
La tragedia naval chilena que cambió el curso de la historia
El hundimiento del Blanco Encalada el 23 de abril de 1891, no solo fue la primera acción de envergadura con gran número de muertos en la guerra civil que enfrentó al congreso nacional con el gobierno de José Manuel Balmaceda, sino un punto aparte en la guerra marítima a escala global. La efectividad letal de los torpedos fue comprobada en las tranquilas aguas de Caldera.

“He oído decir una y otra vez que el hundimiento del Blanco Encalada no enseña nada, y con la misma frecuencia he discrepado”, escribió el periodista e historiador británico William Laird Clowesel, especialista en la Royal Navy, a un año de la espectacular pérdida de una de las naves capitales de Chile en el siglo XIX. Publicado en abril de 1892 en el ensayo Torpederos: su organización y funcionamiento, Laird Clowesel describió detalladamente con información de primera fuente, cómo por primera vez en la historia, un torpedo autopropulsado era capaz de hundir a una nave acorazada en un lejano país de América del sur.
El hecho consideraba además un condimento trágico. Los buques involucrados eran todos chilenos, el reflejo de una guerra fratricida.
La acción, ocurrida el 23 de abril de 1891 en la bahía de Caldera, no fue un pie de página en la prensa ni se circunscribió solamente al ámbito de la defensa, sino que ocupó titulares internacionales y detallados artículos posteriores en diarios como The New York Times.
El hundimiento del Blanco Encalada, una de las principales acciones bélicas de la guerra civil que enfrentó al congreso nacional con el gobierno de José Manuel Balmaceda entre enero y agosto de aquel año, con un brutal saldo entre 5 y 10 mil muertos en una población de 2.5 millones, cambió planetariamente las reglas de la confrontación marítima, en una era de febril carrera armamentista con énfasis en las armadas.

Medio siglo más tarde, en la Segunda Guerra Mundial, los torpedos de los temibles U-boat de la Alemania nazi, fueron responsables del hundimiento del 92% de la naves mercantes aliadas. Durante el conflicto, casi 50 millones de toneladas fueron a dar al fondo de mares y océanos.Las potencias de aquel entonces investigaron cómo había sido posible que un par de frágiles naves de 750 toneladas, hubieran mandado a pique en apenas dos minutos con un saldo de 182 muertos a una de la glorias de la marina chilena, el blindado Blanco Encalada, buque insignia de la escuadra durante gran parte de los 16 años que estuvo en servicio.
A dos días del hundimiento, buzos ingleses husmeaban sus restos, interesados particularmente en el forado cerca de la popa que había provocado el rápido escoramiento de la nave, arrastrando al fondo de la bahía a gran parte de la tripulación y unos cuantos civiles, que integraban el alzamiento en contra del gobierno. Entre ellos, Enrique Valdés Vergara, furibundo opositor que había planificado un asalto a La Moneda para derrocar a Balmaceda en 1890.
El futuro presidente de la república Ramón Barros Luco, que también estaba a bordo y no sabía nadar, se salvó cogido de la cola de una vaca. La mención del incidente lo enfurecía. Peor aún cuando la picardía popular condimentó la historia agregando que para evitar que el animal se ahogara, había bloqueado el ano de la res con el puño.
Latorre versus Montt
El Blanco lideraba la escuadra congresista, pero no toda la Armada se había plegado al bando parlamentario que había conquistado a la oficialidad más joven, no así a los almirantes que se mantuvieron leales al gobierno o en condición neutral, como lo hizo Luis Uribe, sobreviviente de la Esmeralda hundida en Iquique.
Balmaceda había logrado retener los flamantes cazatorpederos Almirante Condell y Almirante Lynch, y apostaba por la pronta llegada de los cruceros Pinto y Errázuriz en etapas finales de su alistamiento y, eventualmente, el acorazado Prat, todos en construcción en Francia. Si llegaban a tiempo, podría dominar fácilmente el mar y aplastar la rebelión.

Los trabajos eran supervisados por el contraalmirante Juan José Latorre, uno de los cracks de la Guerra del Pacífico, el marino que había logrado capturar al Huáscar en el combate de Angamos el 8 de octubre de 1879 al mando del Cochrane, gemelo del Blanco. En aquel encuentro decisivo, ambos buques corrieron riesgo de colisionar por el atolondramiento de este último, que irrumpió cuando la legendaria nave peruana estaba prácticamente rendida.
Entre los miembros de la misión naval a cargo de Latorre en Europa figuraba el capitán de navío Jorge Montt. Ambos eran miembros de la promoción egresada en 1861 -el célebre “curso de los héroes”-, la generación dorada de la Escuela Naval a la que pertenecían Arturo Prat y Carlos Condell, entre otros próceres del enfrentamiento con Perú y Bolivia.

