A Esteban Rojas (50), uno de los "33" mineros del yacimiento San José, lo dieron por desaparecido. Incluso, circuló el rumor de que había muerto, ahora sí, tapado por una avalancha de tierra. Pero no. Esteban Rojas está vivo y está parado en medio del desastre con una lata de cerveza tibia frente a la casa de su primo, Víctor Segovia, otro de los 33, el hombre que escribió la bitácora del grupo. La vivienda tiene la marca de barro del día en que la avalancha se dejó caer: fácil un metro y medio por sobre el pavimento. Y a un costado de la casa, la camioneta Ford Ranger amarilla de Segovia, tapada casi hasta al techo con lodo. Segovia, a quien también dieron por desaparecido junto a otro de los mineros, Ariel Ticona, lo perdió todo tras la salida del río. Por la calle, la gente camina con el barro hasta las pantorrillas, mientras un par de máquinas pasa sacando esa pesada mezcla que parece no irse nunca.
-¡A éste lo estaban dando por desaparecido!, le grita un hombre con una polera negra con la insignia de Palestino a Rojas.
-¡No estaba muerto, andaba de parranda!, responde Rojas rápido, haciendo un guiño a su cerveza en la mano.
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Los rumores que corren en Copiapó, como el de los mineros desaparecidos, son reflejo del estado de desorientación y catástrofe que registra la zona. Según cifras preliminares de la municipalidad, el 70% de esta ciudad -de 160 mil habitantes- quedó cubierta por el barro en diferentes niveles. Y aunque aún no hay un catastro definitivo, se estima que son 15 mil las casas dañadas, entre pérdidas totales y aquellas a las que les ingresó el lodo.
Llegar a la ciudad es encontrarse con la peor foto posible. Gente embarrada hasta las rodillas haciendo malabares para trasladarse, calles anegadas -muchas aptas sólo para 4x4-, toque de queda todas las noches a las 22.00 y un tráfico sacado de una película posapocalíptica: los sentidos de las calles no son respetados por los vehículos y las luces rojas de los pocos semáforos que están funcionando, tampoco. El sentido de urgencia se aprecia como en pocos lados, porque el barro está presente en todo. Y a eso hay que sumarle que grandes sectores de la ciudad no tienen luz ni agua. Una familia a la que le entró barro a su casa, que ha estado días sacando lodo hacia afuera, puede estar días sin ducharse.
Esto es un terremoto negro.
Por eso el copiapino, además de encontrarse en condición de fragilidad, también está en estado de crispación. Ya no hay paciencia. Si una camioneta pasa demasiado rápido por una calle donde el barro ya se transformó en polvo, no es raro que reciba un peñascazo, además de varios garabatos. Los centros de acopio se han transformado en lugares de lucha entre los ciudadanos y los funcionarios que reparten mercadería. "Faltó que me pidieran un test de embarazo por estas dos botellas de agua", reclama una señora a la salida de uno de estos centros, en el barrio de Paipote. En la municipalidad, por otro lado, dicen que los controles se han hecho porque gente que no es damnificada ha ido a pedir mercadería.
Dicen que los esquimales tienen decenas de palabras para definir la nieve. En Copiapó ya deberían haberse acuñado varias palabras para referirse al barro. En Los Carrera, una de las avenidas principales, por donde bajó el río desbordado la semana pasada, el barro va mutando a medida que se avanza. Y va desde el fango espeso, casi duro, pasando por el lodo tipo helado de manjar, hasta llegar a un barro con la consistencia de una menta frappé. Decenas de máquinas han estado trabajando por días sobre la arteria y la imagen sigue siendo igual de devastadora.
El contraste es grande. Los nuevos hoteles, los nuevos malls, las camionetas 4x4 que dan vueltas gracias a la riqueza que viene del cobre, han caído en desgracia. En Avenida Copayapu, la gigantografía de Benjamín Vicuña y Josefina Montané que domina la fachada de un centro comercial parece más irrelevante que nunca. El estacionamiento subterráneo está anegado por el agua y el lodo, pero aún así el supermercado atiende público.
Por la avenida, en medio del caos vial, una señora cruza la calle para hacer algunas compras. Su polera, en letras negras grandes, dice: wealthy.
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Los mineros Esteban Rojas, Víctor Segovia y Ariel Ticona son todos de Paipote, un barrio al oriente de Copiapó, donde termina la ciudad. Fue por Paipote donde se salió el río Copiapó, bajando el barro y el agua, primero por el sector del pueblo de San Fernando, hasta llegar a pleno centro. El río usó las dos avenidas principales, Los Carrera y Copayapu, para repartir el barro por virtualmente todo el radio urbano. Quizás al ser Paipote donde el aluvión pegó primero, en la municipalidad creen, empíricamente, que es el sector más afectado en pérdida de viviendas. Y quizás porque Rojas, Segovia y Ticona viven en Paipote, se esparció el rumor de su desaparición, que increíblemente duró casi una semana completa.
