Los piratas del Caribe: un relato de Jaime Bayly

Cinco noches con sus días perezosos hemos pasado en la parte francesa de la isla de San Martín, celebrando el cumpleaños de nuestra hija, quien, aconsejada por sus amigas, eligió juiciosamente ese destino turístico.Llegué tan cansado a esa isla que la primera noche olvidé colgar el pequeño cartel avisando a las mucamas del hotel de que no deseaba que entrasen a limpiar la suite.
Cinco noches con sus días perezosos hemos pasado en la parte francesa de la isla de San Martín, celebrando el cumpleaños de nuestra hija, quien, aconsejada por sus amigas, eligió juiciosamente ese destino turístico.
Llegué tan cansado a esa isla que la primera noche olvidé colgar el pequeño cartel avisando a las mucamas del hotel de que no deseaba que entrasen a limpiar la suite. Temprano por la mañana, ellas entraron, no se amilanaron al verme dormido, roncando como un oso, y limpiaron la habitación y el baño, sin que yo despertase. Nunca me había ocurrido algo tan curioso. Al despertar pasado el mediodía, noté que la habitación lucía ordenada y el baño impecable, y por un momento pensé que mi esposa había aseado y adecentado todo, mientras yo reposaba, pero habían sido las empleadas quienes limpiaron mi cuarto mientras yo roncaba como un pirata ventrudo, jubilado. Poco les faltó para cambiar las sábanas y las almohadas de mi cama, estando yo dormido. Riéndome de lo ridícula que era mi vida, llamé a la recepción y pedí que no entrasen a limpiar durante nuestra visita.
La playa casi desierta nos esperaba como una promesa de ocio y libertad, a unos pasos de la suite. Era un territorio de ensueño, diseñado por unos dioses benévolos que duermen la siesta. A diferencia de otros mares caribeños, que suelen ser mansos y transparentes, y se distinguen por la calidez de sus aguas, la playa en San Martín, de arenas gruesas, rosadas, nos sorprendió por su mar frío y hondo, en el que perdías piso nada más entrar y te mecías con su oleaje suave, persistente. He conocido no pocas playas en el Caribe y a menudo me ha parecido que eran mares cansados, mares rendidos, mares fatigados de producir millones de olas, mares convertidos en piscinas de poca hondura, mares transparentes y por eso mismo previsibles y acaso aburridos. Pienso en las aguas del archipiélago de las Bahamas, en las de las islas Turcas y Caicos, en las de Punta Cana y Puerto Plata, en las de Isla Verde y El Condado, en las de Boca Chica, en las de Anguila y Santa Lucía, y me digo que en ninguna de esas playas encontré un mar tan espléndido como el que nos deslumbró en San Martín, un mar que, por su temperatura fresca y su colorido turquesa, parecía el Mediterráneo.
Precisamente porque, apenas superada la rompiente de olas pequeñas a pocos pasos de la orilla, perdíamos piso de inmediato, mi esposa tuvo la buena idea de conseguir unos flotadores alargados, de colores chillones, que los camareros franceses, quienes atendían en la playa, llamaban fideos o tallarines, y que nos permitían flotar sin esfuerzo, conversando y riéndonos. Sin embargo, como los vientos eran poderosos, la corriente nos arrastraba mar adentro, y entonces, echados sobre esos flotadores tan convenientes, nadábamos hacia la orilla para no acabar varados en la isla de San Bartolomé, a la que se dirigían unos yates inmensos que surcaban las aguas con señorío y parecían majestuosos edificios de cuatro o cinco pisos que nunca se hundían.
No es fácil llegar a la isla de San Bartolomé, a menos que poseas uno de esos yates. No hemos llegado todavía, aunque nos hemos prometido que iremos el próximo año, cuando nuestra hija cumpla quince. El aeropuerto de esa isla es pequeño y tiene fama de ser peligroso, porque su pista es corta, descendiente al mar y vulnerable a los vientos, y por eso no aterrizan allí grandes aviones. No hay vuelos directos desde Miami, donde vivimos. Es preciso cambiar de avión en San Juan o San Martín y abordar una avioneta ligera para contados pasajeros y con asientos diminutos que castigan a las personas de elevada estatura. No importa. Sufriremos un poco, pero llegaremos a San Bartolomé con el espíritu curioso de los conquistadores, así como, si la suerte nos acompaña, arribaremos algún día, piratas de paso, a las Islas Vírgenes Británicas. En Tórtola quiero entrar a los bancos y recordar a ciertos hombres de mi familia que escondían allí sus fortunas y abrir una cuenta con poco dinero, vestido de blanco y con sombrero, para darme aires de ricachón, como si estuviera a la altura de aquellos parientes legendarios que me enseñaron a amar al Caribe y a sus riesgos consiguientes.
