"No puedo evitar pensar que cualquier cosa que funcione tan efectivamente, que sea tan transformadora, debe hacerme daño, de alguna manera, más adelante". Era 1997 y Elizabeth Wurtzel publicaba su libro Nación Prozac, que se convertiría en éxito de ventas al reflejar el explosivo consumo de antidepresivos entre los estadounidenses. La industria farmacológica había logrado dar con una pastilla que prometía dosis diarias de felicidad y con tal nivel de seguridad que, por primera vez, un antidepresivo podía ser ingerido por niños y adolescentes. Pero en las palabras de esta escritora estadounidense también se leía una advertencia que ahora, 25 años después de que la fluoxetina salió al mercado, se traduce en un serio cuestionamiento: ¿Hasta qué punto transformar la infelicidad en una patología cambió la identidad de toda una generación?
Vamos por partes. Hasta 1987, los medicamentos para combatir la depresión eran los tricíclicos, recetados en casos puntuales, debido a sus poderosos efectos colaterales, que incluían arritmias cardíacas e infartos en algunos casos. Pero ese año, la FDA aprobó la comercialización de los Inhibidores Selectivos de la Recaptación de la Serotonina (SSRI, por su sigla en inglés), un tipo de fármacos que mantiene altos los niveles de este neurotransmisor en el cerebro, vinculado con la regulación del ánimo, sin consecuencias nocivas. Todos se beneficiaron. Desde los pacientes con cuadros agudos hasta aquellos que querían superar pequeños traspiés cotidianos. Porque la llegada de estos nuevos fármacos también cambió la forma en que se diagnosticó la depresión.
Antes se creía que los cuadros profundos y reiterados provenían de un desbalance químico en el cerebro y, por eso, se le conocía como depresión endógena. Aquella derivada de un evento exterior, como la muerte de un familiar o de un fuerte estrés, se denominaba episódica o exógena. La primera era una enfermedad, la segunda, no. Sin embargo, pronto los médicos notaron que ambas respondían de la misma forma al tratamiento con los SSRI, por lo que la conclusión fue una: todas las depresiones, sin importar su grado, tenían una raíz biológica. Todas, por lo tanto, son una enfermedad que debe ser tratada con terapia y sicofármacos.
Dos décadas y media después, el Prozac y toda la amplia variedad de SSRI que salió posteriormente al mercado son la droga más recetada en los Estados Unidos y una de las más vendidas en varios otros países, incluido Chile. Sólo el año pasado se gastaron más de 24 mil millones de pesos en estos medicamentos en el país, según datos de IMS Health.
El abuso, no el uso, es el gran problema de estos medicamentos, sobre todo si se toman sin el respaldo de una terapia. "La ciencia médica debe usar agresivamente drogas como el Prozac para pacientes que sufren de depresión clínica. Esto es absolutamente apropiado e importante. Pero la ciencia médica se equivoca cuando supone que existe una conexión entre la infelicidad diaria y la depresión clínica, algo que crecientemente hace", escribió hace poco el académico e investigador de la Universidad de Nueva York, Ronald Dworkin, en su artículo La medicalización de la infelicidad.
Dworkin es uno de los mayores detractores del uso de antidepresivos para cualquier trastorno del ánimo, pero no el único. Un nuevo libro va más allá y describe el impacto de estos fármacos en toda una generación: menores de 30 años que crecieron junto a la fiebre de los antidepresivos y que, teniéndolos a la mano con sólo ir al médico, recurrieron a ellos cada vez que una crisis impactó su vida adolescente. Fuera depresión real o la angustia de no poder adaptarse a un nuevo colegio o haber repetido de curso. En el texto Zoloft: Cómo los antidepresivos nos alegraron, nos dejaron caer y cambiaron quiénes somos, la escritora estadounidense Katherine Sharpe entrega un nombre a esta generación: "analfabetos emocionales", jóvenes que -de tanto encontrar soluciones en una píldora- ahora son adultos que desconocen cómo enfrentar sus emociones e ignorantes de lo que son capaces de resistir.
¿Quiénes somos?
A Javiera (28) le diagnosticaron depresión y tratamiento farmacológico a los nueve años. Pese a su corta edad, llevaba tres semanas de llanto casi ininterrumpido e inexplicable, sumado a la imposibilidad de comer o dormir. Sus papás decidieron que no podían solos. Lo primero que recuerda de la siquiatra es que le dijo que lo que le pasaba no era su culpa, que era una enfermedad y que tenían que tratarla. "No era su culpa". A esa idea se aferró a los 12, a los 15 y a los 21 años, todas las veces que le diagnosticaron depresión y le sugirieron tomar medicamentos, que consumió intermitentemente y que abandonó hace tres años. Ahí, habiendo salido de la universidad y sintiendo que ya las cosas estaban bajo control, decidió dejarlos de un día para otro. "Yo sabía que eso no se podía hacer, que la forma de dejarlos era de a poco, pero no fui capaz de resistir la sensación de que la persona que estaba tan bien con antidepresivos no era yo; era otra, más feliz, quizás, pero simplemente no era yo. Decidí que esta era mi vida y que tenía que aprender a manejarla aprendiendo a conocer a esa persona que los medicamentos me habían escondido", dice.
