Nunca más vuelvo a un concierto: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

La fortuna quiso que conociéramos a Bieber en la piscina de un hotel en Beverly Hills. El músico se encontraba solo y caminaba como escondiéndose, sin mirarte a los ojos. Era muy delgado, levemente tímido y estaba vestido con ropa deportiva. Nuestra hija, una niña todavía, se deslizaba por la piscina como una sirena ensimismada cuando de pronto el músico se metió al agua, se acercó a ella con una sonrisa, le preguntó cómo se llamaba y empezaron a conversar.


Ofrezco como pruebas de amor a mi esposa los conciertos a los que ella me ha llevado, o me ha arrastrado, muy a mi pesar, jalándome suavemente como si fuera su mascota, prometiéndome caricias, mimos y engreimientos si me portaba bien.

El primero de ellos, un recital de Justin Bieber, tuvo lugar Los Ángeles, ciudad en la que nos encontrábamos de paso. Aunque mi esposa se confesaba masivamente enamorada de dicho cantante, yo no sabía quién era Bieber, vine a saberlo gracias a ella, que me hacía oír sus canciones, y se grababa cantando y bailando esas canciones, y me decía que Bieber era el gran amor de su vida:

-Si Justin me dice para irme con él una noche, te dejo ya mismo.

La fortuna quiso que conociéramos a Bieber en la piscina de un hotel en Beverly Hills. El músico se encontraba solo y caminaba como escondiéndose, sin mirarte a los ojos. Era muy delgado, levemente tímido y estaba vestido con ropa deportiva. Nuestra hija, una niña todavía, se deslizaba por la piscina como una sirena ensimismada cuando de pronto el músico se metió al agua, se acercó a ella con una sonrisa, le preguntó cómo se llamaba y empezaron a conversar. Yo permanecí echado en una tumbona a la sombra, contemplando el improbable espectáculo del cantante famoso hablando con nuestra hija. Mi esposa no tardó más de tres segundos en meterse a la piscina y saludar a Bieber:

-Hola, yo soy su mamá.

Fue así como ellas y Justin Bieber se hicieron amigas, o al menos amigas aquella tarde en el hotel. Una publicista nos contó luego que Bieber pasaba temporadas en un penthouse de ese hotel. Desde mi esquina en la sombra, yo veía maravillado a mi esposa coqueteando con su artista favorito y me preguntaba si me dejaría ya mismo para irse con él. No estaba dispuesto a pelear. Era una batalla perdida.

Esa noche, Bieber apareció de sorpresa en el bar del hotel, se sentó frente al piano y cantó varias de sus canciones. Mi esposa y nuestra hija deliraban de emoción. Fue un momento precioso. El cantante nos regaló su arte a cambio de nuestros aplausos.

-En mi país, soy más famoso que tú -le dije, cuando se acercó a saludarnos.

-¿Cuál es tu país? -me preguntó, sonriendo.

-Machu Picchu -le dije, y nos reímos.

También nos regaló entradas para su concierto, sin saber que estábamos en aquella ciudad precisamente porque ya habíamos comprado entradas para verlo. Por supuesto, sus entradas eran mejores que las nuestras: nos trataron como si fuéramos sus amigos o sus familiares. En un palco privilegiado, las chicas cantaron y bailaron, poseídas por la fiebre que él les había inoculado. Yo no canté ni bailé. No me sabía ninguna de sus canciones, así de tonto soy.

Nunca más volvimos a verlo, a pesar de que regresamos a ese hotel con la ilusión de otro encuentro fortuito en la piscina o el bar. Supe por mi esposa que Bieber dejó de fumar marihuana y se enamoró de una chica muy linda. Anoche, al salir de cenar, me enteré por mi mujer de que el músico acaba de tener un hijo. Mi esposa lloró al ver la foto de los pies del bebé.

Unos años después, mi mujer entró en lo que podríamos llamar su fase Billie Eilish. Yo no tenía idea de quién era la joven Eilish, vine a conocerla gracias a mi esposa. Lo que más me gustó de esa cantante es que se metía arañas vivas en la boca y era gordita. Mi esposa se sabía la vida entera de Billie, las letras de todas sus canciones, la ropa que usaba, las zapatillas que calzaba, los pequeños secretos de su rutina.

