Iba a contar una historia que podía meterlo en serios problemas. Lo sabía bien, pero Arthur Miller necesitaba sacudirse el estrepitoso fracaso de Un hombre de suerte (1940), su pieza anterior, y probar que era capaz de escribir otra obra que lo pusiera de una buena vez al frente de O'Neill, de Williams y, en realidad, de cualquiera que se hiciera llamar dramaturgo en los Estados Unidos de la posguerra. Hacía poco, y por sugerencia de su suegra, el autor de entonces 32 años había leído la noticia en un periódico de Nueva York: una chica estadounidense acababa de denunciar a su padre por la venta de armas defectuosas durante la Segunda Guerra Mundial. La misma crónica, aunque sacudida por sus propios tormentos, gatillaría lo que años más tarde él llamaría la "tragedia del hombre común", según anotó en sus memorias. Miller supo, entonces, que se encontraba al fin en el momento y lugar indicados.
En enero de 1947, a dos años del fin de la guerra, debutó en Broadway, en el Coronet Theatre de Nueva York, su obra Todos eran mis hijos, a cargo de su entonces amigo, el cineasta y director Elia Kazan (ver recuadro). El inmediato éxito de público, sin embargo, no pudo contra los dardos de la crítica: a pesar de concederle el primer Tony de su carrera ese año, según informes posteriores del FBI se habló de "propaganda marxista" por parte de su autor y del carácter "ofensivo" del texto, estrenado en el momento de mayor euforia tras el conflicto. Otros más lúcidos, en cambio, previeron que Miller (1915 - 2005) acababa de inaugurar y con inusual arrojo, el más trascendental de sus periodos como dramaturgo.
La historia se centra en Joe Keller, un hábil e inescrupuloso empresario que se hizo rico al ingresar al negocio de la guerra. Sin embargo, y tras vender a la fuerza aérea de su país una serie de piezas defectuosas que provocaron la caída de 21 aviones, queda impune. No así su socio, Steve Deever, quien está preso. Sin remordimiento alguno, Keller se la pasa dando vueltas en el patio de su casa, donde su esposa Kate y Chris, su hijo, lamentan aún la pérdida de Larry, el otro hijo, piloto y quien nunca retornó desde el frente.
Montada cada tanto en escenarios de todo el mundo, incluidas sus adaptaciones al cine y la televisión (en 1948, 1987 y 1958, respectivamente), Todos eran mis hijos llegará por primera vez a tablas locales el próximo miércoles 30 de mayo, dirigida por Alvaro Viguera (Sunset Limited). La obra trae a Miller de regreso a nuestros escenarios a seis años de Las brujas de Salem (2012).
Coproducida por La Santa, cerrará la trilogía de clásicos que el actor de 38 años y formado en la UC abrió en 2015 con Happy End, de Bertolt Brecht y Kurt Weill, seguida del Tío Vania de Chéjov, en 2017.
"Me parecía que el cierre más lógico de esta serie era poner en escena una obra de Arthur Miller, cuyo imaginario y reflexión, por ser americano, se acercan más a nuestro país", dice Viguera en un café de Providencia al que llama su oficina. "Con este texto, además, él adhirió a esa tradición de la dramaturgia norteamericana más social. Quizás lo mismo habían hecho ya O'Neill y Williams, pero Miller lo hace de una manera muy concreta, y ese es el gran acierto de la obra: que la respuesta a su visión de la guerra y cómo la misma terminó por corromper las fibras más íntimas de la sociedad, como lo es la familia, fue inmediata. Por eso fue tan polémica, y de alguna forma terminó siendo el preludio de La muerte de un vendedor (1949) e incluso de Las brujas de Salem (1953), las tres obras por las que fue perseguido políticamente", agrega.
Con Cristián Campos y Coca Guazzini en los roles principales (el matrimonio Keller), además de Jorge Arecheta (Chris) y Antonia Santa María (Ann), el elenco lo completan Elisa Zulueta, Cristián Carvajal, Sol de Caso, Luis Cerda y Benjamín Westfall, quien encarna a George, el hijo de Deever que vengará las injusticias contra su padre. "Esa rabia contenida en los personajes hace que la obra tenga algo muy chileno también, y que dialoga con nuestra historia", opina Viguera.
Fieles al texto, la acción transcurre a fines de los 40 y en el patio de la casa de los Keller, hasta donde llegan Ann y algunos vecinos, además de George. Y sobre el mismo escenario, donde se ha instalado una tarima de 6 x 6 metros, asoma una de las simbologías impresas por Miller en la obra: un robusto árbol que encarna al hijo desaparecido, y que se irá torciendo en paralelo a la misma historia. "Opté por una puesta más minimal después de todo el bochinche en Happy End y Tío Vania. Aquí hemos diseñado algo más pequeño, algo así como 'la isla de Keller', que permita que el texto y la actuación sean lo principal", cuenta el director, quien a comienzos de año estuvo en España y luego EEUU, tomando un seminario de dirección impartido por el director John Strasberg, hijo de Lee Strasberg, ex director del Actor's Studio.
"Me gustaría que el público se sintiera viendo una película. No en relación a planos ni a lo cinematográfico, sino por entrar de lleno en una buena historia", comenta. "Esa pulsión en los personajes que desatan esta 'tragedia del hombre común', como Miller la llamó, está más ligada al realismo sicológico y por ende al trabajo de los actores, que aquí se convierten en creadores también. Esa es su esencia. El mismo Actor's Studio y directores como (Elia) Kazan, (Sanford) Meisner o Lee Strasberg desarrollaron ese método capaz de despertar sensibilidades que permitieran entrar en contacto directo con la realidad, y haciéndote olvidar de todo lo demás. Eso es lo intentamos hacer aquí".