En 1993, Jean-Luc Godard acordó con la productora Gaumont rodar un documental sobre sí mismo. Estrenado en el MoMA de Nueva York al año siguiente, JLG/JLG era lo más lejos que parecía poder llegar este artista en lo que toca a su propia vida.

Más que una autobiografía, la cinta es un autorretrato que incurre en la "godardiana" transgresión de mostrar una foto del cineasta cuando niño. Como había observado en los 60 su entonces amigo François Truffaut, los personajes de Godard no hablan de sus raíces ni de su pasado y el propio JLG no había dado nunca a conocer una imagen semejante.

Uno de los que se preguntaba por esta renuencia fue el crítico e historiador Antoine de Baecque. Biógrafo de Truffaut y ex redactor jefe de Cahiers du Cinéma, De Baecque presentó en marzo el primer libro en lengua francesa sobre la vida del icónico realizador. Había ya dos biografías en inglés, una de las cuales, publicada en 2003 por el británico Colin MacCabe, había sido instigada por el propio director. Pero la de ahora no tuvo su venia ni su colaboración, como advierte De Baecque en el volumen de 900 páginas, sabiendo que pisa campo minado. Y consciente de que "el nombre de Godard fabrica mitología".

Segundo de cuatro hermanos descendientes de una línea de banqueros y criado en un medio protestante, manifestó desde joven un ánimo de ruptura, cuyos orígenes pueden estar en el difícil matrimonio de sus padres o en la condena familiar por su tendencia al robo, en especial por la sustracción de libros valiosos desde la propia casa.

Aunque regresa siempre a Suiza y es ahí donde vive actualmente, los años formadores tuvieron lugar en París, donde participó de una militancia cinéfila que defendía a ultranza cierto Hollywood "de autor" y, en su caso, a gente como Alfred Hitchcock y Nicholas Ray. A través de las amistades encontró en 1952 un espacio en los nacientes Cahiers du Cinéma, donde no era del particular agrado de André Bazin, padre espiritual del grupo de críticos: por defender películas indefendibles o por atacar las tesis bazinianas sobre el "montaje prohibido". Pero el vaso se colmó cuando Godard dejó la ciudad llevándose los dineros de la revista. Lo singular es que años más tarde, con Bazin enfermo y semirretirado, volvería a la publicación.

Para entonces ya había dirigido su primer corto y realizaría otros, pero gente como Claude Chabrol y Eric Rohmer entraba ya a las ligas mayores. Según De Baecque, fue la necesidad de estar a la par con el grupo de críticos-cineastas y sobre todo con Truffaut, que presentó Los 400 golpes en Cannes el 59, lo que lo llevó a mover cielo y tierra para debutar en el largometraje.

Sin aliento (1960), definida por su director como una historia de amor en clave de documental de guerra, prescindió de las transiciones narrativas y se plantó ante el espectador como una obra profundamente contemporánea. Igualmente, ejemplificó las dotes publicitarias de su realizador, quien usó a su favor tanto las loas como los rechazos furibundos, así como su espíritu contradictorio y su desconcertante persona pública: poco después del estreno, diría que el filme es al mismo tiempo "católico y marxista", "clásico y moderno", "de derecha y de izquierda".

Le gustara o no el estatus de celebridad que le cae de golpe, Godard va definiéndose a sí mismo a través del lenguaje, abriéndose paso como emblema de la modernidad fílmica, objeto inagotable de reflexiones acerca del estado del séptimo arte. Su cine minimiza la importancia de la trama y problematiza las gramáticas aprendidas, multiplicando los estímulos auditivos y visuales, y convirtiendo la propia materialidad fílmica en tema y personaje.

De Baecque se hace cargo de entender a este Godard que "la lleva". Pero también se sumerge en el individuo frágil y sensible, enamorado de sus musas y dueño de entusiasmos arrasadores; protagonista de más de un intento de suicidio y capaz de ponerse a llorar durante un rodaje abrazando un oso de peluche. Entra también en los laberintos de un tipo que en su afán de capturar el ahora, le dio constantemente la espalda al pasado, tirando el mantel cada vez que le pareció necesario.

Quemar las naves

El director de Vivir su vida provocó y desafió desde el arranque con un mix de íconos pop, cortocircuitos narrativos y arenga política. Pero la gran fractura se produjo en 1968. El propio realizador prefiguró la crisis en Week end (1967), donde apostaba por el "fin del cine", y en La chinoise, donde retrató su acercamiento al maoísmo, acaso la respuesta estético-política que mejor le acomodaba. Pero los sucesos de mayo lo instaron a quemar las naves.

Imbuido de la necesidad de barrer con las prácticas fílmicas "burguesas", creó el colectivo asambleísta Dziga Vertov y dejó de poner su nombre en los créditos, aun si la marca Godard permitía los financiamientos. No quiso hacer cine político, sino "hacer cine políticamente": deconstruyendo, desmontando. En Inglaterra, Checoslovaquia, EEUU, Italia y Palestina rodó películas que no se terminaron o que no fueron emitidas por las estaciones televisivas que las produjeron.

Y esta reinvención radical tuvo un correlato a nivel personal. Godard rompió por carta con algunas amistades, pero el quiebre antológico se dio con Truffaut: colaboradores de los Cahiers..., habían hecho juntos un corto en 1958 y el debut del primero fue posible gracias a una historia del segundo, a quien JLG escribía firmando como "uno de tus hijos". Pero en agosto del 68 el franco-suizo insta a Truffaut a boicotear el Festival de Avignon para que retire su cinta Besos robados, y este último no le hace caso. "Pensaba que eras un hermano, pero eres un traidor", le espeta en la cara.

Casi cinco años más tarde Godard le envía una carta, donde pese a hablar mal de La noche americana, la cinta de Truffaut que ganaría un Oscar, pide a este que coproduzca su nuevo filme. Truffaut rechaza la coproducción, lo acusa de comportarse "como un mierda" y de victimizarse permanentemente. Y agrega: "Cambiaste tu vida y tu cerebro, pero así y todo sigues perdiendo horas en el cine hasta quemarte los ojos. ¿Para qué? ¿Para encontrar con qué alimentar tu desprecio por todos nosotros? ¿Para reforzar tus nuevas certezas?".

Un Godard cada vez más exploratorio (y más aislado del mundo) es el que nace de estas experiencias limítrofes. Uno que se dedica al ensayo audiovisual y, como afirma el crítico Robin Wood, al anti-cine. Un creador que se invisibiliza, alejándose irremisiblemente del público, con posibles excepciones, como Yo te saludo, María (1984), que hizo ruido tras irritar al Vaticano, o Sauve qui peut (la vie), de 1980, que supuso un regreso a un cine más convencional, si es que eso puede decirse del director.

El libro de De Baecque fue objeto de reproches por parte del mencionado MacCabe (por su método, por su falta de novedad, por su selección de fuentes) y es natural que despierte las iras de la feligresía godardiana. El propio cineasta, que este año estrenó Film socialisme y rechazó ir a recibir un Oscar, ya lo anduvo ninguneando. Pasa que el retrato puede no ser muy amable ni particularmente compasivo. Pero alguien tenía que hacerlo.