ERAN los últimos días de 1991 y los doctores Sergio Guzmán y Luis Ibáñez, del departamento de Cirugía Digestiva del Hospital Clínico de la UC, caminaban por un pasillo del cuarto piso. De frente se encontraron con el doctor Alberto Maiz, jefe del Departamento de Nutrición. El diálogo fue breve: "Cada vez tengo más pacientes con obesidad fuera de todo control. ¿Qué están pensando hacer ustedes al respecto?", les preguntó.

Guzmán e Ibáñez ya percibían ese diagnóstico. En sólo un par de décadas, el panorama había cambiado en Chile. La preocupación por la desnutrición había dado paso a crecientes índices de obesidad. Los números de la OPS mostraban que la prevalencia de sobrepeso en la población adulta de Santiago había crecido más de 80% en hombres y 71% en mujeres, y en apenas cuatro años (1988 a 1992). Según datos de la FAO, en 1975 el consumo de grasas era de 13,9 kilos por persona al año, en 1995 ya era de 16,7 kilos. Y este desbalance en la dieta de los chilenos se volvía cada vez más evidente en las consultas médicas.

Casi dos décadas antes, un equipo estadounidense había probado una técnica revolucionaria. La lógica tras el método parecía impecable. Si se achica el estómago, las personas tendrían sensación de saciedad con mucho menos comida y eso inevitablemente las llevaría a adelgazar. Guzmán e Ibáñez se convencieron de que había que intentarlo en Chile. Pero antes, tenían que discutir el tema con otros médicos. Una mañana de abril de 1992 se reunieron con los 15 profesionales del Departamento de Cirugía. Guzmán tomó la palabra. Dijo que era necesaria una nueva línea de tratamiento para obesos mórbidos: "Tenemos que operar". Su intervención no despertó ni el más mínimo interés de los presentes. Más bien, provocó incomodidad. Que la obesidad fuera una enfermedad y que más encima la "cura" pasara por el quirófano no sólo les pareció absurdo, sino que hasta poco ético. Ibáñez, hoy decano de Medicina de la UC, recuerda que el comentario entre sus colegas era siempre el mismo: "Nos decían: si son gordos, que cierren la boca, coman menos y se mejoran".

Por ese entonces, María Paz Droppelmann llevaba más de 15 años en eso. Intentando "cerrar la boca" y comer menos. Pero sin resultados: cuando salió del colegio pesaba 80 kilos y a los 30 años, la pesa marcaba 145. La situación de Raúl Uribe era aún más desesperada: 40 años y 245 kilos que amenazaban seriamente su vida. El ejecutivo Pedro Casado pesaba 160 kilos cuando llegó a la consulta del doctor Guzmán. Ellos fueron los primeros. Fueron los "conejillos de Indias" de una línea de tratamiento que, pese al recelo de la comunidad médica de la época (y también de los seguros de salud), parecía la única carta de salvación para pacientes que por años probaron dietas y fármacos, que conocían el circuito de los mejores especialistas en obesidad del país, que con sus kilos acarreaban riesgos de hipertensión, afecciones coronarias o diabetes. Y que deambulaban entre las expectativas y el fracaso. Dos décadas después de ese hito médico, las historias de María Paz, Raúl y Pedro están más cerca del fracaso que del éxito. Porque si algo quedó claro con sus historias fue que la obesidad no sólo es una patología, sino una con raíces sicológicas profundas. Algo que en ese momento nadie consideró.

¡Opéreme ya!

El 17 de septiembre de 1992, María Paz Droppelmann se convirtió en la segunda paciente con obesidad mórbida que se sometió a un bypass gástrico en Chile. Pero antes, visitó a un siquiatra en una consulta de Providencia, tal como lo exigía el protocolo. En tres cuartos de hora le dijo lo justo y necesario para que el profesional le diera el pase médico. A esa altura, ella no quería más trámites ni dejar pasar más tiempo. "Cuando a los 30 años ya probaste todo para bajar de peso, dices 'saben qué más, hagan lo que quieran… opérenme'", recuerda sentada en el comedor de su casa en Concón.

