Escuela República Árabe Siria, Valparaíso. Un alumno de séptimo básico espera afuera de la sala. Está castigado porque garabateó a uno de sus profesores. Suele estar en esa situación porque se porta mal. Kathleen Whitlock es investigadora del Centro Interdisciplinario de Neurociencia de Valparaíso (CINV). En vez de estar en su laboratorio tratando de descifrar cómo se desarrolla el sistema olfatorio de los peces cebra, está dictando un taller de ciencias en el colegio de ese alumno, uno de los liceos con resultados más pobres en el SIMCE.

Desde la sala Kathleen ve que el niño tiene fijos los ojos en los pocillos que ella y su clase están usando para extraer esencias de olores para fabricar jabón. Se asoma por la puerta para asegurarse que el alumno, que ya tiene su fama en el colegio, no meta las manos ahí.

-Oye, tía, ¿por qué dejaste esto afuera?, pregunta él.

-Para que se evapore.

-Pero así es muy lento. ¿Por qué no usamos los hornos solares para que lo haga más rápido?

Kate se sorprendió con esa respuesta. Pensó: “Este chico piensa mejor que yo”. Con su español bien agringado dice que “pese a que el sistema educativo acá funciona con el ‘siéntate…cállate…copia de la pizarra’, todavía no ha destruido la chispa de los niños. Cuando llegan a la universidad ya la perdieron, pero a esa edad todavía es fácil motivarlos con actividades interesantes”.

Los talleres Ciencia Al Tiro que Kate empezó a dar en 2009 con ayuda de los estudiantes del doctorado de Neurociencia de la Universidad de Valparaíso buscan justamente identificar a los niños que, como ese alumno, tienen esa chispa y entusiasmarlos con la ciencia. “Si después siguen con esto o no ya es otro tema”, dice Kate, quien cree que aprender ciertos conceptos científicos fundamentales los va a ayudar a resolver problemas de todo tipo a lo largo de la vida. Por eso, a fines del año pasado la científica dio un salto e instaló un lugar propio para poder ampliarse y dictar los talleres a otros colegios públicos del área. Una casona ubicada cerca de Plaza Waddington, en Playa Ancha, que compró barata porque se había incendiado. Durante un año la refaccionó con donaciones que amigos y familiares le mandaron desde Estados Unidos, su país de origen.

La casona se llama Edificio Verde, está equipada con paneles solares y laboratorios. Cada miércoles ella y otros científicos del Centro Interdisciplinario de Neurociencia de la Universidad de Valparaíso reciben a alumnos de séptimo y octavo básico. Ahí aprenden que la ciencia es más entretenida y útil de lo que parece con talleres que siempre tienen un fin práctico. Por ejemplo, ellos mismos instalaron duchas solares en su colegio. “No soy tan ingenua como para aspirar a que todos estos niños sean neurobiólogos como yo. El mensaje que les doy es que la ciencia es interesante, divertida y puede ser parte de su vida cotidiana”.

Una escuela a 10 minutos

Kate es hija de la educación pública de Albany, la capital del estado de Nueva York. Su escuela tenía un programa de arte de alto nivel. Pensó que su futuro estaría ligado a la música porque también tocaba en la sinfónica de la ciudad pero su papá insistió en tocar la tecla científica y la presionó para estudiar medicina. Kate cree que él siempre quiso ser médico y, de sus cuatro hijos, ella era la mejor en ciencias. “Mis padres tampoco tenían plata, pero el sistema educacional me dio oportunidades que estos niños con los que ahora trabajo nunca van a tener”. Terminó con un Magíster en Neurociencia en la Universidad del Estado de Nueva York y un Doctorado en Zoología en la Universidad de Washington, en     Seattle.

En esa última ciudad conoció a su marido, el chileno John Ewer, neurobiólogo de la Universidad de Brandeis (Boston) y ahora, tal como ella, investigador del CINV. Luego de trabajar juntos ocho años como profesores en la Universidad de Cornell quisieron radicarse en Chile. Eligieron Valparaíso para vivir al lado del mar y el CINV de la Universidad de Valparaíso para trabajar porque tenía “buena reputación”. Se instalaron en una casa cerca de la universidad, en Playa Ancha.

La idea de Chile que se había formado Kate estaba basada en su marido y su suegra, una australiana, muy culta, gran lectora y que hablaba varios idiomas. Casada con un inglés, llegó a Chile desde Inglaterra después de la Segunda Guerra Mundial. Kate pensó que Chile estaría lleno de gente así. La idea empezó a cambiar desde el primer día que llegó a hacer clases en la universidad, en 2007. El primer día no llegó nadie. Fue donde la persona a cargo a preguntar por qué.