Esteban Rojas, a pesar de confesar días duros, de que el aluvión lo hizo perder su trabajo en una maestranza en el centro de Copiapó, ríe. Y tiene algunas razones. A diferencia de las casas de sus familiares, de Ticona y de Segovia, la suya se salvó. Sólo le entró medio metro de barro. Además, siente que la vida le vuelve a dar otra oportunidad. "De verdad, pensamos que no salíamos de ésta, que sobreviví a la mina para venir a caer aquí", dice. Y agrega: "Si esto hubiera sido de noche, habría muerto mucha gente". Rojas, que lleva puesta una polera del Manchester United con el número 18, en alusión al lugar en que le tocó salir a la superficie cuando fueron encontrados con vida en el fondo de la mina San José, decide mostrar Paipote. A apenas una cuadra de su casa, ya hay viviendas destruidas. Camino a casa de Segovia, comenta que los "33" se han quedado con prácticamente nada. "Firmamos todos los contratos cuando estábamos empastillados por los tratamientos", cuenta. "Creo que ni siquiera tenemos los derechos de nuestra historia. La película la voy a ver, pero por una cuestión de curiosidad".
Luego explica que el río se salió a unos 200 metros de su casa; que en lugar de agarrar la curva natural, el caudal siguió derecho por calle Vergara, la calle donde vive su primo Segovia. Y por Vergara el barro desembocó en las avenidas Los Carrera y Copayapu, hasta llegar al resto de la ciudad.
Son las seis de la tarde y Segovia acaba de partir a dedo a un taller mecánico donde se está quedando producto de la emergencia. En su casa quedan dos de sus hermanos, que han estado ayudando a sacar el barro. Juan Carlos (53), minero, también vive en el inmueble, que es de los padres de Segovia. "Su señora lo botó por malo pa'l catre", bromea Rojas. Víctor, por otro lado, decidió cambiarse a casa de sus padres por las pesadillas recurrentes que aún tiene producto del tiempo bajo tierra en la mina San José. Así los encontró el aluvión del 25 de marzo.
Juan Carlos lo recuerda. Dice que la madrugada de ese día decidieron ir a dejar a sus padres a la casa de conocidos, cerro arriba. La lluvia, los truenos y relámpagos les hicieron pensar que algo malo podía ocurrir. Volvieron en la mañana y empezaron a cocinar el almuerzo: pollo al horno. Y mientras lo hacían, casi a mediodía, vieron el caudal venir por su calle. "Nos salvamos porque nos subimos al techo. Estuvimos horas ahí".
Al fondo del patio trasero de los Segovia hay una gruta con una Virgen grande, de un metro y medio de alto, que a Víctor le regalaron tras el rescate. Los hermanos tomaban la escultura como referencia para ver la subida del barro. "Pensamos que si le tapaba la cabeza estábamos sonados", dice Juan Carlos. "Justo cuando el barro le llegó a los hombros, empezó a bajar. Ahí supimos que nos salvábamos".
Rojas y el hermano de Segovia conversan sobre Ticona, el otro minero afectado. Rojas, que es tío de Ticona, reclama porque nunca contesta el teléfono: "Quizás por eso nos dieron por desaparecidos". Lo que pudieron saber es que Ticona perdió su casa y su auto, un Nissan, y que montó una carpa en un cerro cercano junto a su señora y tres hijos.
Un vecino pasa con una pala en la mano y ve a Segovia con un bidón de agua cerca de sus pies.
-Pobre hígado, ya está sufriendo-, apunta con sarcasmo.
-No, si ya dejé de tomar… hace 10 minutos-, responde Segovia.
Poco después, Rojas le pasa un billete rojo a Segovia, quien minutos más tarde llega con dos packs de cerveza tibia. Suena el ruido de las latas abriéndose, vuelven las risas y, por unos momentos, parece que su casa no estuviera tapada por el fango.
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La historia de Alto del Carmen, una comuna de cinco mil habitantes, ubicada en la precordillera de Vallenar, difiere con lo que se vivió en Copiapó. Aquí no fue el río el que se llevó casas y personas. Aquí, en Alto del Carmen, la culpa fue de los cerros.