Los criterios de Latorre y Montt diferían. Mientras el primero se inclinaba por contratar astilleros franceses, imbuido de la política balmacedista proclive al comercio con Alemania y Francia en detrimento de Inglaterra, nación de la cual recelaba el gobierno por sus intereses en la industria salitrera chilena, el capital Montt prefería continuar la estrecha relación de la Armada nacional con los constructores navales británicos y, por ende, la influencia de la Royal Navy en Chile, arraigada desde los días de la independencia.
Las discrepancias entre ambos se cortaron por lo más delgado. Jorge Montt regresó anticipadamente al país.
Una vez que los contactos del congreso no prosperaron en el almirantazgo, el ángel caído del “curso de los héroes” se convirtió en carta para la sublevación no solo por las diferencias con Latorre, sino porque su situación al interior de la marina era precaria. Estaba bajo la condición de “disponibilidad” sin ejercer mando alguno, a pesar de ser considerado como uno de los oficiales más capacitados de la institución.
La medida provenía del almirante Juan Williams Rebolledo, el máximo jefe naval en los primeros meses de la Guerra del Pacífico, relevado por su ineptitud para capturar al Huáscar. A Montt se le enrostró no haber aplicado mano dura como gobernador marítimo en una huelga de lancheros y jornaleros en Valparaíso, ocurrida el 21 de julio de 1890. Los descargos del capitán apuntaban a que el propio gobierno había alentado el movimiento.

Por otra parte, Jorge Montt y otros oficiales mantenían una estrecha relación con la élite de Valparaíso, mayoritariamente opositora a Balmaceda. La oferta de Enrique Valdés Vergara de liderar la rebelión contra el gobierno era una manera de ajustar cuentas.
Paradojalmente el gobierno de José Manuel Balmaceda había impulsado el plan naval más ambicioso en la historia de la república con modernas unidades, bajo la premisa de que las ganancias del salitre serían pasajeras y que el país debía invertir en obras públicas, industria y armas. La rama de la defensa más beneficiada por esta visión era la marina.
La desidia
El verano se dejaba sentir en Valparaíso cuando la tarde del 7 de enero de 1891, el Cochrane sacó a remolque a su viejo archienemigo, el Huáscar, y lo condujo hasta la altura de Las Salinas en Viña del Mar. Las máquinas del monitor fueron montadas y el día 10 se unió a la escuadra subversiva liderada por el Blanco Encalada. La flota tomó el vapor Aconcagua y a la par se apoderó de 4500 fusiles destinados al Ejército, que venían en un barco alemán.
El veloz crucero Esmeralda fue enviado a Talcahuano a buscar armas y dinero, embarcando en la isla Quiriquina al general Gregorio Urrutia. A su vez, el Blanco capturó el día 11 al vapor Amazonas, que se había fugado de la vigilancia del Cochrane el día anterior.
La acción de los primeros días dio paso a una relativa calma, bordeando la desidia. El Blanco Encalada fondeó tranquilamente en las cercanías del cerro Artillería en Valparaíso, hasta que el 16 de enero fue cañoneado desde el fuerte homónimo.
La escuadra enfiló rumbo al norte para instalar a la junta de gobierno revolucionaria en Iquique. Sus protagonistas eran el vicepresidente del senado Waldo Silva cuyos hijos eran oficiales de la Armada, el presidente de la cámara de diputados Ramón Barros Luco, y el capitán Jorge Montt como líder del movimiento.
La flotilla de Balmaceda necesitaba entrenarse en el manejo de esta arma diseñada en 1866 por el ingeniero inglés Robert Whitehead. Los torpedos ya tenían un antecedente pionero en Sudamérica. Bajo bandera peruana, el Huáscar se había enfrentado a buques de guerra británicos en 1877. Cuando el monitor se preparaba para espolonear, el HMS Shah le lanzó un torpedo que lo ahuyentó.
El Condell y el Lynch se internaron en la bahía de Quintero entre el 18 y el 20 de abril para practicar el uso de los torpedos. El 21 enfilaron hacia el norte.
Dos minutos
El 22 de abril el Blanco Encalada arribó a Caldera al mando del capitán Luis A. Goñi. Parte de su dotación partió rumbo a Copiapó para tomar la ciudad. Goñi, al mando del operativo, regresó al blindado a las 01:30 horas en medio de “una madrugada gris y nublada”, según apuntaron en la corbeta británica HMS Champion, por los relatos de los sobrevivientes, incluyendo el comandante.
A las 4 de la mañana los vigías avistaron a los cazatorpederos pero el corneta equivocó el llamado a combate por una diana habitual, retrasando la respuesta de la tripulación compuesta por reemplazantes inexpertos, el relevo del personal naval que ocupó Copiapó.
Las naves balmacedistas se acercaron por estribor mientras el Blanco abría fuego. A bordo, las órdenes eran confusas para soltar amarras, en tanto el Condell disparó un torpedo que pasó por la proa del buque insignia, estallando en la playa. El Lynch persistió en el ataque, lanzando un torpedo que se hundió de inmediato. Pero el segundo, disparado a 50 metros, impactó por debajo del blindaje entre el primer y segundo cañón de estribor del Blanco, hundiendo al veterano acorazado chileno de 3560 toneladas en apenas 120 segundos. El ataque completo demoró apenas siete minutos.
La pérdida del Blanco Encalada mediante un torpedo remeció a las principales armadas del planeta. La marina estadounidense hizo referencias en sus principales informes anuales. Publicaciones navales alemanas hicieron lo propio en junio. Los ingleses, siempre presentes en aquel entonces con escuadras repartidas en el orbe, enviaron buzos inmediatamente. Esos misiles bajo el agua, como eran descritos en aquel entonces, se convertían en una formidable opción de combate y una seria amenaza para cualquier tipo de embarcación.
“La historia del hundimiento del Blanco Encalada se cuenta hoy en Valparaíso como si el suceso hubiera ocurrido ayer”, publicó el New York Times en 1894, en un extenso artículo titulado La Gran Batalla Naval de Chile. “Nunca envejecerá, al menos no mientras exista el orgullo chileno por su Armada”.
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