EN LO más alto de una colina, el castillo de Cachtice luce en ruinas. Sin embargo, su esqueleto de piedras y altas torres se conserva imponente, tras una restauración de dos años que concluyó en junio pasado.
Construido en la segunda mitad del siglo XIII, sus muros fueron testigos de una de las más macabras historias de sangre y muerte. La protagonista fue su propietaria, la condesa Erzsébet Báthory (1560-1614) quien, se dice, es la mayor asesina en serie de la historia. Y es precisamente por estos días que el pequeño pueblo de Cachtice, al norte de Bratislava, la capital de Eslovaquia, ha visto algo revolucionada su habitual tranquilidad, ya que se cumplieron 400 años de la muerte de la llamada Condesa Sangrienta, a quien se le imputa la muerte de más de 650 jovencitas.
No es un aniversario del que sus habitantes se sientan orgullosos, pero saben que deben lidiar con una fama ciertamente maldita. Un turismo algo morboso es el que ven Cachtice y Trencin, la otra pequeña y encantadora ciudad eslovaca que está a 30 kilómetros de distancia y que suele ser el centro de operaciones por su mayor cantidad de alternativas de hospedaje. Ambos, como casi toda la Europa Central del siglo XVI, pertenecieron al reino de Hungría y han vivido por siglos con la leyenda de la tenebrosa existencia de la condesa.
Muchos mitos giran en torno a la figura de Erzsébet Báthory. Perteneciente a una de las más importantes y poderosas familias de la región centroeuropea -que se extiende por las actuales Rumania, Hungría y Croacia-, tenía un primo que era príncipe de Transilvania y otro, rey de Polonia. En su familia había cardenales, obispos y jueces. Claro que también varios locos, integrantes con claros rasgos de demencia, numerosos casos de una extraña epilepsia (ataques que también sufría Erzsébet desde niña) y de fuertísimas migrañas.
Se dice que, de hecho, fueron estas insoportables jaquecas las que la iniciaron en esa mezcla de crueldad y salvajismo que le dieron fama desde pequeña. El remedio que aplicaba para calmar los dolores de cabeza que la atormentaban con frecuencia lo describe la escritora española Alejandra Vallejo-Nágera en su libro Locos de la historia: "En tales momentos -cuando sufría las cefaleas- reclamaba a su vera a una sirvienta sobrada de carnes y, en cuanto esta aparecía toda solícita, la convaleciente se lanzaba como un lobo contra su hombro, mordiéndolo y masticando luego la porción arrancada".
En aquella época, castigar y maltratar a la servidumbre era una práctica bastante común entre la aristocracia. Y algo de lo que parecía no preocuparse mucho su marido, Ferencz Nádasdy, que pertenecía a una rica y poderosa familia, claro que algo menos distinguida que la de su mujer, por lo que tomó el apellido de esta al casarse. Él era un hábil guerrero, se pasó la vida luchando contra los turcos otomanos, por lo que se ausentaba por largos períodos de la vida familiar.
La condesa, culta y preocupada de las apariencias -se llegaba a cambiar de traje, calzado y joyas hasta siete veces si encontraba que no estaba todo perfecto-, tenía explosiones de ira por asuntos mínimos. La escritora francesa Valentine Penrose, que en su libro La condesa sangrienta hace un detallado perfil de Erzsébet, describe algunos de sus actos. "Un día, una ayudante de cámara eligió mal el calzado de la condesa, entonces ella pidió una plancha ardiendo y la empotró contra sus pies mientras gritaba '¡Ahora tú también tienes unos lindos zapatos de suelas encarnadas!' En otra ocasión, enterró la plancha ardiendo en su garganta".
En ciertas oportunidades, cuando las costureras hacían mal su trabajo, las llevaba a alguna de tantas salas de tortura que tenía en el castillo. Allí les clavaba punzones, les arrancaba la carne con tenazas y les daba cortes entre sus dedos.
Pero al parecer, fue un hecho también doméstico el que hizo pasar a la condesa de ser una maltratadora a una asesina.
Un día, mientras era peinada por una de sus doncellas, estalló de ira. No está claro si fue porque la empleada le dio un involuntario tirón de cabello o porque simplemente no le gustó el peinado, pero en una explosión de rabia comenzó a golpearla hasta hacerla sangrar. Unas gotas rojas cayeron sobre la mano de Erzsébet, quien creyó ver que su piel quedaba más blanca y lozana en la zona donde había caído la sangre.