Los antidepresivos facilitaron enormemente las vidas de las personas con depresión. Significaron la salvación para mucha gente que, afectadas de un cuadro grave, parecían destinadas a no levantar cabeza o soportar los efectos secundarios de los tricíclicos. Sharpe dice a La Tercera que no se puede colocar en duda los beneficios que trajeron los SSRI. De hecho, cuenta que en las entrevistas para su libro, una de las frases recurrentes entre los adultos que comenzaban el tratamiento con antidepresivos era "siento como si volviera a ser yo".
Sin embargo, la autora plantea matices cuando se trata de adolescentes. Cuando quienes ingieren la droga son personas que aún no han terminado de definir su identidad. "Las preocupaciones sobre cómo los antidepresivos pueden afectar el yo se ven enormemente magnificadas en la gente que comienza a usarlos en la adolescencia, antes de que desarrolle una idea estable y adulta de sí misma", asegura. Es decir, en todos aquellos que aún no tienen un yo al que volver después de iniciado el tratamiento. Después de todo, según los últimos estudios sobre el tema, publicados este año en la revista científica The Lancet, el cerebro alcanza su estado adulto recién a los 24 años.
¿Qué pasa cuando se les dice a los jóvenes que sus emociones ya no les pertenecen, que no son parte del proceso de la adolescencia, de ajustarse al mundo como sus padres y abuelos, sino que son el resultado de una enfermedad siquiátrica?, se pregunta Sharpe. La autora explica: "Cuando dije que tomar antidepresivos desde corta edad podía causar analfabetismo emocional, estaba hablando de qué pasa cuando se les dice a los jóvenes que su sufrimiento es el resultado de un desbalance químico u otro desorden biológico. Escuchar este mensaje, junto con tener que tomar medicamentos, puede llevar a la confusión acerca de dónde vienen nuestras emociones, sean o no signos de un desorden, y qué podemos hacer con ellas".
Carolina (27) empezó a tomar antidepresivos en 2005. "Me había cambiado de universidad y había terminado con un pololo de años. Fue una conjunción de cosas que me bajonearon al punto de no querer ni levantarme de la cama. Cuando me empezó a costar llevar mi rutina habitual y mis papás se dieron cuenta de que era algo en lo que no me podían ayudar ni yo tampoco, hubo una reunión familiar y ellos decidieron que tenía que ir al siquiatra. Yo ni siquiera lo pensé mucho. En ese momento lo único que quería era sentirme mejor. A la primera siquiatra la odié, porque cuando le conté lo que me pasaba, como que denostó mi conflicto, fue como 'toma esto (antidepresivos) y se te va a pasar'".
Hoy, también se pregunta si en algo la cambiaron: "Hubo un tiempo en que sentía que nada me afectaba; podían matar a mi vieja y a mí no me daba nada, me sentía de plástico. Después, con el tiempo, creo que las cosas se fueron acomodando. Pero mi pregunta sigue siendo cuánta dependencia genera y cuánto de tu ánimo está sujeto a eso", comenta.
Según Sharpe, la tendencia a definir todas las dificultades emocionales como signos de un desorden mental es lo que hace más difícil para los jóvenes compartir sus sentimientos y experimentar la sensación de camaradería que viene de hablar con otros sobre lo que nos pasa. "Los medicamentos dificultan una mirada más profunda a los factores que puedan estar mal en sus vidas y que deben ser cambiados, no escondidos", dice.
Mariano (25) da cuenta de este fenómeno. Comenzó a tomar antidepresivos a los 18 años, justo en el verano antes de entrar a la universidad, cuando la ansiedad empezó a dificultarle dormir e incluso comer. "No estaba seguro de la carrera que había elegido y sentía mucha presión. Gracias a las pastillas me he sentido siempre súper bien. Yo las recomiendo a todo el que las necesite". Hace un año su médico le dio el alta, pero la tentación sigue ahí: "Hace poco terminé con mi polola y me sentía pésimo, llevábamos mucho tiempo y yo no quería terminar. Lo primero que pensé fue volver a pedir pastillas, porque lo estaba pasando muy mal, pero me resistí. Es difícil y ahí recién empecé a pensar en cómo me había acostumbrado a depender de la pichicata para poder vivir bien. Uno como que no se da cuenta mucho de lo que le pasa cuando toma pastillas, creo yo".
