Cuesta llegar, sobre todo si es de esos cómodos turistas que quieren todo pronto y ya. Desde Salvador son unas siete horas, si todo funciona correctamente, sumando ferry+bus+lancha rápida. Pero el viaje se justifica en sí mismo con enormes panorámicas de Salvador desde el mar, la inmersión en la Costa do Dendé, ruta que une Salvador e Ilheus, lleno de pequeños poblados con campesinos y pescadores afrobrasileños, más una travesía marítima final entre enormes extensiones de manglares. Llegar a Boipeba cuesta. Irse, aún más.
Isla de bajo perfil
En el homónimo poblado de Boipeba se encargan inmediatamente de aclarar que esto "no es Morro". Se refieren a Morro de São Paulo, uno de los destinos preferidos del estado de Bahía ubicado en la vecina isla de Tinharé y que, actualmente, tiene mucho de todo y poco de lo original que tenía hace dos décadas. O al menos eso dicen de acá, que es como Morro hace 20 años.
Mil quinientos habitantes, mayoritariamente dedicados a faenas marítimas y turísticas, caminan con tranquilidad entre sus bajas casas. No hay edificios de altura ni cajeros automáticos, no existen autos y sólo tiene una decena de motos. Para trasladarse a otros pueblos de la isla, las opciones son en tractor por senderos de arena o en bote. Aun así, Boipeba cuenta con una buena oferta de hospedajes para todos los presupuestos, desde lujosas posadas a simples camping; variados restaurantes con comidas típicas bahianas y otros más internacionales; playas solitarias y una energía estilo "Macondo" en donde todo puede suceder.
No es Morro. Acá hay una fiesta el viernes y el sábado, de estilo sencillo, sin grandes aspavientos ni mucho ruido. Los turistas se mezclan rápido con la relajada cadencia local, que ha motivado que grandes millonarios de Europa, como un armador de yates italiano y un diseñador de modas polaco, se hayan instalado aquí. O que la súper famosa cantante local Ivete Sangalo se comprara una buena extensión de tierras al sur de la isla. Claro, todo en el más bajo perfil.
Isla es sinónimo de playas. Y las arenas doradas y rodeadas de palmeras, imagen clásica del Nordeste, se acompañan de una selva ecológicamente importante y nativa: la Mata Atlántica, que le da un aspecto aún más solitario y natural a Boipeba. La riqueza biológica no sólo abarca a la tierra firme. Enormes extensiones de manglares, árboles que se alimentan de agua dulce y también salada, son la frontera a la barrera coralina que cerca a gran parte de la isla, con muchísimos peces e ideal para hacer snorkeling.
Desde el poblado de Boipeba se puede realizar una muy recomendable caminata de dos a cuatro horas de duración, extensión variable por la posibilidad de paradas que dan todas las playas a recorrer. Se comienza por Boca da Barra, con muchas barracas o kioscos playeros al costado de la desembocadura del río Inferno y desde donde también salen, cada día, excursiones en lanchas que le dan una vuelta a toda la isla llegando al extremo más austral en el desconocido pueblo de Cova da Onça, en el que sus habitantes son herederos de un mix genético de holandeses, griegos, portugueses, indios tupís y negros.
Luego de Boca da Barra, pasando por senderos que comparten selva, estilosas posadas y muchas flores (característica bahiana), se llega a la larguísima playa de Tassimirim, con arenas doradas y de una soledad incomprensible para quien viene de playas frías siempre atestadas de gente. Es la característica profunda del lugar: pocas personas que se cruzan y se pierden caminando o descansando en la sombra de las altas palmeras litorales. No hay música estridente, sólo sonidos naturales y pequeños locales hechos de palma que venden jugo, cerveza y bebidas.
Más solitaria aún es Cueira, flanqueada por Tassimirim y la desembocadura del río Oritibe, que posee ostras en su fondo arenoso y sectores de buenas olas para surf. Es la frontera que separa a las playas del norte de la villa de Moreré, lo mejor de la isla.
Las "termas" de Moreré
Un paisaje que cambia siempre tiene Moreré. Con marea alta, la playa es una franja de arena de unos cinco metros de grosor. Con marea baja, es posible adentrarse con el océano llegando a las rodillas por más de mil metros en una tibieza atlántica sólo posible en estas latitudes. El agua es más caliente que en otros sectores de Boipeba y durante la noche, un baño con vista a las estrellas es como estar metido en unas termas del sur de Chile en que el frío se esfumó para siempre.
Quinientas personas viven en plena paz en Moreré. Un puñado de excelentes hoteles-posadas acompañados de sencillos restaurantes, a la orilla del mar, ofertan pescados, langostas, camarones y distintos tipos de cangrejos cocinados en aceite de dendé, leche de coco y mangos que caen silvestres desde enormes árboles. Un ambiente rústico aderezado con sonrisas de la gente que se cruza, turistas o nativos. Si el silencio es patrimonio de la isla, acá también lo es la desconexión: tanto internet como los celulares funcionan cuando quieren y, a la larga, a nadie le parece importar.
La playa local es pequeña, pero basta caminar 10 minutos para llegar a Bainema, kilométrica y que saca suspiros de satisfacción. Absolutamente solitaria, llena de palmeras, con zonas para surfistas y otras con extensos corales, antiguas haciendas deshabitadas y buenas panorámicas de la jungla circundante. Si no es por ocasionales paseantes o pobladores que vuelven en burros cargados con cocos, no habría un alma. Una isla dentro de una mayor. Territorio por descubrir. Un dato de aquellos que no dan para arrepentirse ni por un minuto.