Columna: Chiqui Aguayo, el humor volvió a tener protagonismo en la Quinta
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Con un espectáculo ágil, gracioso y cómplice con un auditorio eminentemente femenino, la comediante volvió a provocar risas que habían sido inexistentes en el debut de esta versión, con un guión basado en situaciones caseras, familiares y cierto resentimiento profundamente chileno.
En el día después de la desopilante actuación de George Harris, con ese fuego cruzado que tenía como protagonistas a los organizadores alegando pequeñas dosis de xenofobia, a los venezolanos que se fueron indignados y a los chilenos que no soportaron el show más anti humorístico de la historia del Festival de Viña, el segundo comediante en subir a la Quinta Vergara tenía menos responsabilidades.
Evidentemente, hubo beneficios colaterales para Chiqui Aguayo. Era imposible que brindara un espectáculo más miserable que el del venezolano. La comediante, también, conocía el escenario. Se había presentado con cierto éxito en 2017 y podía manejarse con mayor soltura ante cualquier imprevisto. Y el público, eminentemente femenino -la mayoría eran seguidoras de Myriam Hernández- y chileno enterraba cualquier disputa entre ciudadanos de países a los que, por momentos, les cuesta convivir en el mismo suelo.
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Con esos antecedentes en su radar personal, la mujer entró rápido en sintonía. Apenas ingresó, expuso un guión que se sustentaba en chistes de clases sociales. Asoció la práctica del paddle y las catas de vino a las élites locales y, por supuesto, se puso del lado del pueblo definiéndose como “súper cuma”, por su gusto por tomarse hasta los conchos en las vendimias. Aunque, en ocasiones, la rapidez con que iba enlazando sus historias la hizo trastabillar mentalmente, atropellando palabras que corregía casi en forma imperceptible, Aguayo entró concentrada, veloz y segura que lo que estaba presentando era tan ágil como gracioso.
Ese coqueteo con el público tuvo correspondencia inmediata. Criticada en su primera visita a la Quinta Vergara por su alta cantidad de chuchadas, buscó complicidad con su género diciendo que a las mujeres les exigen hacer reír sin garabatos. El auditorio, muy participativo, respondió de inmediato con el grito “sin censura, sin censura”.
Sarcástica, sacó a la pizarra al cantante Alberto Plaza -uno de sus grandes detractores por su vocabulario “anti familiar”- en dos ocasiones. Luego, presentó situaciones caseras representando escenas de la vida en pareja, la maternidad tardía -quedó embarazada a los 39 años- y lanzó dardos nuevamente a la estupidez de los cuicos, diciendo que están convencidos que “el clítoris es un pájaro que vive en el sur”. Ese humor resentido, una característica profundamente chilena, linkeó en forma armónica con su experiencia como madre y, también, como hija.
Lo mejor de Chiqui Aguayo fue que en ningún instante se vio sobrepasada por la responsabilidad. Los ocho años que separan su debut en Viña del Mar a su actuación de esta versión plasman una evolución positiva. Su sentido cómico se ha agudizado y maneja los códigos del stand up con propiedad. Sabe conducir los tiempos: se queda en silencio esperando las risas del auditorio y acelera, aunque a veces en forma indiscriminada, cuando está en plena confianza. Los premios fueron merecidos y cerró una noche de reivindicación humorística. Tras el desastre del día anterior, hizo lo que todos esperaban de una noche de comedia: volver a hacer reír a la Quinta.
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