-¿Por qué no hay ningún alumno en la sala?

-Puedes esperar 15 minutos y si no llegan, te puedes ir.

- Pero por qué no hay nadie aquí.

-Buena pregunta...

La conversación fue interrumpida por uno de los  alumnos que debía estar en su sala. “Profe, estamos afuera porque vamos a votar la toma”. “¿Qué es toma?”, preguntó. Era el año siguiente de la revolución de los pingüinos y Kate no tenía idea de qué estaba pasando. Ingenuamente insistía en que había que recuperar la clase perdida. “Olvídate”, le dijeron finalmente.

Le tomó pocos meses darse cuenta de que la realidad académica que ella había tenido era de otro planeta. Acá, dice, chocó con alumnos de primer año que llegaban poco preparados a la universidad y que la hacían sufrir con la ortografía. “Yo soy la gringa. Se supone que ustedes tienen que escribir mejor que yo”, les dijo desesperada una vez que leyó la palabra hacer con “s” en una prueba.

Kate quería saber el origen de esa realidad. Encontró parte de la respuesta a fines de ese año, cuando leyó un reportaje en la revista The Economist que decía que la desigualdad entre las escuelas es el talón de Aquiles del sistema educativo de Chile y comparaba dos realidades: los estudiantes de la Escuela República Árabe Siria en Valparaíso que obtenían, en promedio, 50 % menos puntaje en el Simce que sus pares del Grange School. Además, en el reportaje la escuela porteña era descrita como un lugar rodeado de perros callejeros, con la pintura descascarada y ventanas sin vidrios.

Días después se enteró que esa escuela estaba en el mismo cerro en que ella vivía y trabajaba. “¡Cómo es posible que una escuela que está a 10 minutos de mi oficina tenga un rendimiento tan malo! Es una vergüenza que nosotros, estando en la universidad y teniendo mucho conocimiento, tengamos al lado una situación tan miserable”, comentó.

Fue allá, se dio cuenta que lo que describía The Economist era verídico y eligió la Escuela República Árabe Siria para empezar con los talleres.

Otra dirección

En Ciencia Al Tiro, los alumnos aterrizan la ciencia a su vida cotidiana. Por ejemplo, aprendieron a construir un horno solar para cocinar sin usar el gas. También saben de qué se trata la acuaponía, un sistema que combina los métodos de la hidroponía (cultivo de plantas en agua) con la acuicultura aprovechando los desechos de los peces como fertilizante para, una vez limpia el agua, reutilizarla con los mismos peces. Ahora los alumnos están aplicando esos conocimientos en el vivero del patio trasero de la casa donde se ven unas lechugas verde limón. Por estos días, están investigando sobre el ciclo del día de los erizos de tierra para determinar si son animales crepusculares o nocturnos.

A Kate le gusta lo que hace. Una vez le preguntaron por qué, estando en el punto más alto de su carrera académica, pierde el tiempo en esos talleres. “Hay mucha arrogancia en los científicos. Nos pasamos la vida publicando papers, pero ¿cuántas personas los leen? Si eres famoso, tal vez 100. Eso es nada tomando en cuenta el gasto de tiempo y de recursos. ¿Le cambiamos la vida a alguien con eso?”.

Kate dice que la ciencia es sinónimo de ideas y que con ellas se puede cambiar la realidad de la gente. “Sería inocente y estúpido pensar que, con todos los problemas que tienen estos chicos, vamos a cambiarle la vida a todos. Pero siempre hay un grupo al que uno puede empujar en otra dirección”.

Lo otro es no hacer nada. “Pero ya hay mucha gente en eso”, dice Kate. “Tú sientes que estas personas están intencionalmente dejadas allá. Al resto les importa un pito su futuro. Lo que pasó en el incendio (en los cerros de Valparaíso) es lo mismo. Fue la única forma de que el mundo se diera cuenta de que había personas viviendo ahí. Es la misma actitud”, dice. Por eso a sus alumnos en el doctorado de Neurociencia, les dice: “Ustedes tienen una beca de como 600 mil pesos cada mes en un país donde el sueldo mínimo es menos de 200 mil pesos. Eso es un lujo. Tienen que devolver algo”.

Y en eso los tiene: devolviendo el conocimiento a los niños. “Es nuestra responsabilidad difundirlo y enseñarles que la ciencia no sólo es entretenida, sino que puede ser útil en su vida. Eso es lo que quiero que aprendan”. T