A mediados de los 90, Antonio Tabucchi alcanzó la fama internacional gracias a un viejo con el que jamás habría compartido el asiento de un tren. "Pereira era un anciano gordo con problemas al corazón, muy católico e infeliz. Era alguien muy lejano a mí", dice el escritor italiano. Pero el reloj corre y Tabucchi se pilla cada vez con más insistencia pensando en el protagonista de su novela Sostiene Pereira. "Si hoy me encontrara a Pereira no dudaría en subirme al tren con él, conversaríamos mucho. El tiempo nos ha hecho amigos", dice.
Desde París, Tabucchi va y viene entre el italiano y el español al teléfono. Recuerda que la ex Presidenta Michelle Bachelet lo invitó a Chile, pero no pudo venir. Difícil que alguna vez venga por acá: "Los problemas en mi espalda ya sólo me permiten viajar con la imaginación", dice. Suena como si estuviera en los descuentos. Al final de una vida. Insiste: "Aún tengo la casa de mi infancia en la Toscana, pero allá no tengo a nadie, murieron todos. Por eso voy muy poco: allá sólo encuentro fantasmas".
Pero el autor de Nocturno hindú está lejos de la muerte: sólo tiene 67 años. Sucede que el tiempo lo obsesiona. "Los fisiólogos dicen que el 80% de nuestro cuerpo está hecho de agua, pero se olvidan de decir que el resto está hecho de tiempo. Somos agua y tiempo", dice. No por causalidad, ese es justamente el tema de su último libro: El tiempo envejece deprisa.
El peso del pasado
Figura ineludible en la narrativa italiana contemporánea, Tabucchi sigue afilando su perfil de intelectual público comprometido: el presidente del Senado italiano, Renato Schifani, lo demandó por 1,3 millón de euros por un artículo en que el escritor defendía un libro que lo conectaba con la mafia. Tabucchi, opositor a Silvio Berlusconi, le baja el perfil al tema: "Schifani tiene problemas con mucha gente: con toda Italia", dice.
De vuelta a la literatura: los nueve cuentos de El tiempo envejece deprisa son historias de personajes que deben lidiar con episodios del pasado. O deciden hacerlo: después de una década preso, un general húngaro que resistió la invasión soviética visita al general ruso que lo metió en la cárcel.
La mayoría de los cuentos tratan de personajes que vivieron en la Europa comunista. ¿Qué le atrae del tema?
Era una parte de Occidente que estaba en la nevera. De un martes para miércoles, esos países salieron del congelador y se encontraron en nuestro calendario. Vivían en otro tiempo. Como este libro está dedicado al tiempo, me interesó mostrar cómo es que un tiempo entra en otro tiempo. Mostrar el desorden temporal que se produjo después que cayó el Muro de Berlín.
¿Es un libro nostálgico?
Pensamos que la nostalgia es el sentimiento de añorar las cosas buenas que se perdieron. En mi libro aparece la nostalgia de las peores cosas. En el cuento Los muertos a la mesa, un personaje de la policía política de la Alemania comunista que ha pasado su vida espiando a Bertol Brecht manifiesta una curiosa nostalgia: echa de menos el Muro de Berlín.
¿Qué le atrae de ese tipo de añoranzas?
Estos personajes son reales. Al final del libro agradezco a quienes me contaron varias de sus historias. Pero también hay ficción. Narrar una historia es modificarla.
¿Conoció al espía de Brecht?
No. Después de la caída del Muro de Berlín pude ver las fichas de algunas personas que guardaba la policía política. Un día leí la vida de un espía que había sido espiado sin saberlo. De ahí salió ese cuento. A Brecht lo agregué yo. Pero son historias reales.
¿Cómo recuerda el tiempo en que escribió su primer libro, Piazza de Italia (1975)?
Era una Italia muy bella. Había una elegancia natural. Incluso, cuando una persona analfabeta abría la boca salía un italiano bello y elegante. Eso se ha perdido. El idioma en Italia se ha corrompido. Es vulgar. El italiano actual ya no me pertenece. Creo que las palabras se han enfermado. La literatura tiene el deber de defender las palabras de esa enfermedad.
¿Y un deber político?
Puede tenerlo, no es obligatorio. En literatura nada es obligatorio.