Es 1604, Erzsébet Báthory tiene 43 años y había quedado viuda. Y aunque mantenía su belleza, el tiempo ya empezaba a dejar marcas en su rostro, pero ella cree haber encontrado en la sangre el remedio al envejecimiento. Comenzó así a darse baños de tina en sangre de jóvenes vírgenes, en su mayoría campesinas a las que contrataba como sirvientas. Debían ser rubias, "con la piel no picada de viruelas, la dentadura completa y la estatura generosa". Como si fuera una escribana, la condesa anotaba el registro de las muchachas, la mayoría de entre nueve y 23 años, sus nombres, datos de apariencia, altura y peso.
Casi siempre ayudada por su círculo de confianza: Jo Ilóna, Dorkó, Dorottya Szentes y un enano jorobado de nombre Ficzkó, comenzaron a hacer desaparecer decenas y después cientos de jóvenes campesinas de los pueblos cercanos. Pero poco y nada parecía importar en el condado. Hasta que Erzsébet cometió un error: empezó a reclutar jovencitas de nobleza rural. Primero, convenciendo a sus familias de educarlas. Luego derechamente raptándolas. Y si estaba mal que en torno a los castillos de una noble viuda desaparecieran muchachas campesinas -hecho que podía achacarse a la mezcla de enfermedades y a la severidad de su ama-, lo que no era tolerable es que desaparecieran doncellas de sangre azul.
Esto llegó a oídos del rey Matías, quien encargó una investigación al príncipe palatino Georgy Thurzo, segunda autoridad del reino y pariente de la condesa. Así, este llegó al castillo el 29 de diciembre de 1610 para ponerla bajo arresto domiciliario. Al registrar, encontró una cámara de tortura y, en ella, a varias muchachas muertas y una que otra agonizante. Luego, aparecieron cuerpos y restos de cientos de muchachas. En el juicio, todos sus cómplices confesaron los crímemes. El tribunal ordenó que a algunos les fueran sacados los dedos con tenazas ardientes -por haber torturado de esa misma forma- y luego que fueran quemados vivos. Un par fue decapitado y luego tirados a la hoguera. Pero Erzsébet, por su condición de noble, no podía ser procesada, por lo que se le conminó a encierro perpetuo en una oscura habitación de su castillo, con ventanas tapiadas y con sólo un pequeño espacio para recibir alimento.
Cuatro años pasó encerrada, hasta que el 21 de agosto de 1614, a los 54 años, amaneció boca abajo, inerte. Sin embargo, su violenta historia no fue olvidada y algunos académicos la consideran como una de las inspiraciones del escritor Bram Stoker para su personaje Drácula. Además, ha sido interpretada o mencionada en numerosos videojuegos, obras de teatro y más de 30 películas, incluyendo el filme La condesa, de 2009, y donde su rol estuvo a cargo de la actriz francesa Julie Delpy.
Hoy el pueblo de Cachtice recuerda a Erzsébet Báthory con una estatua de madera en su pequeña plaza central. Pero pocos de sus 4.000 habitantes le prestan mucha atención, al parecer, lo ven como un ícono turístico. Al menos los más jóvenes. Así lo manifestó hace unos días a CNN Adam Pisca, un muchacho de 18 años. "La generación más vieja parece avergonzarse de ella. Hubo algunas protestas cuando pusieron la estatua en la plaza. La generación más joven no considera el pasado tan malo. Sabemos que ella mató a muchas mujeres, pero ella no es importante para nosotros".
Antes de la restauración del castillo Báthory, los locales solían tenerlo como sitio de excursión. Hasta hacían asados en sus ruinas y acampaban en las noches. Pero para el público permanecía cerrado. Hoy, un letrero desde el centro del pueblo señala a los turistas los 2,5 kilómetros del sendero que, en subida, conduce a los vestigios, en medio de una densa reserva forestal. La mayoría de esos visitantes llega al pueblo en automóviles arrendados o en un tren que tarda unos 80 minutos desde la capital eslovaca de Bratislava.
En el castillo es posible recorrer una de sus torres defensivas, con una capilla. Y otra torre residencial orientada hacia el sur, que es precisamente el sitio donde la condesa murió. No tiene techo. Pero se ven los restos de lo que parece ser una ventana tapiada.
En el pueblo, junto a la iglesia, hay un pequeño museo que alberga retratos de Erzsébet y su familia. Reproducciones de su ropa, grabados y fotos del viejo castillo. Pero un recuerdo que sin duda se llevan todos los visitantes es el que se produce en una pequeña cooperativa instalada precisamente en una de las tantas salas de tortura. Se trata del vino llamado Báthory Blood (Sangre Báthory) de un rojo rubí intenso.