El hotel en San Martín ofrecía dos restaurantes, uno italiano y el otro francés, muy buenos ambos. Los camareros del restaurante italiano eran todos italianos y, por supuesto, no se inhibían en coquetear con mi esposa y echarle piropos. Los meseros del francés eran todos franceses y tanto mi esposa como nuestra hija se entendían con ellos hablando en francés, puesto que están aprendiendo ese idioma, y el italiano, en una aplicación digital, en el celular. Yo no soy un hombre refinado. Pido de entrada, antes de sentarme a la mesa, pan con mantequilla. Para beber, pido coca colas con hielo y sé que los camareros, al servirlas, piensan con razón estás gordo, tío. Para comer, pido carne con arroz, o pollo con arroz, o pescado con arroz. Desde niño me acostumbré a comer todo con arroz, papas y un huevo frito. Sé que la gastronomía de alto vuelo ofrece ahora unas porciones minúsculas con un entrevero de sabores impredecibles, pero yo soy un mamut de otros tiempos y no me siento cómodo en los restaurantes que ofrecen menú de degustación de trece pasos. Yo quiero un lomo con arroz y papas y un huevo montado. Y de postre helados de chocolate, tres bolas, muchas gracias, aunque extraño el helado de lúcuma que solo encuentro en la ciudad del polvo y la niebla, donde nací hace sesenta años.
También en el paraíso hay peleas y discusiones. Mi esposa y nuestra hija discutían porque a esta no le gustaban las fotos que aquella le tomaba. Mi esposa me reñía porque yo pedía alitas de pollo para un perro sin dueño que se paseaba por la playa y venía a verme. También me reprendió severamente porque entré al mar con mi flotador de tallarín y la corriente me arrastró mar adentro y un salvavidas francés entró al agua a toda prisa, rescatándome de forma heroica, salvándome de morir ahogado, aunque casi perdí la vida asfixiado porque el aliento y los sobacos del barbudo socorrista marino despedían unos olores rancios, encebollados, que me dejaron aturdido. Todos los camareros franceses que atendían en la playa llevaban barba y anunciaban su llegada por el hedor severo, antiguo, y al parecer intratable, que expulsaban sus velludos sobacos, reacios a la represión del desodorante.
Como hay vuelos diarios desde París hasta la isla de San Martín, casi todos los huéspedes del hotel eran franceses, sin hijos, de mi edad, o sea de edad otoñal. Lo bueno es que no eran bulliciosos. Lo malo es que fumaban en la playa, en los restaurantes y en todas partes. Estoy seguro de que vi a un francés, metido en el mar, echado en un flotador, fumando. Pensé: seguramente fuma cuando hace el amor, y quizás incluso cuando se ducha.
De noche, mi esposa y nuestra hija se dormían temprano, hacia las once. Yo me sentaba a escribir. Batallaba como un mosquetero sin armas de fuego, un navegante sin brújula, un boxeador sin protectores. Me ardían las piernas y los pies, pues, tonto yo, no había esparcido en ellas bloqueador de sol. Me picaban los brazos, las manos y la espalda, porque los mosquitos se habían ensañado conmigo, mientras mirábamos el mar, tumbados en la sombra. Dicho escozor me volvía loco y me impedía dormir. Rezaba para que los dioses se apiadasen de mí y me concedieran un descanso bienhechor. No servía de nada. Pasaba horas, desvelado, leyendo los insultos, las diatribas, los vituperios y las amenazas que mis enemigos de todas partes escriben en las redes sociales. No contestaba a nadie. Me hacía gracia que no pocos pidiesen que yo fuese deportado por criticar los abusos del presidente de turno. Rascándome las picaduras, me decía a mi mismo: la especie humana no tiene remedio ni salvación, el mundo está jodido, la gente es tonta y mala a partes iguales, es mejor mirar al mar, entrar al mar y dejar que el mar, que es eterno, que está allí hace millones de años, que seguirá allí cuando ya no estemos, se ocupe de sanar nuestras heridas y recordarnos que somos tan poca cosa, unos bríos, unos afanes, unas palabras, unos sueños esquivos, que, en el contexto de la larga y acaso infinita historia del tiempo, equivalen a una tos o un estornudo. Eso somos apenas: una tos o un estornudo. Y luego los mares del Caribe seguirán vivos, agitándose, ya sin nosotros, los piratas de paso.
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