Por supuesto, viajamos hasta Houston para asistir a un concierto de Billie Eilish. No me quedó más remedio que rendirme: cuando eres veinte años mayor que tu esposa, debes firmar esas concesiones. A pesar de que detesto confundirme entre multitudes, depuse las hostilidades, capitulé sin honor y compré las entradas. Ciertas canciones me gustaron, otras no tanto. El modo en que ella se movía en el escenario, dando unos saltos enloquecidos, me pareció algo vulgar, pero no se lo dije a mi esposa, le dije que Billie era una diosa, porque por amor también se miente. Acabado el recital, bajamos a una sala cerca de su camerino, pues habíamos pagado para conocer a la artista y hacernos fotos con ella. Me encantó verla tan gordita, me sentí acompañado. Las chicas se hicieron fotos con ella y hasta la abrazaron. Yo le sonreí, distante. Billie me dio la mano y me preguntó de dónde era.

-De Machu Picchu -le dije.

-Oh, qué lindo -dijo ella.

-Sí, cómo no -pensé-. Si es tan lindo, deberías ir a cantar allá también.

Hace pocos días, mi esposa y nuestra hija me llevaron a un concierto de Taylor Swift en Londres. Era un sábado precioso en Londres, yo prefería ir a la cancha a ver al Arsenal. Pero la conserjería del hotel nos había conseguido buenas entradas para ver a Taylor, y las entradas eran caras, y la posibilidad de desertar e irme al fútbol habría sido un desaire a las chicas de mi vida. Las cosas son como son, el amor es a veces una rendición.

Antes del concierto, mi esposa y nuestra hija corrieron a la peluquería y yo las acompañé como su fiel caniche. Mientras les lavaban y secaban el pelo, yo leía las noticias como un perturbado. Soy eso, apenas eso: un hombre que lee las noticias, todas las noticias, y que ve los goles, todos los goles. No soy, nunca seré, un hombre que sabe de memoria las canciones, todas las canciones, como las saben las mujeres de mi vida.

El conserje nos dijo que el concierto en el estadio de Wembley comenzaría a las siete de la tarde, así que salimos del hotel a las cinco en punto y a las seis ya estábamos sentados en nuestras butacas. Mientras cantaban los teloneros que mi esposa amaba, me dirigí al patio de comidas y me puse al día. Nada era demasiado rico. Cada cierto tiempo, mi esposa corría a servirse una cerveza más.

Tres benditas horas con quince excesivos minutos duró el recital de Taylor Swift. Comenzó puntualmente a las siete, aún de día, una tarde fresca, sin lluvias, y concluyó a las diez y cuarto, ya de noche. Mi esposa y nuestra hija cantaron y bailaron todas las canciones. Yo, con los oídos cubiertos por unos tapones de goma para no sufrir tanto con el bullicio, los alaridos, los chillidos de las jovencitas y las mayorcitas vestidas como jovencitas, bailé solo dos canciones y el resto del concierto permanecí sentado, haciendo números, calculando cuánto dinero había ganado Taylor aquella noche: había noventa y dos mil almas, según dijo ella, o sea estadio lleno, y cada entrada, calculé, había costado unas quinientas libras esterlinas en promedio, o sea que la cantante y su banda recaudarían esa noche casi cincuenta millones de libras, bien por ella. De esa cifra, y después de repartir el dinero entre todas las personas que colaboraron con el recital, y tras pagar impuestos, calculé que Taylor Swift podía haber ganado, netos, unos diez o quince millones de libras esterlinas esa noche.

Acabado el concierto, nos emboscó una pesadilla, uno de los peores momentos de mi vida. Tendríamos que haber salido veinte minutos antes de que concluyese el recital, fue un error de cálculo quedarnos hasta el final. Bajando las gradas del estadio, caminando hacia el punto de encuentro donde nos esperaba el chofer, nos vimos atrapados por un mar humano de miles de personas, todas caminando lentamente en la misma dirección. Hasta que ocurrió lo peor: la policía detuvo nuestra marcha, y todos los peatones quedamos atrapados por más de media hora, sin poder caminar hacia adelante ni hacia atrás. Nuestra hija lloraba, mi esposa se cayó dos veces porque la empujaron desde atrás, lastimándose la rodilla, y yo sentía que iba a desmayarme. Fue un momento espantoso. Pensé:

-Nunca más vuelvo a un concierto. Ni siquiera por amor.

Dos horas después, pasada la medianoche, nuestra hija llorando, encontramos por fin al chofer que nos esperaba. Ya en la camioneta, de pésimo humor, le dije a mi esposa:

-Por favor no me lleves más a un concierto.

Ella había bebido demasiada cerveza y derramó unas lágrimas discretamente. Yo me dije a mí mismo:

-En estos conciertos a los que voy por amor pierdo dos años de vida. Debo aprender a decir que no.

Llegando al hotel, pedimos pizzas y frutas a la habitación y volvimos a ser felices.

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