En esta tentación radica una de las principales características de los jóvenes de esta generación. Paradojalmente, haber crecido con un medicamento al alcance de la mano los volvió ansiosos, sin capacidad de mantener la tranquilidad necesaria para aguardar los tiempos largos que requiere poner en perspectiva los problemas y salir de ellos. Por lo mismo, tienen una idea mucho más desvalida de sí mismos, ya que les fue mucho más difícil comprobar realmente cuál era su límite de tolerancia frente al dolor o la frustración: la droga siempre se encargó de frenar el pesar antes de este proceso.
En esta sobremedicación de la vida, el doctor Benjamín Vicente, siquiatra de la U. de Concepción, reconoce una fuerte responsabilidad de parte de sus colegas, que comenzaron a tratar de recetarles felicidad a todos sus pacientes, indiscriminadamente. "Creo que somos nosotros, los médicos, los que hemos contribuido a la medicalización de los fenómenos naturales de la vida, que son cosas que le ocurren a la gente y que no corresponden a una enfermedad. Hoy deformamos todo y tratamos farmacológicamente los duelos, por ejemplo, que son un proceso normal. A lo mejor esa persona necesita observación y supervisión para no enfermarse, pero no drogas. Estamos ayudando a desarmar las redes naturales de contención que tenían tradicionalmente las personas como miembros de esta especie", dice el médico.
No por nada es popular la historia que cuenta el doctor Ronald Dworkin, autor del libro Infelicidad artificial: El lado oscuro de la nueva clase feliz. A una mujer no le gustaba la forma en que su marido manejaba las finanzas familiares. Ella quería llevar las riendas en esa área, pero no sabía cómo hacerlo sin ofender a su marido. Su doctor le sugirió que tomara antidepresivos para sentirse mejor. Ella, en efecto, comenzó a sentirse más relajada y feliz, pero en el camino, su esposo llevó a la familia a la ruina económica.
Claro que no todos están de acuerdo con la premisa de Sharpe. Flora de la Barra, siquiatra de la U. de Chile y Clínica Las Condes, asegura que el medicamento no cambia la personalidad. Lo que hace es regular el ánimo, con lo que la persona puede construir su personalidad de una manera más positiva. "No es lo mismo construir desde la tristeza. Yo siempre pienso que los tratamientos le van a dar más libertad a la persona para construir su identidad, no que van a quitársela", dice.
Pocas claridades
A 25 años del comienzo de esta revolución, el contraste entre las opiniones de Flora de la Barra y Katherine Sharpe ejemplifica la diversidad en este debate. Porque la discusión está lejos de terminar. Otro ejemplo: a pesar de las desconcertantes tasas de aumento de consumo de antidepresivos (sólo en Chile, el consumo aumentó en 470% entre 1992 y 2004), aún no está claro el real efecto de estos fármacos sobre las depresiones leves.
En este sentido, el doctor Vicente menciona un estudio realizado en el país. La depresión fue incluida en el GES (Plan de Garantías Explícitas de Salud) hace seis años. El especialista, junto a su equipo, con el que trabajó un proyecto Fondecyt, analizó a tres mil pacientes del sistema público a principios del 2000 y registró que la prevalencia de la depresión era de 18,1%. Esas personas, gracias al GES, fueron tratadas, medicadas y recibieron terapia. "Pero acabamos de visitar otra vez a esas mismas personas y descubrimos que la prevalencia del trastorno depresivo hoy es del 18%. O sea, no cambió nada", cuenta Vicente.
En el mundo se está discutiendo lo mismo: según un estudio de 2010, publicado en el Journal of the American Medical Association, los antidepresivos son altamente efectivos cuando tratan los cuadros depresivos más graves, pero en los más leves tienen el mismo efecto de un placebo.
Tratando de zanjar este debate y establecer posturas intermedias, la Asociación Siquiátrica Americana espera lanzar el DSM-5, la nueva versión de la "biblia" de la siquiatría, en 2013. Manteniendo la tradición, el libro se expandirá para incluir nuevas categorías de desórdenes. Por primera vez, una serie de diagnósticos incluirán escalas de severidad, haciendo posible diagnosticar desórdenes en grados leve, moderado o severo. La idea es no encasillar a todas las personas bajo un solo amplio paraguas. Bien por los pacientes, que recibirán un diagnóstico más certero. Sin embargo, en Katherine Sharpe la incredulidad persiste: "Si bien aprecio el movimiento fuera de lo binario (de tener o no una enfermedad), la escéptica en mí cree que la posibilidad de tener un caso leve de algo puede resultar en más diagnósticos, más recetas y una aún mayor reducción de nuestra antigua categoría de normalidad".