Suele ser el modo simplón de zanjar debates: “Existen solo dos tipos de música: la buena y la mala”.

Te lanzan la frase como si fuera ingeniosa, ignorando que el primerísimo campo antibinario es el de las preferencias. Porque, ¿qué es la música “mala”? Sobre gustos de escucha no sólo hay mucho escrito, sino que las opiniones se cruzan, superponen y -benditas sean- contradicen.

Son indescriptibles los bordes de una canción que de pronto nos emociona sin que sepamos por qué. No hay razones objetivas para ir por Paul antes que John, ni ninguna norma que impida pasar de Bach a Abba. Que nos definen nuestros gustos, pero también nuestros disgustos (sean privados, públicos o calculadamente ostentados ante los demás), fue un descubrimiento que llenó de prestigio al francés Pierre Bourdieu, intelectual de renombre de quien ningún paper académico menciona si acaso prefería la chanson, los valses o el bolero.

La discusión se enriquecería si asumiéramos que nuestra música favorita convive naturalmente con el prejuicio hacia aquella que despreciamos; no por deficiente -que eso sí que existe-, sino por incomprensible.

Hoy es carne para ese recelo la contundente ventaja de la llamada “música urbana”, en parte porque sus cifras nos descolocan (al cierre de esta edición, van 1.240.321.998 plays para Gata only en Spotify), pero también por cómo parece saltarse los requerimientos mínimos que durante todo el siglo XX eran los pilares de la cantautoría. Sin embargo, hacer descansar el análisis del fenómeno en su estricto nivel artístico es dejar fuera el montón de otras variables que lo explican.

No queda otra que leer entre líneas (o escuchar entre pulsos): tal como un sueldo de $17 millones por media jornada no se explica por mérito, tampoco el batacazo del trap y el reggaetón está instalando genios creativos para la eternidad. Convivimos hoy con fuerzas juveniles insilenciables, a las que ganarse o no nuestro respeto les da igual.

Quizás lo mejor del comentado Tiny Desk de los argentinos Ca7riel y Paco Amoroso sea cómo obliga a revisar prejuicios. Aparta tu polera de los Ramones, y sé honesto/a: ¿no es innegable la ductilidad rítmica de los bonaerenses, y lo bien que se la pasan con ella? ¿Su envidiable autoconciencia de seductores sin esfuerzo? ¿La frescura que consiguen transmitir con un revoltijo de referencias estéticas que a no pocos músicos inmovilizaría en el temor al ridículo?

El investigador Martín Liut destaca en una entrevista radial cómo la sesión consigue confrontar ideas establecidas en torno a qué entendemos por música “seria” o a qué suena (o debe sonar) la identidad argentina.

“Mirá la cantidad de referencias que hay: ahí hay una cabeza pensante, surfeando la ola de la modernidad. Es una escena nueva -como fue con el tango, como fue con el rock- que tiene de todo. Y por ahí lo que nos toca es salir a buscar las perlitas. Si prestás oreja sin prejuicios, lo percibís…”, invita. Para divisiones flojas, mejor hablar de propuestas contra fórmulas. Identidad contra estereotipos. Oído atento versus escucha rezongona.