Pero más que el pueblo mismo que lleva el nombre de la comuna, los más afectados fueron los caseríos que se alinean en dos valles: Del Tránsito y Del Carmen. Al cierre de esta edición, el Valle del Carmen era el único lugar que poscatástrofe seguía totalmente aislado y sólo se podía llegar por helicóptero. Tampoco se encontraban sus tres desaparecidos.
Hacia el lado del Valle del Tránsito el panorama es algo mejor, aunque sólo se puede entrar con salvoconducto entregado por los militares y con la condición de que se maneje un vehículo todoterreno. El valle es más bien estrecho. Corre un río entremedio de los cerros y a un costado está la ruta que llega a la precordillera. El ancho del valle no debe sobrepasar los dos mil metros. Por eso mismo, la madrugada del miércoles 25, no había muchos lugares donde escapar. "Sí tuvimos la suerte de que los cerros avisaron", cuenta Jaime Valdés (67), un mecánico que vive en el caserío de Perales Sur. "El ruido que hacía la tierra era tremendo, pero también ayudó que la tierra avanzó más bien lento, como si fuera una mezcla de cemento".
Prácticamente, la mitad de Perales desapareció. De las 22 casas, sólo 13 quedaron paradas. Además, el río arrastró el puente Naranjo, que conecta la zonas de Perales sur y norte, arrastrándolo unos 300 metros. Nilda Vallejos (66), jubilada, fue sacada de su casa por uno de sus hijos. Al llegar a la carretera que va a Alto del Carmen, se encontró con un camión de Carabineros que pasaba por el lugar rescatando gente. Al regresar unos días más tarde, cuando el camino volvió a ser transitable, se encontró con la casa cubierta por el lodo. Con el calor y el paso de los días, ese lodo se transformó en adobe. En esa casa, de más de cien años, están todos sus recuerdos.
Camino arriba se van sucediendo los caseríos hasta llegar a Junta de Valeriano. Aquí, hace unos años, la conocida comunidad de Pirque, liderada por Paola Olcese, y que se hizo conocida hace unos años por la muerte de uno de sus miembros, se ha estado trasladando gradualmente. La comunidad es el último asentamiento humano por el camino Del Tránsito. Más allá, cordillera y Argentina. Entre los 20 miembros que se encuentran almorzando cuentan que el día del temporal, Olcese y Nicolás Carrión, hermano de su pareja, fueron a comprar a Vallenar. El temporal los pilló ahí, dejándolos varados. Y sólo pudieron regresar tres días más tarde a Valeriano arriba de un helicóptero militar.
Paradójicamente, aunque la comunidad vive más cerca de los cerros que los otros caseríos, no fue afectada por el temporal. Al ser la cordillera más rocosa, no hubo derrumbes, lanzan como teoría. Olcese dice que la vida ya se normalizó para ellos, a pesar de que en el resto del valle no hay agua ni electricidad. "Nosotros tomamos agua del río y tenemos luz solar".
La vida aquí es tan en paralelo que muy pocos saben sobre Caval, Penta o SQM. De regreso me pasan varios bidones de agua para repartir a los afectados valle abajo.
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El barro ya pasó, pero ahora en Copiapó quedan las dudas. En Paipote, Cristopher Andrade (30), mecánico, dice que al caminar por el sector de La Defensa, donde desbordó el río, ha percibido olores que nunca había sentido. Muchos en Paipote dicen que el río se tuvo que llevar a más gente de lo que actualmente se conoce. "Yo conozco el olor a perro, yo conozco el olor a caca", refuerza Andrade. "Este era otro olor".
Ni siquiera en la municipalidad hay claridad sobre cuántos de los muertos y desaparecidos que entrega la Onemi pertenecen a la comuna.
Una vez concluido ese triste conteo, viene la segunda parte de la catástrofe. La crisis sanitaria que puede llegar cuando gran parte de la ciudad está sin agua, sin luz y con el barro que se empieza a secar en las calles, levantando polvo cada vez que pasa un auto y que tiene a media ciudad ocupando mascarillas. Un vecino de la misma calle donde Víctor Segovia perdió su vivienda dice que funcionarios municipales les recomendaron ponerse vacunas contra el tétano. "Pero en este barrial no puedo sacar ni a mi madre ni a mi suegra, es imposible. Debería pasar alguien vacunando".
Y tiene razón. A una semana y media de la catástrofe, en varios sectores de la ciudad, incluida la Plaza de Armas, no se puede transitar sin embarrarse hasta la pantorrilla. La ironía está en que al cruzar el puente para salir de la ciudad, ya hay gente que camina por el lecho del río que produjo la tragedia. El río Copiapó ha vuelto a estar casi seco.