Es la última parada de los que vieron pasar la suerte de largo y que nunca pudieron torcerle la mano al destino. Son las nueve y cuarto de la mañana de un martes cualquiera en el bullicioso barrio de La Vega y la cosa está prendida en el Pasaje Rosas. Es un viejo pasillo que conecta la Avenida La Paz con la calle Salas, a un par de metros de la entrada principal a La Vega Central, y que para los vecinos del sector es más conocido como el "pasaje de los chicheros", por la especialidad de la casa: la chicha artesanal.

Son tres los bares que se reparten a lo largo de los 100 metros del Pasaje Rosas y muchos los parroquianos que incluso a esta hora acusan el daño severo de una noche agitada. Lo de "bares", es un término generoso, porque estos pequeños locales, regentados por hijos de los antiguos dueños, son más bien pequeños sucuchos con mesas repartidas en medio de la oscuridad, donde los clientes degustan entusiastas las convenientes promociones de 400 pesos por el vaso de chicha y 1.600 pesos por el jarrón de pipeño. No hay tele empotrada, ni meseros en busca de propina, ni "algo para echarle al buche" en menús que nunca existieron. Sólo chicha para la venta directa al consumidor.

El "abogado", un tipo reacio a las cámaras y al cuestionario impertinente de los que no son de acá, es uno de los parroquianos ilustres. Un hombre canoso, de unos 50 y tantos años, y que carga con el clásico mito infraurbano del que dejó una vida llena de comodidades para dormir en la calle. Este es el típico hombre que "habla bien" y cuya ensombrecida solemnidad actual sugiere que vio tiempos mejores. "Me enamoré de La Vega", masculla, algo contrariado y con una fenomenal caña, mientras enfila zigzagueante rumbo al mercado por un jugo natural de 800 pesos para "baldear la cubierta". Es decir, despejar el estómago para otra maratón de "meta y ponga". Como él hay varios más: el "guata de playa" y, sobre todo, los cargadores de La Vega que llenan los boliches desde las 4 de la mañana hasta las 6 de la tarde, que es el inusual horario dispuesto para la clientela.

Juan "sin apellido", como pide que se le mencione, es el dueño del bar emplazado a la altura del número 11 del Pasaje Rosas. Hace 20 años heredó el boliche de su padre, y se puede decir que, desde esos días hasta ahora, lo ha visto todo. "Una de las historias que me quedó grabada fue la de un chef peruano, un cabro llamado Antonio, que se vino de Lima como ayudante de cocina y que llegó a tener su propio restaurante en Providencia. Pero le empezó a ir mal y cayó en el trago. Lo perdió todo y terminó aquí, curadito y solo. Me contaba que le escribía a sus familiares en Perú y les mentía. Les decía que el restorán iba bien, pero lo hacía porque le daba vergüenza. Un día dejó de venir y nunca más supe de él".

Marjorie es la mujer de Juan, lo acompaña desde hace cuatro años en la administración del local y también sabe de esas historias de derrotas frente al vaso. Como la de ese "profesor de la Chile, que hablaba cinco idiomas, y que cayó en el trago después de que pilló a su mujer con otro". Se acuerda de que un hijo de él lo venía a esperar para llevárselo a la casa, pero el "profe" volvía y volvía. Cada vez peor, hasta que un mal día no regresó. "Se debe haber muerto de curadito", comenta Marjorie, compasiva, pero serena. Con ese tono que tienen los que ya han visto demasiado.

Adolfo Norambuena también ha sido testigo de muchos de estos esos cuentos, pero siempre desde la vereda de enfrente. "Esto ya no es lo que era", dice el hombre dueño de una tostaduría en el local 14 y que desde hace 40 años vende maní, pasas y frutos secos al por mayor. En la puerta de su local, y bajo el inclemente "caregallo" de noviembre, duermen la mona tres habitués del pasaje, que ya hace rato se rindieron sin chistar a las dulces bondades del licor ofertado en la cuadra. "Antes, esto era un centro del comercio, venía gente de distintas partes a comprar mercaderías. Era una época buena, a pesar de que siempre ha habido patos malos. Pero desde hace unos seis años a la fecha la cosa empezó a cambiar para mal".

La Vega Central fue fundada en 1895 y muchas de las casas de este pasaje, como la de Juan "sin apellido", datan de 1924. La llegada de los grandes centros comerciales y el objetivo crecimiento de la ciudad dejaron a estos barrios abandonados a su propia suerte. Y la que mejor paga por estos días es la de la pasta base. "Nosotros les decimos los 'italianos', porque vienen acá a buscar pasta", explica Don Mariano, un hombre de muletas nacido en Argentina, pero que desde hace 50 años vende cajones de fruta en la salida del Pasaje Rosas hacia la Avenida La Paz. "(El pasaje) siempre fue bravo, pero ahora está peligroso. Mucha gente se ha ido, porque no aguanta más, pero aveces pasa que vienen de afuera y te das cuenta de lo histórico que es".