Esa consulta con el siquiatra podría ser un dato más, salvo por algo que ocurrió antes y lo que vino después. Antes, durante los cuatro años de enseñanza media en las Monjas Francesas de Viña del Mar y los cuatro años siguientes, María Paz estuvo en tratamiento sicológico para superar un trastorno ansioso, pero sin éxito. En la consulta previa a la operación, el siquiatra no se lo detectó. "En una sesión no te puedes dar cuenta de nada", advierte ella. Desde el punto de vista fisiológico, la operación fue un éxito: llegó a pesar 50 kilos un año después. Pero su cabeza le siguió jugando una mala pasada. Creció en una casa donde la estética era importante y ella no cumplía los parámetros que a sus papás les habría gustado. "Lo sentía todo el tiempo", dice. Ni siquiera los kilos perdidos fueron razón suficiente para sentirse bien. No le gustó su nueva imagen. Dice que se veía vieja, que pasó de la fealdad de la gordura a la de la flaqueza. Su mente no estaba preparada para aceptar lo que veía en el espejo: al poco tiempo dejó de controlarse con los médicos de la Católica. Y comenzó a hacer trampa.

Descubrió que el helado de piña le pasaba como por un tubo y que, como se trataba de líquido, la sensación de culpa era manejable. Además, para los cambios de ánimo le recetaron remedios que aumentaban la ansiedad. "No tenía resuelto el tema y, con los kilos más o menos dan lo mismo, el problema se quedó ahí", comenta. Los dos años siguientes se mantuvo en 70 kilos… Al tercero, pesaba 120. Hoy, a 20 años de la cirugía, está en los 100. Pero no le echa la culpa a una operación fallida: los médicos no advirtieron su trastorno ansioso y ella no quiso seguir con los controles. "El siquiatra pudo entrevistarme más de una vez antes de la operación, como lo están haciendo ahora. Pero no se trata de que algo haya fallado. La operación era sólo una ayuda", reconoce.

Que la operación resuelva por sí sola el problema es lo que esperan todos los pacientes. Incluso ahora. "La gente que no tiene éxito tiene una actitud de 'puedo valérmelas por mí mismo, no necesito ayuda de ningún profesional' y siente que la cirugía en sí misma es la solución final", explica Alexis Conason, sicóloga experta en tratamiento de pacientes con cirugía bariátrica de la U. de Long Island. Y el postoperatorio ayuda a ese autoengaño, porque la baja de peso el primer año es evidente con o sin cuidados. "Eso genera la sensación de que la operación es mágica y que resuelve el problema. Pero cuando se vuelve a los patrones antiguos de funcionamiento te das cuenta de que lo sicológico sigue fallando. Porque uno se vuelve a refugiar en la sobrealimentación cuando se presentan las situaciones de crisis o de angustia", complementa Viviana Assadi, sicóloga clínica y especialista en obesidad de la UC.

Raúl Uribe pasó por un proceso similar. "Estaba desesperado, por eso aceptó ser conejillo de Indias. Tenía miedo, pero era mayor su desesperación", cuenta Zunilda Ocampo, esposa del primer chileno en ser operado de bypass gástrico. En ese momento pesaba 245 kilos.

La debilidad de Raúl Uribe eran los dulces y todo lo que tuviera chocolate. En la noche, a la una o dos de la mañana, se levantaba a ver qué había en el refrigerador. Podía comerse un pedazo de kuchen a esa hora sin problemas. Y al desorden con la comida sumaba un sedentarismo que llegaba a molestar a su familia. Un domingo cualquiera, Zunilda y sus hijos Pablo y Carolina almorzaban en el comedor. El prefería una bandeja, la cama y la televisión.

