"Inmaduro". A los hombres pareciera quedarles muy bien ese calificativo. Y a las mujeres les encanta decírselos. Basta un solo acto que huela a adolescencia, a descompromiso, a entretención, y son "inmaduros". Y de ahí a la imagen del treintón o cuarentón con apariencia de 15 y mentalidad de 18, es cuestión de segundos... Son los estereotipos los que más le pesan al inmaduro o inmadura (no es un privilegio o desventaja de género esto de no pensar exactamente como piensa el resto).
Y les pesa también ese aire de obligatoriedad que acompaña siempre al "inmaduro(a)" y que tiene que ver con que lo que viene es que se ajuste al resto y "madure". Pero la madurez no es una alternativa que se pueda tomar de entre varias posibilidades. Ese es el problema. La madurez tiene que ver con un proceso inconsciente de experiencias de vida, cambios biológicos y sicológicos que no se manejan a voluntad.
Por todo lo anterior es la pregunta ¿cuándo maduramos? La respuesta es todo lo que viene.
Primero, una definición. Aunque algunas veces se usan casi como sinónimos, madurez no es lo mismo que adultez (aunque pueden coincidir). La adultez es una clasificación social y tiene que ver, como dice a Tendencias el sicólogo y experto en adolescencia estadounidense Stephen Wallace, con "una edad particular en la que cada sociedad determina que el individuo se ha convertido, legalmente, en un adulto".
La madurez es otra cosa. Más sutil y que no tiene que ver con una edad en específico ni un período exacto. Es, según los especialistas, el momento (generalmente después de los 30) en que una persona asume que si algo sale bien o mal en su vida, es sólo la consecuencia de sus propias acciones. En otras palabras: es el momento en que una persona es capaz de tomar las mejores decisiones posibles pensando más en el beneficio de largo plazo que en lo inmediato, dice el siquiatra de Clínica Las Condes Elías Arab.
Y eso, como es obvio, no es para todos igual. Los procesos y las historias personales influyen en los tiempos de cada quien y, por eso mismo, hay algunos que nunca maduran. Aunque se estima que la mayoría lo hace de los 30 años en adelante y a partir de tres condiciones imprescindibles. Primero, el cerebro, la máquina que permite toda nuestra vida emocional, debe haber finalizado su maduración, algo que nunca ocurre antes de los 25 años. Segundo, la persona se debe haber enfrentado a experiencias no traumáticas, pero sí poderosas y capaces de cambiar la perspectiva, como el fracaso. Por último, debe haber alcanzado la autonomía en tres sectores claves: emocional, moral y económico.
El poder de las experiencias
Respetando el orden dado unas líneas más arriba, el cerebro es el primer punto que nos lleva a la madurez. No porque de él dependa exclusivamente que seamos más o menos sensatos a la hora de mirar nuestra vida en perspectiva, sino porque difícilmente se puede crecer si no se ha completado un proceso biológico primordial: la maduración del cerebro.
A los 25 años la corteza prefrontal ya debiera tener todas sus funciones superiores plenamente operativas y con eso estamos más preparados para la planificación futura, la anticipación de las consecuencias de las decisiones que tomamos, el control de los impulsos y la comparación entre el riesgo y la recompensa. O sea, todas las habilidades que, de alguna forma, nos hacen actuar de manera más madura.
Sin alcanzar este estado, ya está dicho, no hay madurez posible.
Pero tampoco se puede llegar a buen puerto si no se dan las condiciones ambientales propicias.
Laurence Steinberg, profesor de Sicología de la Universidad de Temple, Estados Unidos, dice a Tendencias que "el cerebro madurará, en parte, por influencias genéticas, pero necesita estímulos del ambiente para llevar a cabo la maduración en su máxima extensión".
Es como lo describe Elías Arab: "La madurez no es sólo esperar. A mí me enseñaron, cuando era niño, que si pongo las paltas verdes en papel de diario, favorezco que maduren más rápido. Si las mismas paltas las pongo en el refrigerador, no maduran nunca". Dicho de otra forma, lo que diferencia a aquellos que maduran a los 30 de los que lo hacen a los 40 o más, son las experiencias. El fracaso es una de las más importantes.
Le pasó a Federico (63). Mirando hacia atrás, dice que las cosas comenzaron a cambiar en su vida después de las cinco pérdidas que tuvo su mujer antes de poder tener un hijo. Fue un proceso triste, cuenta, que finalmente los llevó a decidir partir en busca de alternativas médicas para el problema de ella. "Nuestro destino era Europa, pero tuvimos que quedarnos en Canadá. Allá conocimos a un muy buen médico que justo era chileno. El dio en el clavo y pudimos tener a la Claudia. Ella nació ocho años después del matrimonio".
Ese momento de triunfo cristalizó y le dio sentido a los fracasos anteriores. Después de haberlo pasado tan mal, las postergaciones no importaban. "Era difícil, porque nosotros estábamos un poco solos y en un país extranjero. Además, Claudia nació prematura, así que exigía más cuidados. Pero estábamos felices. Ese fue el momento de decir 'ya no soy el chiquillo de antes. Ya está bueno. Hay que cuidar y educar a esta niñita'".
