Mon Laferte en Santiago: culto a la personalidad
El principal atractivo visual del montaje recae en un grupo coreográfico masculino que rehuye de los cánones. Uno de los bailarines era un hombre mayor, otro estaba ligeramente pasado de peso. Todos poseían gracia y el dominio preciso del elemento kitsch, como una reencarnación de los inolvidables chicos que acompañaban a Rafaella Carrà.
Con una década en la cima del pop latino mediante seis álbumes desde que marcó un punto aparte con Vol. 1 (2015), un título demoledor hecho a pulso que archivó lanzamientos previos contando el debut La Chica de Rojo (2003), Mon Laferte enfrenta el escenario en una nueva gira con su número más ambicioso.
El tour promocional de Autopoiética, último trabajo lanzado en noviembre, es un montaje audaz dividido en siete bloques, desplegado generosamente la noche del miércoles en el Movistar Arena. Una exhibición de brillos y debilidades de la cantante nacida en Viña del Mar, inscrita entre las figuras mayores del firmamento musical nacional.
Es probable que la inspiración de esta propuesta con tintes teatrales provenga de los últimos espectáculos de adelantados como C. Tangana y Rosalía, modalidades de concierto que rehuyen del clásico show musical, estrenando canciones rotuladas en un álbum. Según este guión, la ejecución en directo se subordina al aspecto visual y el despliegue coreográfico, configurando un musical. La disposición tradicional de la banda de acompañamiento prácticamente desapareció, reducida a una alineación de percusión y batería en una esquina, un par de bronces y guitarra; el resto se empaca en generosas pistas grabadas.
El escenario despejado queda bajo el dominio de una gigantesca pantalla de fondo y la efigie gris de una mujer mayor con la cabeza entre los brazos, en un gesto que denota cansancio o pena, sugiriendo drama y lágrimas.
El show, que arrancó con un retraso de casi media ahora, tuvo como prólogo el trailer de la serie documental de Netflix Mon Laferte, te amo, programada para agosto.
“Y es hermoso que hoy soy otra mujer, y en diez años voy a ser otra mujer”, declara entre imágenes bucólicas, en tanto el tiempo le da la razón en términos artísticos. Autopoiética representa un cambio en su sonido y ángulo compositivo con link al presente y el futuro de tonalidades electrónicas, la bifurcación de un cancionero enraizado habitualmente en músicas latinoamericanas populares del siglo pasado, las numerosas formas adoptadas por el romanticismo hecho canción. Bolero, ranchera, cumbia, salsa, pop lacrimógeno y mambo, todos asumidos con personalidad e impronta.
El primer bloque fue dedicado a su último material, incluyendo Tenochtitlán, Te juro que volveré y el single Obra de Dios, estrenado en febrero. A partir de ese punto, el espectáculo viajó en reversa discográfica, aunque siempre intercalado de canciones de Autopoética, el álbum pivotal de la cita con 11 cortes.
La estrella de 40 años atraviesa una fase de repaso autobiográfico, expuesta en segmentos audiovisuales insertados para cambiar de acto. En rigor, todo el montaje es un culto a su figura que evoluciona hasta el contorno religioso, encarnando un ser divino. Los asistentes, mayoritariamente mujeres que colmaron el Movistar Arena, recibieron una hoja con su rostro superpuesto a la clásica iconografía del Dios católico, además de un globo azul con instrucciones sobre agitarlo con el móvil encendido detrás, un truco ingenioso que iluminó bellamente el recinto del parque O’Higgins.
El principal atractivo visual del montaje recae en un grupo coreográfico masculino que rehuye de los cánones. Uno de los bailarines era un hombre mayor, otro estaba ligeramente pasado de peso. Todos poseían gracia y el dominio preciso del elemento kitsch, como una reencarnación de los inolvidables chicos que acompañaban a Rafaella Carrà.
Con gracia y carisma Mon Laferte se plegaba a sus movimientos, sin perder jamás la expresión coqueta, mimosa y sexy de corte pin-up, que denota los beneficios de haber pasado por un concurso televisivo de talentos, una escuela para dominar el escenario y el gesto.
Toda la ambición de este planteamiento tropezó con la piedra que suele afectar a las grandes estrellas pop solistas del presente, tanto en discos como en propuestas en vivo: una extensión desmesurada que requiere tijeras, un equipo que se atreva a decir cortemos acá y movamos piezas.
Siete actos y 33 canciones en más de dos horas y media de espectáculo, atentó contra las propias bases de un proyecto que implica un nuevo peldaño en la obra de la artista chilena mexicana. La propuesta visual y el formato banda sincronizado a la perfección con pistas funcionan inapelablemente, pero no la progresión y dinámica del show que fue descendiendo en intensidad. El segmento con desfile queer, por ejemplo, programado en los primeros bloques, merecía un espacio hacia el final por su energía, colorido, pose y actitud inherente.
En la medida que el espectáculo avanzaba, decrecía el nervio hasta un remate de Mon Laferte en solitario, cerrando con un par de clásicos de Vol.1 como Amor completo y Tu falta de querer, en versiones íntimas. El espectáculo concluyó como si se tratara de un alargue mirando el reloj.
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