Fue operado el 1 de julio de 1992. El tamaño de su estómago ayudaba poco a maniobrar. Para la cirugía se necesitaron dos camillas. Y los separadores que apartan el hígado del abdomen tuvieron que ser adaptados para alcanzar la profundidad necesaria. "Fue difícil llegar. Estos pacientes tienen mucha grasa alrededor del abdomen", recuerda Ibáñez. "Me acuerdo que en un momento de la operación salió el doctor y me dijo: 'Meto hasta el codo y no llego a donde quiero, pero quédese tranquila, que todo va a salir bien'", recuerda Zunilda.

Raúl Uribe pasó los siguientes 10 días en una pieza del cuarto piso del hospital alimentado sólo por suero. "Como el día ocho, me dijo: `Doctor, si no me da comida me voy a comer a la primera enfermera que pase por acá'. Estaba desesperado", recuerda Guzmán. Esos casos se demoraron entre siete y 10 días en probar algo sólido. Hoy comen al día siguiente.

De 245 kilos, Raúl Uribe pasó a 90. "Se veía estupendo. Delgado, regio, esbelto. Su cara llena de risa. Delgado se parecía a Don Francisco, pero más estupendo", recuerda su tía María Inés Becerra. Durante un largo tiempo fue otra persona, dicen en la familia. Pero al poco tiempo del alta dejó de controlarse. Y siete años después, un episodio puntual gatilló un nuevo desorden: se separó de Zunilda. "El doctor le prohibió el trago y mientras estuvimos de casados se cuidó mucho. Yo era bien fregada y en ese tiempo no tomó nada. De verdad, nada. Pero cuando nos separamos se desordenó. Su estilo de vida fue otro", dice la mujer. Raúl Uribe subió otra vez de peso. Llegó hasta los 160 y se sintió profundamente desilusionado. Pensó en operarse otra vez. Incluso, visitó a un médico en Concepción, donde vivía. Pero un cáncer de pulmón dijo otra cosa y falleció en enero del año pasado.

Pedro Casado (64) fue el único de estos primeros operados que pasó una segunda vez por el quirófano. La primera fue el 1 de abril de 1993. El dice que fue gordito desde que era feto: pesó cinco kilos 100 gramos cuando nació. Pero matiza la idea de la obesidad, porque con su altura (1,82 cm) parecía más bien maceteado. Incluso, se jacta de que tuvo buenas pololas, así que el ego no sufrió el efecto de los kilos.

El problema vino después. Muchas comidas fuera de la casa, reuniones de trabajo, un trago por aquí y por allá le fueron sumando hasta llegar a los 160 kilos. Una arritmia cardíaca lo llevó hasta la consulta de un cardiólogo que le advirtió un riesgo mayor con el peso que estaba ganando. Así llegó donde el doctor Guzmán. "Me habló de hacer régimen, pero le dije: 'sabe doc, aplíqueme tajo nomás. Es la solución'. Yo sabía que, en mi caso, hacer dieta no me iba a servir", recuerda.

Al contrario de los casos de María Paz y Raúl Uribe, a Pedro Casado le jugó una mala pasada la técnica de los corchetes y otra vez ganó peso. Por eso, seis años después de ser intervenido y otra vez con 160 kilos, volvió al Hospital Clínico de la UC. "Entendí que fue una cuestión experimental y el doctor fue sincero al decirme que el sistema del corchete no era bueno", reconoce. ¿Qué pasó? El estómago tiene tendencia a establecer su tamaño normal y eso produce que se suelten los corchetes. En las primeras intervenciones no se cortaba el estómago, lo que favorece que el músculo se active y se suelte. Según los médicos, esto no tiene relación con la cantidad de comida que los pacientes se echan a la boca. Con los años, esta técnica fue mejorada. Y de un corte horizontal a uno perpendicular. Así, la bolsa del estómago que quedaba fue cambiando de forma de manera que tuviera menores posibilidades de expandirse y crecer.

