Hernán Rivera Letelier: “Me apodaban Condorito y mi madre me decía que las películas eran sueños de Satanás”

Hernán Rivera Letelier wsp
Hernán Rivera Letelier: “Me apodaban Condorito y mi madre me decía que las películas eran sueños de Satanás” 02/08/2022 FOTOGRAFIAS AL ESCRITOR, HERNAN RIVERA LETELIER Mario Téllez / La Tercera

Del diario de vida que nunca escribí, se llama lo nuevo del destacado escritor nacional, Premio Nacional de Literatura 2022. Es el primero de una serie de volúmenes donde plasmará sus memorias de vida. Acá narra sus vivencias siendo niño en una familia evangélica, sus días en una oficina salitrera, en medio de la sequedad de la pampa. También la muerte de su madre, en Antofagasta, sus primeros oficios y sus acercamientos iniciales a la escritura. Todo lo repasa junto a Culto.


Le pusieron Condorito. Fue el apodo que a Hernán Rivera Letelier lo acompañó durante sus años de infancia, corriendo y palomilleando por las polvorientas calles de la oficina salitrera Algorta, en el corazón de la Pampa, al interior de Antofagasta. Eran días en que las cosas simples de la vida se hacían a pata pelada, a pesar de que no le faltaban zapatos. De las pichangas eternas en las calles del mineral -primer tiempo en la mañana, el segundo en la tarde- y los primeros acercamientos con algo que se llamaba poesía.

El apodo me encantaba -recuerda el mismo Rivera Letelier al teléfono con Culto-, porque Condorito era el único mono de caricatura que yo había leído. Yo pensaba que me decían Condorito por mi modo de andar, como sacando pecho, pero después que me enteré que se debía a que cuando chico tenía una polera con el mono estampado. Eso es lo más factible”.

El ejercicio del recuerdo de alguna manera es una constante en la obra de Rivera Letelier. La nostalgia por un mundo que el viento del desierto terminó por llevarse. La evocación a los días felices en que la Reina Isabel cantaba rancheras. Y a sus 73 años, con el Parkinson y dos infartos a cuestas, ya está en el atardecer de la vida. Por eso, el autor decidió llevar más lejos el concepto y comenzó a escribir unas memorias. Un ejercicio que también han hecho otros escritores como Vladimir Nabokov, Ernest Hemingway, Pablo Neruda, y por supuesto, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez.

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11 Julio 2023 Entrevista a Hernan Rivera Letelier, escritor. Foto: Andres Perez

La primera parte de esas memorias ya está publicada. Se llama Del diario de vida que nunca escribí, y acaba de llegar a las librerías chilenas vía Alfaguara. En sus páginas, Rivera Letelier pasa revista a los días de su infancia en la salitrera Algorta, hasta su adolescencia ya viviendo en Antofagasta. Esto en la década de 1950 y los primeros años de los 60. Posteriormente, comenta que vendrán sus recuerdos en la adultez, para cerrar el ciclo con volumen dedicado a la vejez.

La idea, nos comenta, tuvo un origen más bien pedestre. Como quien se encuentra una roca en el arenal del desierto, simplemente se le ocurrió. “Me salió de las tripas y cuando sale algo así, hay que escribirlo. Me salió pensando en tres etapas: la niñez, la juventud y la vejez. Entonces me lancé a escribirlas, y ahí vamos”.

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Foto: Andres Perez / La Tercera

En las memorias no se guarda nada. Relata las precarias condiciones de vida en la vivienda de su familia en Algorta. En rigor, parte de una barraca hecha de calaminas aportilladas con piso de tierra. “En el barracón que teníamos por casa no había baños ni agua potable. Para abastecernos de agua teníamos que ir al grifo de la esquina, la traíamos en balde y la juntábamos en un barril de aceitunas. De modo que cuando mi padre llegaba por la tarde de las calicheras, entierrado de pies a cabeza y los ojos aguados de cansancio, tenía que bañarse por presas. Mi madre le servía las onces: un jarro de té y un pan con mortadela. A veces, como gran cosa, le preparaba un huevo frito”.

La vida es dura en la pampa, lo sabemos. Pero como lectores, es difícil imaginarnos los detalles de tamaña proeza diaria. Por ejemplo, para ir al baño, los mineros y sus familias se las debían arreglar. “Para hacer nuestras necesidades fisiológicas debíamos salir a la pampa rasa. Los hombres no teníamos mayor problema; sin embargo, las mujeres, sobre todo en las noches, debían de salir acompañadas de dos o tres vecinas. De ahí el conocido dicho pampino para indicar que algo no queda muy lejos: ‘Ahí nomás, donde mean las viejas’”.

