Columna de Héctor Soto: Marcas
¡Viva la independencia! Hay una extraña belleza en Gasoline Rainbow, la película de los hermanos Ross que ofrece la plataforma de Mubi y que compitió en el festival de Venecia 2023. Posiblemente sea de esas realizaciones donde tan importante como el qué es el cómo. El qué son una cuantos apuntes acerca del viaje, el fulgor y la celebración que emprenden cinco adolescentes desde un pueblo insignificante del estado de Oregon hasta la costa californiana. Los cinco han egresado de la secundaria, saben que no califican para la universidad y que después de esta fuga deberán incorporarse al mundo laboral. El cómo remite a los márgenes más jugados del cine independiente norteamericano: muchas imágenes captadas con celular, una balada tras otra en la banda de sonido, pocos diálogos, una voz en off que no requiere mayor sincronización, tintas absolutamente cargadas en favor de una emocionalidad dolorida, inmadura y algo destemplada. La idea del grupo es acudir a lo que llaman la fiesta del fin del mundo. Nunca se sabrá si del fin del mundo o del fin de la adolescencia, y que en todo caso dejará marcas. Con frecuencia las imágenes son resueltamente las de un cineasta amateur con más arrojo que medios para llevar a cabo sus ideas visuales. Lo notable es que estas mismas limitaciones sean parte del encanto de la cinta. Gasoline Rainbow, de hecho, convence harto más que películas “profesionales”. ¿Cuál es su secreto? Bueno, no tiene nada de secreto. Es la fascinación beat por el viaje, es el tributo a la poética tan gringa del on the road, es la ansiedad de esas dos jovencitas y tres muchachos, todos del mismo curso, de estar despidiéndose de una etapa de la vida para pasar a otra, que se perfila más solitaria y dura. Ni siquiera los actores son muy profesionales. De hecho, son jóvenes de 16 y 17 años que se interpretan a ellos mismos y que improvisaron diálogos a partir de indicaciones muy generales de los realizadores. ¿Funciona el resultado? Sí, funciona; aunque no siempre entretiene, a menudo incluso emociona, no obstante que hay demasiadas reflexiones sobre lo que es el camino y lo que es el riesgo de despeñarse y caer. Aunque estos chicos sean varios años mayores que los de Cuenta conmigo (1986), la entrañable realización de Rob Rainer con River Phoenix, lo cierto es que siguen siendo muy niños. Tanto así que más de alguien incluso se preguntará por qué el sexo no figura en ninguna de las teclas que toca la película. Y es una pregunta para la cual no hay mucha respuesta.
Visita guiada. En realidad, lo que propone Los ojos de Mona, novela de Thomas Schlesser (Lumen, 2024), es un recorrido por 52 obras maestras montado sobre una frágil estructura narrativa que opera como pretexto. El eje de este esbozo de relato es la relación de Mona, una chica de diez años, con su abuelo, un señor de refinadas percepciones artísticas con quien, todos los miércoles durante un año, la nieta se reúne para abrir los ojos a un mundo de belleza que ella desconoce. La mecánica del abuelo es llevarla, con cariño y método, al Louvre, al D’Orsay y al Pompidou. Las visitas tienen lugar en un momento en que los médicos advierten que la niña podría llegar a perder la visión a raíz de un mal que no está bien identificado. El libro en particular da cuenta de que Schsesser es un gran ensayista e historiador del arte. La pintura y los museos son lo suyo. Como novelista, claro, no está a la misma altura. Su obra se prende ante cada una de las pinturas y creaciones que repasan los personajes. Se apaga o se ensombrece bastante, en cambio, por falta de matices y efectos acartonados, en los diálogos del abuelo con su nieta y en las observaciones sobre la enfermedad de la chica y su vida familiar. Frente a los cuadros hay agudeza, información, pasión, arrebato y mirada. Pero en lo estrictamente novelístico el resultado es entre inofensivo y ñoño. Eso no quita que Los ojos de Mona, traducida a estas alturas nada menos que a 36 idiomas, sea actualmente un resuelto fenómeno editorial y que esté cautivando a muy amplias audiencias en todo el mundo. Es un trabajo que deja marcas, lo cual no deja de ser meritorio. Lo que intenta el abuelo es salvar a su nieta. Lo que quiere el libro es salvar a sus lectores.
Una época. Francoise Hardy, que murió esta semana a los 80 años, no hizo muchas películas. Pero le bastó un pequeño rol en Masculino-femenino de Godard y otro en Gran Prix para instalar su belleza en la pantalla de los años 60. Era preciosa. Una belleza distraída y elegante. El cine, no obstante, fue una actividad solo circunstancial para ella. Lo suyo fue más bien el modelaje (para firmas como Saint-Laurent o Paco Rabanne) y sobre todo el mundo de la canción, donde compartió honores con figuras como Johnny Hallyday, Serge Gaingsbourg, Sylvie Vartan, Jane Birkin o el propio Adamo. Hechizó no solo a Bob Dylan sino también a los Stones. Eran los tiempos en que Francia aún calificaba en la música pop internacional. Incluso antes de llegar a ser quien es, el Premio Nobel del año 2014, Patrick Modiano, gran amigo suyo, le escribió algunas canciones. Mujer guapa e inteligente, en cuyo rostro se podrían leer las marcas de la época que le tocó vivir, escribió el 2017 un muy celebrado libro de memorias y su vida en los últimos años fue una tenaz reivindicación de la melancolía, la duda y la soledad. Nada muy distinto de lo que siempre había sido. Respetable.
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