Con la segunda operación, en 1998, a Casado le fue mejor. Se mantuvo por años bordeando los 100 kilos hasta hace ocho meses: su señora falleció y él sintió el golpe anímico. "Uno vive los duelos de alguna manera. Yo los vivo comiendo", cuenta resignado. Ya va por los 120 kilos. Nunca fue bueno para los dulces y ahora cuenta tres paquetes en su escritorio. "Sé que tengo que hacer algo, pero no me opero de nuevo. A los 64 años, ya no".

El factor humano

Casado fue la primera muestra de que la técnica del corchete fallaba. Pero no fue lo único: el bypass abierto mantenía riesgos de hernias e infecciones en las heridas, lo que se corrigió cuando en 2001 se empezó a utilizar la vía laparoscópica. Dos años antes, Marcos Berry, actual jefe de la Unidad de Cirugía Bariátrica y Metabólica de Clínica Las Condes, se había integrado al equipo de cirugía del doctor James Hamilton en el Hospital Padre Hurtado luego de especializarse como cirujano en Estados Unidos y conocía bien cómo funcionaba la laparoscopia. Pero tal como en un principio, aplicar un avance (la laparoscopia) con pacientes obesos otra vez provocó reticencia de algunos médicos. "Tuvimos que demostrar que se podía hacer mejor con los mismos estándares de seguridad, calidad y buenos resultados", recuerda Berry. Resultó: hoy un paciente que se opera un lunes en la mañana puede estar en condiciones de alta médica el miércoles. Eso era impensable con una cirugía abierta.

Fue una ganancia para el bypass en un momento en que aparecieron otros procedimientos. Primero, la banda gástrica ajustable -que se coloca en la parte superior del estómago, dividiéndolo en dos porciones- y que prometía un efecto similar (menor capacidad de ingesta y saciedad temprana). Sin embargo, se desprendía del lugar donde se colocaba y falló. Mucha gente lo pasó mal por eso. Algo similar ocurrió con el balón intragástrico, un globo de silicona que se inflaba con suero fisiológico entre 400 y 700 ml, ocupando una gran parte de la capacidad gástrica. Tampoco fue efectivo, y otra vez hubo pacientes que pasaron más que un mal rato. El más reciente y exitoso ha sido la manga (el 70% de las intervenciones para bajar de peso corresponde a esta técnica): se ingiere menos comida sin alterar el tránsito intestinal. En esta intervención es donde más se reduce la producción de ghrelina (60%). Esta hormona se genera principalmente en el estómago y estimula neuronas ubicadas en el hipotálamo, provocando un aumento del apetito. Al reducir su acción, el paciente siente menos hambre. Paula Toledo (22 años, estudiante de enfermería) probó con esta técnica. Se operó hace tres años cuando pesaba 121 kilos y con graves problemas de columna e hipertensión. La nutrióloga con la que se trataba fue honesta con ella: la baja de peso de un kilo que lograba con dieta no era suficiente. Necesitaba una cirugía. El peso óptimo para su estatura de 1,68 cm debería ser 70 kilos. Pesa 74. Sólo cuatro kilos extra.

"He bajado 48 kilos y me demoré un año y medio. Yo pensé que sería más rápido, que lo lograría en los primeros seis meses", dice Paula. Es lo que buscan los pacientes actuales de las cirugías bariátricas: resultados a la vista en el menor tiempo posible. No hay tiempo para perder en dietas prolongadas, pastillas ni para hacer un tour por los mejores especialistas. De hecho, los médicos reciben cada vez a más pacientes que no hicieron nada de eso. "Veo pacientes que quieren saltarse el proceso habitual y dicen: 'doctor, opéreme'. Yo les digo: '¿cuántas dietas ha hecho? ¿Cuántos intentos de tratamiento médico?'. Y responden cero", cuenta Berry.

El factor humano siempre es impredecible.