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11 Julio 2023 Entrevista a Hernan Rivera Letelier, escritor. Foto: Andres Perez

Dios y la muerte

Como suele ocurrir en los sectores populares, la familia Rivera Letelier era evangélica, de las pocas que profesaban el credo en la oficina Algorta. Su padre, recuerda, era un hombre muy apegado a la religión. Incluso, después de volver de las duras faenas de la calichera, y tomar once, solía entregarle su tiempo al altísimo. “Él nunca dejaba de bendecir y dar gracias al señor por los alimentos. Luego, sin descansar ni nada, tomaba su Biblia y su himnario y se iba a predicar a la calle junto a otros miembros de la congregación, para luego dirigirse al culto”.

“Los días sin culto ni prédica a la calle, luego de tomar las onces, mi padre repetía su ritual de siempre: tomaba su Biblia, se ponía los lentes ópticos, se sentaba en su banca favorita y cerraba los ojos para pedirle a Dios que le diera su palabra”, agrega Rivera Letelier, y un detalle curioso: su padre era analfabeto. “Él nada más sabía leer en la Biblia, y con las dificultades de un niño en sus primeras lecciones. Si le pasaban un libro o una revista ya no sabía. Y, por supuesto, tampoco sabía escribir, solo había aprendido a dibujar su firma”.

El problema para el niño Hernán, era que sus padres se tomaban muy a pecho el credo evangélico. “En casa la palabra del Evangelio era ley inapelable, y mis padres la practicaban con una consagración a prueba de tormentos: mis hermanas, por ejemplo, no podían pintarse los labios, ni arreglarse las uñas, ni colorearse las mejillas, menos colorearse las mejillas, menos hacerse la permanente, que era la moda de aquellos días (‘vanidad de vanidades, todo es vanidad, dice el Predicador’). Ningún miembro de la familia podía ir al biógrafo, ni aunque exhibieran una película sobre la vida de Cristo. Mover el cuerpo en un baile para la iglesia era de lo más abominable”.

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11 Julio 2023 Entrevista a Hernan Rivera Letelier, escritor. Foto: Andres Perez

Hoy, su relación con el credo evangélico es diferente. “Yo me descarrilé por completo, tengo una hermana que aún persiste, es evangélica, pero yo me descarrilé joven”, nos responde. ¿Influyó el credo evangélico en que decidiera ser escritor?, considerando la fuerza que tiene el formato libro y las lecturas en el cristianismo, Rivera Letelier nos señala: “Todo eso, la lectura de la Biblia y lo demás, influyó en mi estilo, en mi modo de contar. Pero no es que uno decida ser escritor, eso va más allá. Yo no puedo despertar un día y decir yo seré escritor, eso se tiene en el ADN, es como una sensibilidad especial, y cuando se descubre tienes que cultivarla mucho, si no se cultiva, se pierde esa sensibilidad, ese talento o don que le llaman. Se va por los dedos como el agua si no lo trabajai”.

Con el tiempo, la familia se mudó de Algorta hacia Antofagasta, junto con un buen lote de mineros que bajaron a la ciudad. Ahí, al poco de llegar, el joven Rivera Letelier vivió la mayor tragedia de su infancia. La muerte de su madre, quien tenía solo 38 años. Al llegar a la ciudad, se ubicaron en una casa cedida por un pastor evangélico, vecina a la iglesia, el problema es que estaba hecha de paredes de cemento sin enlucir. “Las grietas y hoyos en las paredes sin enlucir eran un criadero de arañas. Y fue ahí, a los quince días de haber llegado a Antofagasta, que por la mordida de una araña maldita, en esa casa cien veces maldita, murió mi madre”.

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11 Julio 2023 Entrevista a Hernan Rivera Letelier, escritor. Foto: Andres Perez

El cine y los diarios

Pero no todo fue malo en Antofagasta, fue en esa ciudad cuando, con 11 años, el joven Rivera Letelier acudió por primera vez al cine, sin pedir permiso. “No recuerdo ni el título ni el argumento, solo sé que era policial. Y es que nada más trasponer la espesa cortina de terciopelo y pasar del crudo sol del día a una penumbra feérica, me invadió el vértigo de la culpa. Nunca antes había entrado a un cine. Aquí se rinde culto a las imágenes -me dije, medroso-. Se adora al becerro de oro. Justo contra lo que predicaban mis padres...apenas se inició la proyección comencé a sentirme mal, me sudaban las manos, se me aceleraron las palpitaciones y, por sobre el tum tum de mi corazón, por sobre el ruido de las balaceras, por sobre el sonido de las sirenas policiales de Nueva York, la voz de mi madre me resonaba en la caja del cráneo, diciéndome lo que me decía en Algorta cada que algún amigo mío me invitaba al biógrafo: ‘Las películas, hijo mío, son los sueños de Satanás, el diablo’”.

