Columna de Héctor Soto: La vigencia y el olvido

Más que antes. La reedición de Morir en Berlín, gran novela del exilio chileno, ocurre 32 años después desde que el libro apareciera y tiene el sello de Ediciones UC. El libro no solo se defiende bien sino que es muy probable que haya crecido. Sí, porque nada demasiado trascendente ha ocurrido en nuestras letras entre tanto. También porque fue la ficción que mejor captó la condena del destierro y, no es último lugar, porque, ambientada en ese país de mentira que fue la RDA, el contexto le otorga una carga muy amarga y trágica, que difícilmente hubiera alcanzado de ambientarse en otro lugar. Morir en Berlín tiene algo, guardando las proporciones, a su modo y en pequeña escala -porque aquí todo son pequeñeces- algo del clima enrarecido de El desierto de los tártaros de Dino Buzzati. Tal como en esta obra, también los personajes de la novela de Carlos Cerda, un melancólico grupo de chilenos exiliados en Berlín, flotan en un microclima artificial de esperas y expectativas frustradas. Son novelas sitiadas, literalmente. En el libro de Buzzati los personajes se preparan por años para un ataque de los bárbaros que nunca llega. Acá están aguardando una autorización, una visa de entrada o de salida, la noticia de la caída de Pinochet, cuya dictadura se prolonga y prolonga, mientras el tiempo y la desilusión hacen lo suyo. La pérdida de las ilusiones se vuelve inevitable tras el choque de las quimeras contra la pequeñez y opacidad del Berlín totalitario y asfixiante de entonces. Buena novela. Qué duda cabe que seguramente varios de sus personajes existieron, aunque su autor nunca los desclasificó.
¿Racismo? Pocas veces una película tan pomposamente anunciada, también tan sobreestimada de antemano, me ha parecido tan poca cosa, al margen de sus prodigios fotográficos, que sin duda los tiene. Sin embargo, como el cine también es relato, emoción, empatía y no pura reiteración, es difícil no encontrar en El brutalista una decepción tras otra. Personajes de una sola pieza. El protagonista es Mr. Sufrimiento, un arquitecto húngaro empeñado en desplegar la majestad del hormigón en las praderas salvajes de EE.UU.. Su mujer, Madame Abnegación. El millonario Mr. Insensibilidad y su hijo una mezcla de fresco y tonto. Es más: estas imágenes trasuntan un apestoso olor a racismo. Los protestantes tienen energía y poder pero no comprenden a los artistas y violan a los amigos cuando se embriagan. Los católicos son torvos, retorcidos y traicionan. Solo los judíos sacan la cara por la humanidad. Ah, y también los negros, para cumplir con los estándares de la corrección política. ¡Váyanse al diablo! No tengo sesgo alguno antisemita o antisionista, de hecho me pareció que la única película que valía la pena en los últimos premios de la Academia era Un dolor real, la sensible realización de Jesse Eisenberg, pero esto de ver a Adrien Brody gimoteando durante tres horas y media me pareció que excedía los límites de la contención y el decoro. Límites dramáticos y límites éticos. Entre otras cosas, porque la cinta rompe las reglas de la buena fe al atribuirle a los personajes conductas y comportamientos que no han sido planteados ni como posibilidad y tampoco fundamentados en la historia. Tal como aquí el personaje del magnate es inculpado de violación, también pudo serlo de algún asesinato del pasado. Hay que tener una muy pobre idea del cine para creer que en la pantalla todo vale. Pero eso precisamente es lo que ahora está en boga. Por eso triunfa una cinta necia y de pacotilla como Anora. Por eso se lleva el premio a la mejor actriz una intérprete intercambiable. Por eso hace dos años los laureles fueron a parar a una basura (Everything Everywhere All at Once) de la cual -menos mal- nadie se acuerda, dado que pasó directamente de las salas de estreno a los anaqueles de la vergüenza. Suma y sigue. En concreto, seguimos extraviados.
Videogenia. Leo en alguna parte: hoy la política es impensable sin una mínima empatía entre el candidato y las cámaras de video. Hay que tenerlo presente en los meses que vienen. Primero se habló de fotogenia, después de telegenia y ahora probablemente de videogenia. Es un tema relevante desde que en 1960, en el cuarto y célebre debate presidencial con Kennedy, a Nixon se le ocurrió llegar mal afeitado y, mucho peor, rechazar el maquillaje que le ofrecieron. Fue eso lo que lo habría sellado su derrota. Diez años después la tele también le pasó la cuenta a Jorge Alessandri y entre medio a Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador del Apra en Perú, le ocurrió otro tanto. A ambos los hizo añicos. En cambio, un Reagan jamás habría llegado a la Casa Blanca sin ella. La imagen, dicen, lo es todo. En serio, ¿todo?
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