Dinamita y sangre en el desierto: la historia de la centenaria matanza de la salitrera La Coruña

Dinamita y sangre en el desierto: la historia de la matanza de la salitrera La Coruña

El 5 de junio de 1925, unos obreros de la salitrera La Coruña, que se habían tomado la oficina, fueron duramente masacrados por efectivos del Ejército que llegaron al lugar para restablecer el orden. Poco después, el presidente Arturo Alessandri defendió el accionar de las tropas. Esta es la historia.


La carta llegó por el correo temprano. A inicios de junio de 1925, al escritorio del todopoderoso ministro del Interior, coronel Carlos Ibáñez del Campo, llegó un escrito urgente del intendente de Tarapacá, Recaredo Amengual, donde más que una solicitud parecía un ruego. Un último recurso desesperado antes del colapso. Amengual le comentaba que en la pampa “había estallado la revolución soviética. Sorprendido y preocupado en partes iguales, Ibáñez caminó unos metros para mostrarle la nota al Presidente, Arturo Alessandri Palma, el “León de Tarapacá”. Temiendo una escalada y que el norte se inflamara, el mandatario decretó estado de sitio para las provincias de Tarapacá y Antofagasta.

Hay que rebobinar la cinta para entender los hechos. En marzo de 1925 -apenas pocas semanas del regreso de Alessandri al país tras su exilio en Europa- los obreros del salitre comenzaron una movilización para exigir una serie de mejoras en sus duras condiciones laborales. No era la primera vez que lo hacían, en 1907 unas protestas desembocaron en la Matanza de la escuela Santa María de Iquique, aunque la aprobación de una serie de leyes sociales a partir de la década de 1920 contribuyeron a mejorar en algo los ánimos de una industria que se veía tambaleante, tras el auge del salitre sintético alemán. Fueron los obreros agrupados en la Federación Obrera de Chile (FOCH) quienes comenzaron el movimiento, a los que se plegaron los salitreros.

Sin embargo, el gobierno de Alessandri no estaba dispuesto a tolerar lo que consideraba unos desmanes. El 2 de marzo de 1925, desde el ministerio del Interior se telegrafió al norte con una orden perentoria, la de “censurar todo diario que publique artículos que tiendan a subvertir el orden. Las responsabilidades de las publicaciones recaerán sobre señores intendentes y gobernadores respectivos”. La orden se cumpliría con algo de demora.

Entre el 7 y 12 de abril, los obreros salitreros realizaron una huelga. “Hay delegaciones de obreros que van a todas las oficinas incitando a la huelga -escribió el Intendente al comandante de Carabineros de la zona-. Han presentado un pliego solicitando se resuelva el conflicto y pide la disolución inmediata de la asociación salitrera, que se reconozca la federación obrera y un aumento del 40% del jornal”. Finalmente, la huelga se depuso tras unos días de negociaciones entre trabajadores y autoridades. Los primeros lograron escuálidas ganancias, y la sensación fue de gusto a poco. Se generó entonces una tensa calma que solo postergó el conflicto. En cualquier momento una pequeña chispa volvería a encender los ánimos.

Y a poco andar, comenzó un crescendo y la música sonó cada vez más tensa. El 28 de mayo, la oficina San Pablo se declaró en huelga; ese mismo día, en la oficina Santiago ocurrió un hecho que causó conmoción. Un grupo de obreros intentó hacer explotar la bóveda de la oficina con dinamita. El reporte del juez del crimen de ese día anotó que en la bóveda se encontraban “depositados cientos de barriles de yodo por un valor de varios miles de libras esterlinas”. Pocos días después, el 31 de mayo, 32 dirigentes de la FOCH (”32 subversivos” según el documento de la Intendencia) fueron deportados al sur del país desde Pisagua –a bordo del vapor Mapocho– ; el 2 de junio, la policía clausuró y allanó el periódico El despertar de los trabajadores de Iquique, fundado por Luis Emilio Recabarren años antes, en 1912.

Los hechos se fueron radicalizando. La FOCH decidió llamar a un paro de 24 horas para el 3 de junio. Ese día, una serie de disturbios entre obreros y policías en el pueblo de San Antonio deja dos agentes policiales fallecidos. Pero todo estaba lejos de aquietarse, pues el 4 de junio, los obreros de las salitreras Galicia y La Coruña se toman sus dependencias.

