A principios del 2012, en Twitter apareció el hashtag o lema #odioachile. Según algunos, el origen de la frase venía del apoyo que un grupo de chilenos en las Malvinas le ofrecía al gobierno británico, un gesto que traía a colación la polémica ayuda estratégica que la dictadura de Pinochet le dio a Inglaterra durante la guerra por las islas en 1982. La mayoría de los mensajes marcados con el hashtag eran, de hecho, bromas y juegos de palabras de argentinos riéndose de Chile. Uno de ellos, quizás el mejor, era el de la tuitera @Yanibanfield, quien con amargura y asombro constató en una línea: "Somos limítrofes con un país que utiliza los términos weón y pololo". Sin embargo, ninguno de ellos era tan negro o cruel respecto al país como los mensajes de los mismos chilenos reunidos bajo otro hashtag o lema tal vez más lapidario: #queseacabechile.

Agrupados en torno a ese hashtag había mensajes de odio que se movían desde lo específico (el Transantiago, los asaltos, el mal funcionamiento del Metro, el mal servicio en restaurantes) hasta lo general (el carácter local, la corrupción política, la burocracia, la propia desidia ante la adversidad). Y si bien es probable que en esos tuiteos abundara más la frustración que el aborrecer profundo, algo dice respecto a la naturaleza nacional que la desaparición de todo un país sea vista como la solución a cada problema que les acontece a sus habitantes. Tú no desechas un auto por una pana, a menos que hayas crecido educado en la noción de que su motor está más allá del talento de cualquier mecánico del barrio.

Es bueno recordar que históricamente han existido dos tipos de odio hacia Chile: el interno y el externo. El primero tiene dentro de sus filas representantes tan insignes como el fallecido cineasta Raúl Ruiz, quien dijera en una entrevista en 1998 que "Lo que los chilenos llaman Chile es algo que yo detesto". El segundo odio tal vez ha sido menos minucioso, algo más esporádico, pero sin duda ha tenido ejemplos de tan alto pelo como el Inca Garcilaso, quien en sus Comentarios despacha el contacto inicial entre España y nuestro país con un ninguneo supremo: "El primer español que descubrió Chile fue Diego de Almagro. Pero no hizo más que darle vista y volverse al Perú".

"Darle vista". Es decir: Chile es un patio trasero que se observa y se abandona al minuto, como un balneario en decadencia o una fiesta que no prendió. Un sentimiento parecido debe haber animado al explorador y viajero Sir Richard Burton (no confundir con el actor) quien en 1868 visitó el país dejando una frase anotada en sus diarios ("Chile, ese hoyo negro") que interesó al escritor José Donoso al punto de iniciar una investigación sobre Burton para una novela que nunca terminó. La frase -otro ninguneo- quizás interesó al autor de El jardín de al lado desde su propia relación tortuosa con el terruño. Ahí está, en Correr el tupido velo, la terrible declaración que su hija Pilar Donoso rescató del diario de su padre: "¡Maldito el día en que se me ocurrió regresar de España! ¿A qué, para qué? Es bien poco, fuera del dolor, lo que obtengo de vivir aquí".

Salir arrancando del patio trasero al que nadie quiere venir (incluso aunque luego se vuelva a él) pareciera ser un rito de paso que tiene una tradición centenaria y transversal donde uno se puede topar con nombres tan diversos e ilustres como Bernardo O'Higgins, Roberto Bolaño, Claudio Arrau, dos o tres generaciones de futbolistas, el ya citado Raúl Ruiz y por supuesto Vicente Huidobro, cuyo malestar contra algunos de sus compatriotas lo llevó a escribir en 1925: "No me canso de predicar por la inmigración… necesitamos dos millones de hombres rubios de los países del norte de Europa. El peligro para Chile no es extranjero, sino el chileno".

Lo que nos lleva a la pregunta de rigor: ¿Qué se odia cuando se odia a Chile? ¿La geografía, sus ciudadanos, la historia que acarrean ambos conjuntos al unísono? Borges anota bellamente en El jardín de los senderos que se bifurcan que "un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país".

Ahora, Borges era argentino. Y la específica rabia que un chileno puede llegar a tener respecto a su tierra natal quizás le habría resultado difícil de entender. Esa rabia está capturada a la perfección en un diálogo de Más estrellas que en el cielo, el cuento que aparece en Cortos (2004), de Alberto Fuguet, donde un chileno botado en un Denny's de Los Angeles la noche de los premios Oscar confiesa al calor del café: "Chile es como la kriptonita. Te acercas a esa mierda y pierdes todas tus fuerzas. Te destroza. Puta el país como las huevas".

El país, entonces, sólo se puede ver a la distancia. Ser así apreciado o despreciado, temido y odiado, aunque para eso se deba contar con la deformación óptica de la distancia geográfica o temporal. De la misma forma que, como escribiera el historiador Alfredo Jocelyn-Holt, la gran tragedia de Santiago es que es una ciudad hecha para ser contemplada a lo lejos, enclavada en medio de una nube de smog que no deja ver nada ni siquiera desde la cumbre más alta. O como dijera un provinciano cincuentón al que alguna vez me tocó llevar de paseo a la cumbre del San Cristóbal: "Esta ciudad debe ser bonita cuando no hay nadie".

De nuevo, el viejo mito de que Chile es hermoso cuando no hay chilenos a la vista. Un mito que revivió -con saña- el escritor peruano Jaime Bayly cuando apareció en internet con gran escándalo un adelanto de su novela Morirás mañana 2, El misterio de Alma Rossi. El fragmento se refería en específico al malestar que le causaban a su protagonista los habitantes del último país del continente. Y sin pelos en la lengua, procedía a odiarlos: "Los chilenos suelen ser falsos, lambiscones, desleales, buenos para la intriga y el chisme, ensimismados contando sus pesitos revaluados, de pronto orgullosos de la tribu a la que pertenecen porque un tenista gana un puto partido o porque van al mundial de fútbol y vuelven a perder con Brasil, tanto nadar para morir ahogados".

Por supuesto, muchos reaccionaron airados ante las frases de Bayly, aunque pertenecían a una obra de ficción y sintieron que se estaba ultrajando la patria. Pero en realidad se estaba trayendo de vuelta una vieja tradición republicana: odiar a Chile, desde afuera o desde dentro, por escrito o a viva voz, en papel o en pantalla, con la furia cachorra del adolescente frustrado o con la amargura resignada del viejo acabado por las circunstancias. "Al medio de la Alameda de las Delicias, Chile limita al centro con la injusticia", cantó Violeta Parra hablando de desigualdad, violencia y corrupción, pero también aludiendo a la injusticia esencial de haber tenido la mala pata de nacer en Chile. Hay una belleza extraña en esa idea, como si asomar la cabeza dentro de este país ya le diera al ciudadano carta blanca para declararlo en bancarrota, para sugerir que nos invada Brasil o que vendamos todo y nos compremos un terrenito cerca de París. A veces en broma, a veces en serio; jugando a ser mordaces o declarando la guerra al terruño. Así funciona el arte nacional que tal vez en el fondo supere al pobre y devaluado oficio de amar a la patria. Porque, deformando la vieja frase, lo que nos une como chilenos es el odio y también el espanto: será por eso que a veces nos queremos tanto.