
El asesinato de Emiliano Zapata, el líder traicionado, emboscado y acribillado
El caudillo del sur de México y una de las figuras claves de la Revolución Mexicana, fue abatido el 10 de abril de 1919, tras caer en una trampa tendida por las altas autoridades del estado de Morelos y la presidencia de Venustiano Carranza. Acá la historia.

La noticia lo sorprendió. En 1919, el caudillo de Morelos, Emiliano Zapata, tomó conocimiento de que el coronel Jesús M. Guajardo, estaba molesto con el gobierno del presidente Venustiano Carranza. Es más, se le habría sorprendido vagando ebrio por las calles, profiriendo duros improperios contra el mandatario.
Un prisionero zapatista escuchó a Guajardo y se las arregló para informar a Zapata. Por entonces, el movimiento de los campesinos del sur, bajo la consigna “Tierra y libertad”, atravesaba un momento complejo. Los años de guerra en el país, sumado al esfuerzo del gobierno de Carranza por acabar con los grupos armados, los habían diezmado.

Un panorama que se extendía por la región del sur profundo mexicano. “Morelos, mientras tanto, había quedado convertido en un páramo, víctima de la política de tierra quemada de las tropas gubernamentales y de la epidemia de gripe. La miseria fue un obstáculo insuperable para el zapatismo, al impedir que la guerrilla contara con recursos suficientes para la resistencia”, detalla Francisco Martínez Hoyos, en su libro Breve Historia de la Revolución Mexicana.
Peor aún, el programa de Carranza no lograba convencer a parte de la población en el sur, donde Zapata era todavía un hombre fuerte. “Pese a las dificultades, los carrancistas desarrollaron una labor reformista muy intensa -sigue el mismo libro-. Ellos eran los portadores del progreso e iban a iluminar con él al sur oscurantista. Impulsaron, con este fin, las obras públicas y la educación, al tiempo que legislaban para evitar que los peones quedaran sometidos a sus patronos por deudas. Sin embargo, pese a estos cambios, en muchos territorios se les miraba con aprensión. Se les acusaba de introducir el desorden en estados que hasta ese momento habían permanecido al margen de las turbulencias revolucionarias”.
El México de entonces estaba sometido a una enorme tensión. “Aparte de los que luchaban por una causa, con más o menos sinceridad, se hallaban las múltiples bandas de salteadores, ajenos a motivaciones políticas, que se dedicaban a toda clase de tropelías, como el incendio o el descarrilamiento de trenes para robarlos. Las víctimas eran civiles indefensos”, agrega el texto.
Por eso es que la perspectiva de sumar a sus filas a un desafectado de Carranza, sonaba interesante para Zapata. El mismo que solo años antes había entrado junto a Pancho Villa al palacio presidencial, en la Ciudad de México, ahora trataba de mantenerse como podía.

Pero el caudillo era también desconfiado. Temió que la sorpresiva desafección de Guajardo fuera un ardid. Así, tras un intercambio de cartas, le pidió una prueba de su lealtad. Sin demora, este hizo fusilar a cincuenta soldados federales, aunque con el consentimiento de Carranza. Además, le ofreció a Zapata armamento y municiones para continuar la lucha. Incluso, se cuenta que le habría regalado un caballo.
Lo cierto, es que las sospechas de Zapata eran fundadas. El gobierno de Carranza deseaba deshacerse de los caudillos y pacificar de una vez el país, tras años de conflicto. Por ello, el general Pablo González, junto al gobernador José G. Aguilar, urdió un plan para acabar con el líder de los zapatistas. Ahí entró Guajardo en el juego.
Para entonces, el “Atila del sur” se había convencido de que algo de sustancia flotaba en las intenciones de Guajardo. Así aceptó reunirse con él, y concretar una alianza en la hacienda de San Juan Chinameca el 10 de abril de 1919.
Zapata, acompañado por una escolta de 10 hombres, se acercó a la hacienda. Luego, montado, se adentró. Cuando cruzó el dintel de la puerta del lugar, pasadas las 2 de la tarde, se escuchó sonar tres veces el toque de clarín de un ordenanza que se había apostado ahí. Era la señal convenida.
Apenas sonó el clarín, emergieron los tiradores. Apuntaron e hicieron fuego contra el caudillo. Tan pronto como recibió los primeros impactos en el pecho, Zapata intentó desenfundar su pistola para responder los tiros, pero la descarga fue tan intensa que no le dio tiempo a nada. Malherido, cayó del caballo y expiró. El líder había muerto. Tenía 39 años.
Poco después, a las cuatro de la tarde, el coronel Guajardo, el mismo que se había ganado la confianza de Zapata, trasladó a lomo de mula el cadáver a la ciudad de Cuautla. Allí, a eso de las nueve de la noche, lo entregó al general Pablo González.

La noticia de la muerte de Zapata incluso fue consignada en las páginas del New York Times. “El general Emiliano Zapata, líder rebelde del sur de México, fue asesinado por tropas gubernamentales, según un anuncio hecho esta noche por la Secretaría de Guerra de México. El anuncio confirmó un informe anterior de un periódico sobre la muerte de Zapata en Cuautla, en el estado de Morelos”.
Para el campesinado del sur, y sus partidarios, la muerte del líder supuso un golpe formidable. “Hubo rumores de que no había muerto, se supuso que el difunto era un subordinado y que el caudillo había escapado al exilio. Algunos lo hacían viviendo entre los árabes, que lo trataban como si fuera un dios. Se abrió paso la idea milenarista de que el líder campesino acabaría por regresar, tal como rezaba un célebre corrido: «Arroyito revoltoso, ¿qué te dijo aquel clavel? Dice que no ha muerto el jefe, que Zapata ha de volver»“.
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