Oficina salitrera La Noria en 1889

Sangre en la Pampa

Fue en ese momento cuando el Intendente Amengual mandó el telegrama a Santiago, y al saber de que los obreros se habían tomado las salitreras, el “León” Alessandri declaró estado de sitio para las provincias de Tarapacá y Antofagasta. En la práctica, esto daba atribuciones a las autoridades para “suspender o restringir el derecho a reunión y la libertad de prensa”. Además, Alessandri entregó el control del orden público a los militares. Para ello, designó como jefe de plaza al general Florentino de la Guarda. Acto seguido, se enviaron refuerzos militares a los puertos de Iquique, Pisagua y Mejillones, en los buques de guerra Zenteno, O’Higgins, Lynch, Riquelme y Williams Rebolledo.

El Intendente Amengual, dispuesto a recuperar las oficinas determinó que a La Coruña iría una compañía de infantería del regimiento Carampangue, un escuadrón de caballería del regimiento Granaderos y algunos marinos. Al mando estaba el teniente coronel Acacio Rodríguez. A su llegada, encontró que los obreros estaban atrincherados en las calicheras lanzando rústicas bombas de mano y granadas hechizas a los militares. Habían tomado tarros de hojalata, los cargaron con pasta de dinamita y los habían remachado con latón. Eso más palos, fierros, piedras y lo que encontraran y lo que el desierto quisiera darles. Que no era mucho.

Rodríguez arribó el 5 de junio, y no estaba dispuesto a dejarse vencer por un grupo de trabajadores armados de manera improvisada. Con la artillería que le llegó de refuerzo, ordenó el bombardeo de las instalaciones de la oficina salitrera. Tras los fuegos de artillería algunos de los obreros entendieron que no había nada que hacer y arrancaron a la pampa, a lo que fuera. Los proyectiles causaron un gran incendio que consumió las covachas y barracas que tenían de casa los obreros, lo que obligó al escape de hombres, mujeres y niños. Además, se quemaron las bodegas, almacenes y talleres. Mientras los obreros y sus familias huían, los soldados disparaban, y como acto final, arremetió la caballería. Solo quedó el silencio sepulcral de la pampa.

Obreros del salitre.

Una vez tomada la oficina, las represalias fueron durísimas con quienes no alcanzaron a huir. “Se encarceló y torturó a los obreros que no habían huido, las persecuciones se hicieron por diferentes oficinas salitreras que se habían adherido al paro, 600 obreros fueron apresados en la pampa y enviados al velódromo de Iquique”, señala una reseña de los hechos del Archivo Nacional de Chile. Pese a que las autoridades hablaron de 59 muertos, la Historiografía posterior estima los caídos en 2.000.

Para el gobierno de Alessandri, la actuación del Ejército fue la adecuada y la respaldó, así lo expresó posteriormente en un telegrama al Intendente donde se refirió a los hechos. “Agradezco a usted, a los jefes oficiales y suboficiales y tropas de su mando, los dolorosos esfuerzos y sacrificios patrióticamente gastados para restaurar el orden público y para defender la propiedad y la vida injustamente atacados por instigadores de espíritus extraviados o perverso”. Sin embargo, también hizo énfasis en que esperaba que los efectos de las leyes sociales -dictadas por su gobierno- comenzaran a dar frutos. “El gobierno está viva y enérgicamente preocupado de imponer el estricto cumplimiento de esas leyes que importan y aseguran un mínimo de bienestar material, intelectual y moral a todos los ciudadanos de este país y presentar su mejoramiento considerable y efectivo en orden a las condiciones generales de vida del proletariado nacional”.

En su declaración, el “León” hacía énfasis en que combatía a los elementos que a su juicio “envenenaban” el ambiente. “Desgraciadamente, espíritus perversos, extraviados, enfermos de odio y destrucción se esfuerzan por envenenar el ambiente y mientras el gobierno busca el bien de todos en la armonía, en la concordia, en el equilibrio entre los derechos y los deberes, entre los poderosos y los débiles, los sembradores enconados de odios, rencores y resentimientos, levantan tormentos de desorden que forzosamente resuelven en desgracias en pérdidas de vida, hecatombes que desgarran mi alma y que desploman mi espíritu, ante la magnitud de las injusticias y de la incomprensión de aquellos mismos a quienes he servido con tanta resolución”. Poco después, en un plebiscito de agosto de 1925, Alessandri lograría aprobar su proyecto para una nueva Constitución y terminaría su mandato presidencial con polémica, al enfrentarse a su rival, Carlos Ibáñez del Campo, el “Caballo”. Pero esa es otra historia.

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