumbo conocido, y emergiendo sorpresivamente en medio de los créditos de la película. Un rudo que parece impenetrable, pero que de a poco va mostrando todas sus facetas. Desde ahí, lo más interesante de Brando es precisamente lo que más tarde lo iría modelando como un ícono: la posibilidad de expresar las múltiples felicidades y tormentos de sus personajes con un solo gesto que haría que, a lo largo de su carrera, sus espectadores nos involucráramos con él creyendo en todo lo que quisiera contarnos. En El salvaje nos enfrentamos a una constante de lo que vendrá más adelante, porque convengamos que, aunque esta película forme parte de sus inicios, Brando jamás pudo evitar ser un gigante.
El Padrino (1972)
Joel Poblete, crítico de cine
Sólo 40 minutos de las casi tres horas totales de la cinta y muy puntuales apariciones le bastan al actor para desarrollar no sólo uno de sus personajes más emblemáticos, sino que además uno de los más legendarios de la historia del cine. Imitada y homenajeada hasta el día de hoy, medio siglo después su caracterización sigue siendo un referente ineludible si se aborda la representación de la mafia en la pantalla grande, a tal nivel que incluso es conocida por quienes nunca han visto la película de Coppola.
Si cuando se anunció el elenco alguien pensaba que a sus 47 años era aún joven para un rol como este, las dudas quedaron totalmente disipadas, porque su Vito Corleone no es sólo un producto del maquillaje: a través de su corporalidad, las sutilezas y detalles en la gestualidad y la manera de modular y pronunciar sus frases, nos creemos en todo momento que estamos ante un veterano capo mafioso. Ya desde su estreno, y más aún con el paso del tiempo, este Don Corleone pasó a ser percibido como un arquetipo, alguien que corresponde a lo que los estadounidenses llaman “larger than life”, pero una de las cosas que fascina en cómo lo aborda Brando es que, pese a ser alguien que impone respeto y simboliza y representa tanto poder y autoridad, a la vez tiene una presencia austera, sencilla y ajena a grandilocuencias, lo que ayuda a que se lo sienta humano y no como una máquina o una simple caricatura.
El último tango en París (1972)
Francisca Alegría, cineasta
Uno de mis amores platónicos del cine de los 50 y los 60 fue Marlon Brando. No sé si ha nacido otro actor tan colosalmente talentoso y magnético. Al menos eso pensaba antes de enterarme de lo sucedido en El último tango en París, donde Brando (48 años en esa época) encarna a un hombre en duelo por la muerte de su esposa y “cae” en una férvida relación sexual con una mujer 20 años más joven, caracterizada por Maria Schneider (19 años).
En la película hay una escena de violación, la cual fue maquinada por Bernardo Bertolucci y Brando, sin contarle a Schneider. Al momento de grabar la escena, la actriz no tuvo posibilidad de reaccionar ni defenderse, y la humillación que se ve en cámara no es actuada, sus lágrimas fueron reales, según sus propias declaraciones. Cuando supe de este abuso, la colosal imagen de éste ídolo se me comenzó a derrumbar. ¿Puedo hablar de Brando solamente como un gran actor, sin mencionar que es también un gran abusador, o al menos uno que quiso dejar esa violencia registrada en la pantalla grande? La respuesta es no. Me pidieron homenajear a Marlon Brando y no puedo hablar de las puras luces. No en esta época. “El duque en sus dominios” (Truman Capote lo apoda así en Retratos) tiene un lado tan oscuro como otros tantos ídolos que nos encantaron con su genialidad hasta sacarnos lágrimas.
Apocalipsis ahora (1979)
Cristián Jiménez, cineasta
Una interpretación mítica, muy breve. De acuerdo a la leyenda, Brando improvisó la mayor parte de sus diálogos y acciones en la película de Coppola. Como en otros roles, la presencia en el cuadro es impresionante, pero acá esa aura juega un rol incluso más relevante, porque, al mismo tiempo, hay escasa acción. Esos breves destellos tienen que venir a justificar el viaje que conduce hacia él. El cráneo completamente afeitado le otorga un marco increíble a los ojos. Y aunque es paradigmáticamente el actor de método, acá pasa algo vinculado al estar ahí, presente, en el encuadre, que conecta este rol a la idea –opuesta al método– de un actor de cine como el modelo de una pintura que señala Bresson.
El salvaje (1953)
Andrés Nazarala, crítico y escritor
Una carretera vacía. Unos motoqueros avanzan a toda velocidad. La música estridente brinda tensión. Enfundado en cuero, Marlon Brando lidera la pandilla. Su nombre en los créditos le cubre el rostro. Así comienza El salvaje, de László Benedek, película que el mismo actor consideraba como una suerte de declaración de principios sobre su propia rebeldía, a pesar de que el objetivo de sus creadores estaba lejos de elogiar a la juventud salvaje de los 50. La grandeza de Brando es que pudo contrarrestar la moralina sensacionalista del filme a fuerza de carisma, mucho estilo y los artificios propios del método interpretativo que fue puliendo con los años.
El salvaje –en la que también brilla el gran Lee Marvin– está lejos de imponerse como su mejor película, pero es la que mayor repercusión tuvo en la cultura popular. Dicen que Elvis se dejó crecer las patillas luego de verla y se sabe que subculturas juveniles como la de los Teddy Boys o los Hell’s Angels moldearon sus principios visuales gracias a ella. Ni hablar del cine. La producción fue el puntapié inicial de un subgénero que se extiende a clásicos como Rebelde sin causa (1955) o apuestas menos recordadas como Devil’s angels (1967), con un joven John Cassavetes replicando las enseñanzas del pionero en materia de actuación, estilo y displicencia cool.
Brando definió los códigos de la insubordinación y no la abandonaría jamás. Repudiaría a la industria, se recluiría, faltaría a los Oscar, rechazaría los estereotipos, borraría su propia huella icónica engordando, como si esa fuese la última barrera por cruzar en los superficiales y abusivos territorios de Hollywood.
La jauría humana (1966)
Felipe Blanco, crítico y profesor de historia del cine, Universidad Mayor, Universidad Diego Portales
La jauría humana es uno de los grandes fracasos en la carrera de Brando, pero es también una compleja película coral y un retrato pesimista sobre las redes de influencia en torno a una poderosa familia en un pequeño poblado de Texas, aterrada ante la fuga de prisión de un condenado injustamente por homicidio y su inminente ajuste de cuentas con ese clan.
Arthur Penn –un año antes de Bonnie & Clyde (1967) – filmó este relato intenso y brutal que descubre las miserias morales y humanas de ese pequeño grupo de patriarcas adinerados, que funciona a la perfección como micromundo de las presiones de clase en cualquier contexto. En ese entorno Brando encarna al sheriff Calder, personaje bisagra que cree en la inocencia del convicto y precisamente por eso recibe, en el último tercio del filme, una paliza que es sin duda el momento más recordado de su trabajo en él.
Probablemente por esa intensidad, y por la dura mirada a la elite económica en los años inmediatos al asesinato de Kennedy, este filme estupendo y sobrecogedor fue despreciado durante décadas y revalorado junto al desbordante trabajo que Brando logra en él, a pesar de que Penn renegó de su autoría y que el actor ni siquiera lo menciona en sus memorias publicadas a mediados de los 90.
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