Culto

Columna de Marisol García: El valsecito de Vargas Llosa

El recién fallecido escritor e intelectual público fue hombre atento a los sonidos de su tiempo como pistas certeras de cultura y convivencia.

“El paso de Lucho Gatica por Lima fue adjetivado por Pascual en nuestros boletines como ’soberbio acontecimiento artístico y gran hit de la radiotelefonía nacional‘. A mí la broma me costó un cuento, una corbata y una camisa casi nuevas, y dejar plantada a la tía Julia por segunda vez”.

Es la descripción semificcionada de un doloso fenómeno de popularidad la que Mario Vargas Llosa instala al inicio del segundo cuarto de La tía Julia y el escribidor (1977), una experiencia real que el joven aspirante a escritor experimentó como libretista de radio Panamericana. En la novela, la visita del más famoso cantante de boleros de su tiempo interrumpe la rutina del protagonista, Marito, con un inicio de “colas de mujeres, en la calle Belén, esperando pases para la audición”, y un final caótico, no sólo por “el muro de mujeres apiñadas en la escalera […], no se apartaban y había que empujarlas”, sino porque hasta el propio Lucho Gatica se exaspera y advierte: “Yo las conozco a ésas. Comienzan pidiendo un autógrafo y acaban arañando, mordiendo”.

No es el único pasaje en la obra del Premio Nobel peruano en que la música provee de las referencias justas para avivar lugares, encuentros o costumbres por escrito. “Durante las comidas, los amplificadores derraman por el enorme recinto marchas militares o música peruana, valses y marineras de la costa y huaynos serranos. En el desayuno sólo resuena la voz de los cadetes, un interminable caos”, apoya la idea de severidad sudaca de La ciudad y los perros (1963), por ejemplo. Y es la reconversión en arpista lo que consuela a Don Anselmo, de La casa verde (1966), cuando enfrenta la miseria de perderlo todo en el fuego. Ni hablar del himno que en Pantaleón y las visitadoras (1973) entonan orgullosas las prostitutas al servicio del Ejército del Perú destinado al Amazonas: “En la tierra, en la hamaca, en la hierba / del cuartel, campamento o solar / damos besos, abrazos y afines / cuando lo ordena el superior”.

Admirador de Gustav Mahler, Vargas Llosa comentó en una entrevista que veía en las grandes sinfonías del compositor austríaco una construcción similar a la de los mejores novelistas. “Sus motivos, por ejemplo, aparecen, desaparecen, reaparecen, como construyendo poco a poco una trayectoria”. Del mismo modo, describió su última novela (Le dedico mi silencio, 2023) como un tributo a su eterno y “secreto amor” por la música criolla, particularmente el vals peruano, y a la fuerza revolucionaria del canto colectivo capaz de cincelar identidades.

El recién fallecido escritor e intelectual público fue hombre atento a los sonidos de su tiempo como pistas certeras de cultura y convivencia. Cuando el director chileno Reinaldo Sepúlveda le ofreció conducir el documental televisivo que preparaba sobre Los Jaivas en Machu Picchu, el peruano solo pidió escuchar el cassette en cuestión y volver a hablar esa noche. “Sabíamos que era rayado con Neruda”, cuenta Sepúlveda en el libro Mucha tele. Una historia coral de la TV en dictadura, de Marcelo Contreras y Rafael Valle. “Lo llamo, y el hueón estaba en llamas: ‘¡Me encanta! ¿Cuándo lo hacemos?‘“. De Lucho Gatica a Los Jaivas, el atento oído del hombre de letras tuvo a Chile en su radar con el desprejuicio de los avezados.

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