Al teléfono con Culto, Rivera Letelier nos comenta cómo lleva hoy ese gusto por el cine. “Veo pocas películas, porque ya no es lo mismo ir al cine ahora que cuando era niño. Yo empecé a ir al cine a los 11 años, antes no podía porque no me dejaban ir, me decían que era un pecado para el evangelio, después cuando quedé huérfano y me puse a vender diarios entré por primera vez a un cine y no me sacaron nunca más. Me convertí en un cinéfilo empedernido. Ya no voy al cine ni veo las películas en la tele”.

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11 Julio 2023 Entrevista a Hernan Rivera Letelier, escritor. Foto: Andres Perez

Por esos mismos días, como mencionaba él, comenzó a ganarse la vida como vendedor de diarios en la calle. Un “canillita”. Estaba prácticamente solo, pues sus hermanos comenzaron a irse de la casa y su padre consiguió trabajo en un mineral de cobre, entonces solo aparecía los fines de semana. Con los pocos pesos que ganaba, el joven Rivera se pagaba una función de cine. “Influenciado por las lecturas bíblicas, yo vendía solo treinta y tres diarios. De modo que me desocupaba máximo a las diez de la mañana, y me quedaba merodeando en la Plaza del Mercado, maravillándome de la locuacidad de los charlatanes vendedores de humo; a veces me daba por levantar la mano cuando pedían un secretario y me dejaba enrollar la culebra al cuello y repetía sus macarrónicas palabras mágicas. Me acuerdo de un peruano que se presentaba como Ángel Salomón, el Príncipe Incaico. Aparte de lucir una cabellera negra larga hasta la cintura, y que de tan negra parecía de un azul metálico, este embaucador era el dueño de una verba infatigable. La gente decía que ese cholo era capaz de vender La Portada de Antofagasta si se lo proponía”.

Con las ganancias de mis treinta y tres diarios me alcanzaba para no pasar hambre, entrar al cine y hasta para dejar caer algunas monedas en el Wurlitzer de la fuente de soda Miriam, en donde solía desayunar. ‘Lo de siempre’, llegaba pidiéndole a mi mesera favorita. Y lo de siempre era un glorioso hot-dog con mucha mayonesa y nada de mostaza, acompañado de una Bilz”.

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02/08/2022 FOTOGRAFIAS AL ESCRITOR, HERNAN RIVERA LETELIER Mario Téllez / La Tercera

De esos años también son sus primeros escritos, atisbo del escritor en que se convertiría. En esos tiempos pensaba sobre todo en poesía, más que en narrativa. Es que tal como ocurrió con otros nombres como Roberto Bolaño, o Alejandro Zambra, Rivera Letelier pasó de ser poeta a ser contador de historias. Comenta que -haciendo memoria- fueron varias señales que le fueron indicando hacia dónde girar el buque: desde su gusto por escuchar historias, la primera vez que leyó unos poemas en un silabario (del español Antonio Machado y el indio Rabindranath Tagore), a su gusto por leer los cuentos de narradores chilenos que los diarios publicaban los fines de semana, y hasta haber sido ganador de un concurso de composiciones en homenaje a las Fiestas Patrias. “Lo único que recuerdo de mi composición es que terminaba con el grito ¡Viva Chile! Tuve que leerla en el acto matinal”.

Aunque hay un punto que Rivera Letelier detecta como el punto exacto en que dejó su infancia e inició el viaje a la juventud y adolescencia. Fue a los 14 años cuando obtuvo un trabajo como lavaplatos en la cocina de una de las fondas de la minera Mantos Blancos, laburo que le consiguió su padre. Fueron solo 25 días, en los que se ganó el apodo de “El depredador de platos” -aunque él afirma que no se le quebró ninguno-, y pasó por un oficio que -comenta- terminó odiando. “Mis últimas lágrimas de niño, mis últimas risas de niño, los postreros vestigios de infancia se habían ido por el desagüe en esos veinticinco días en que, tarareando las rancheras a dúo con el Wurlitzer, lavaba platos, montañas de platos”. Tras la experiencia, escribió un sentido poema titulado Solo de platos, y que se incluye en la última página del libro.

Es que a Rivera Letelier, los recuerdos le llegan todavía de forma vívida. Pero, ¿le pasó que quería contar algo para el libro pero no lo recordaba bien?. Nos responde al fono: “No fue el caso, no tuve ese problema. Lo que sí, se me volvieron a aparecer cosas que yo mismo había enterrado para no recordarlas. Creo que mi memoria es como un arenal donde hay muchas cosas enterradas y ahora las he vuelto a desenterrar”.

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