Según Marco Antonio Campos, consultor la Sociedad Chilena de Sicología y Sicoterapia Constructiva, el fracaso, que siempre viene acompañado de frustración, es un potente motor para la madurez. "Alguien que conoce el sabor agridulce que implica estar en la vida, tiene una mejor aproximación, disfruta más el éxito y no se derrumba tan fácilmente frente a futuros fracasos. Las personas maduras tienen la capacidad de sobreponerse al fracaso y a los avatares de la existencia y eso las hace capaces de planificar con más temple", comenta.
Los maduros tienen eso de lo que habla Campos. Han llegado a la convicción de que pase lo que pase, uno siempre sigue respirando.
Esa convicción sirve mucho. De hecho, está directamente relacionada con la autonomía emocional. En términos simples, esta autonomía se refiere a ser capaz de sobreponerse cuando se acaba una relación de amistad, de pareja o cuando fallece una persona cercana. De alguna forma, dice Campos, las personas que han experimentado éxitos y fracasos saben que sin importar lo bueno o lo malo, la vida siempre sigue.
Y en ese empeño de entender que la vida es lo que es y nada más, asumir los errores reporta un beneficio adicional para la madurez: entender por qué se cometió un error implica entender a los demás. Y en muchos casos, perdonarlos, con toda la liberación que eso conlleva. Dice Stephen Wallace: "Me gusta la definición de que la madurez llega cuando perdonamos a nuestros padres" por los errores que pudieron haber cometido. "Un claro signo de haber crecido es la disposición y habilidad para hacerse cargo de la propia vida y asumir las responsabilidades por el comportamiento de cada uno".
Las otras dos autonomías imprescindibles en el proceso de lograr la madurez son la autonomía moral respecto a la familia, lo que permite tomar decisiones propias, sin importar que ellos no estén de acuerdo, y la autonomía económica, que es la que, en lo práctico, posibilita que alguien pueda tomar sus propias decisiones, mantenerse por sí mismo e incluso mantener a otra persona.
Cómo son los inmaduros
Nociones de lo que son las personas inmaduras hay muchas. De hecho, Hollywood se ha preocupado de retratarlos en todas sus variantes. Por eso, mejor esclarecer lo que no son.
No son sólo los hombres. Al contrario de la extendida percepción de que son ellos los que más muestran esas características asociadas a la adolescencia, la inmadurez no tiene género. De acuerdo a Laurence Steinberg, si bien es cierto que por regla general las mujeres maduran antes y más rápido (y que las diferencias en el desarrollo físico y emocional son muy notorias durante la adolescencia), ya para la segunda década de vida los hombres se han puesto al día y de ahí en adelante, los grados de madurez e inmadurez dependerán de las experiencias a las que estén expuestos hombres y mujeres.
No son un permanente desastre. Una persona de más de 30 años que aún es inmadura se desenvuelve perfectamente en el trabajo y se puede hacer cargo sin problemas de hijos, familiares o amigos. El detalle es que, a diferencia de una persona madura, tiene una manifiesta dificultad para asumir toda la responsabilidad por sus decisiones.
Según Raúl Carvajal, sicólogo de la Clínica Santa María, "los inmaduros son personas con un discurso marcado en que la culpa es del otro. Si los echan de la pega, la culpa es de la empresa, del jefe o del equipo. No tienen autocrítica y se enojan ante la interpelación de otras personas".
Según el siquiatra de adultos de Clínica Las Condes, Líster Rossel, "la capacidad autorreflexiva no es abundante en la inmadurez, así que en las terapias se los lleva más bien a detenerse, escuchar y ver de qué otra manera pueden ver esta situación". Esto, obviamente, parte en la niñez (ver recuadro) y puede tener consecuencias para todos los que los rodean.
De acuerdo a Carvajal, esta predisposición a ser irreflexivo hace que en la convivencia diaria busquen mayor comodidad que el resto, sin caer en el estereotipo que los describe flotando en una piscina, trago en mano, todos los días. Un ejemplo: si otra persona puede contenerse de salir hasta la madrugada un martes, ellos no.
No son inadecuados. Si bien postergan lo que más pueden la paternidad, las personas inmaduras se hacen cargo adecuadamente de sus hijos. Lo que sí, se apoyan mucho más en los abuelos y los suegros. Lo que pasa es que les cuesta soltar la etapa anterior. "Ahí está el problema", dice Carvajal, "cuando yo decido ser padre, hago un acto de renuncia, de tiempos, de compras. A esta gente le cuesta mucho hacer eso". Y si bien lo hacen, el costo para ellos es mayor.
No son conscientes de la inmadurez. Ningún inmaduro se siente ni declara como tal. Y si bien no van a la par con lo que siente o piensa el resto en determinados momentos, tampoco hacen todo lo contrario. Tal como los maduros no lo son a conciencia, los inmaduros tampoco.