Cristián Boza está sentado en el comedor de su departamento del piso 10 de un edificio en Américo Vespucio. Es la tarde del miércoles 18 de julio. Su rostro no disimula cierta angustia. Antes de empezar la conversación, mira hacia afuera y dice: "Han sido días difíciles". Por primera vez, después de dos meses, se anima a hablar del episodio que, según él, lo "lapidó". Todo partió ese sábado 12 de mayo, cuando salió publicada una entrevista suya, en la que acusó la falta de sofisticación de sus alumnos de la Universidad San Sebastián (USS). "¿Usted tiene buenos alumnos?", le preguntaban. El respondía: "No, porque el perfil de la universidad es C2 y C3. (…) No tienen cultura, no tienen sofisticación, y con mucho respeto lo digo, porque los adoro y nos hemos hecho muy amigos. Son primera generación en la universidad; son, por ejemplo, hijo de un camionero, de gente vulnerable, me equivoqué en plantear un esquema muy sofisticado".

La bomba explotó inmediatamente. Ese día y los siguientes, el nombre de Cristián Boza -que entonces era el decano de Arquitectura de la USS y conocido por sus 44 años de trayectoria, con edificios como el de esa misma universidad, el Centro de Justicia y el de la OIT- sonó en todas partes. Sus propios alumnos recriminaron sus dichos, diciéndole que los había maltratado. Hubo cientos de twits, cartas al director y columnas que lo criticaban duramente. Le enrostraron tener una concepción de la cultura errónea, no comprender las transformaciones de la universidad contemporánea, lo llamaron soberbio. Fue tanto el revuelo, que dos días después de la publicación, la USS lo despidió del decanato, argumentando que sus declaraciones no interpretaban a la dirección. También le pidieron la renuncia en la Comisión de Desarrollo Urbano del gobierno. "Tácitamente fui declarado persona non grata. Fue todo un castigo", dice Boza.

Menos de 24 horas después de que estallara la polémica, Boza emitió un comunicado pidiendo perdón a los estudiantes por haberlos ofendido. Luego, se sumió en el silencio. Desapareció. Se fue solo a su casa a la orilla del mar en Los Vilos: una semana para pensar, leer y reflexionar. Regresó unos días a Santiago, pero volvió a desaparecer: tomó un avión a Londres, a la ciudad donde había ido por primera vez en 1974 a estudiar. Llegó directo a hablar con el director de Posgrado de la Architectural Association, escuela donde él había sido profesor años antes. "Esta escuela recibe estudiantes egresados de colegios de más de 50 países de los cinco continentes. Ellos constituyen un ejemplo de la mayor diversidad de culturas, orígenes y niveles educativos", dice. Por eso fue hasta allá: quería reflexionar sobre cómo se logra la incorporación de jóvenes a programas de alta exigencia donde prima la diversidad. Quería estudiar el fondo del problema que, según señala, expresó tan mal en esa entrevista.

Cuando regresó a Chile, después de dos semanas y con nuevo look -cambió sus típicos anteojos rojos por unos negros redondos-, dividió su tiempo entre su departamento en Américo Vespucio y la oficina que tiene desde hace 40 años, dedicada a proyectos como el Mapocho Navegable y edificios habitacionales en Providencia y Ñuñoa. También decidió incorporarse a Infocap, la universidad de los trabajadores creada por los jesuitas. Desde allí, dice, pretende "contribuir a una mayor integralidad en el aprendizaje de oficios que son estratégicos para el desarrollo de la construcción, la arquitectura y el urbanismo". También se refugió en su mujer, sus cuatro hijos y su núcleo más íntimo. Asegura que, pese a que el tema ha bajado de intensidad, él vive todos los días con la "ejecución pública" encima.

Todo eso Boza lo escribió. En computador, y luego con acotaciones a mano, armó un documento de nueve páginas que recién se atreve a mostrar. Dice que ahora eligió las palabras con pinzas: "He meditado mucho estas líneas y me atrevo a entregarlas por respeto a los míos y a los que he formado". Ese documento y la conversación de este miércoles dan vida a este relato. Su réplica en primera persona.

"Han pasado dos meses desde el sábado 12 de mayo. Ese día algo en mi vida dio un vuelco sin retorno en muchos aspectos. Mi mundo profesional, intelectual, personal y académico fueron impactados por el efecto de una entrevista a un medio nacional, con consecuencias que llegaron a generar una polémica que cruzó las fronteras y donde todos los sectores se sintieron llamados a opinar.

Pedí perdón públicamente por mis dichos. Por la forma, el tono y la falta de delicadeza que terminó afectando a mis alumnos, sus familias y quienes se identificaron con ellos. Nada de lo sucedido ha sido más difícil que perder ese vínculo y los afectos construidos. Ese fin de semana me comuniqué con algunos de mis alumnos. Pero preferí no ponerlos en la incómoda situación de hablar con quien habían sentido repentinamente como un enemigo. Se necesita tiempo para sanar las heridas.

Pedí perdón, pero también tiempo y silencio para reflexionar. Agradezco a quienes colaboraron en ello. También las llamadas y mensajes que mitigan la soledad. Son menos de las que habría esperado, pero muestran el verdadero rostro de la amistad. No podría juzgarlos, menos después del juicio público que viví. Pero hay personas de las que habría esperado me llamaran, aunque fuera para fustigarme y hacerme sentir su indignación. A veces el silencio y la distancia dicen más que cualquier cosa.

No he dejado de analizar lo sucedido. Esos días fueron como un juicio público, una condena y luego una ejecución en la plaza.

Soy un profesional que ha transitado por mundos diversos. En los 60 y 70 levanté banderas de liberación y progresismo. El 74 partí adolorido y con la mujer que ha acompañado mi vida a Londres tratando de dejar atrás el miedo que se imponía. Me formé profesionalmente y decidí regresar a trabajar a mi país, trayendo algo de la experiencia del Primer Mundo. Lideré proyectos de auto-construcción, recuperación patrimonial e historia arquitectónica nacional. Los resultados se tradujeron en algunos encargos importantes, obras que marcan la ciudad, la que junto a la actividad académica construyeron la imagen de un personaje de suspensores y grandes anteojos que al cabo de algunos años adquirió vida propia.

Ese personaje que terminó haciéndose público es indudablemente algo de mí. Pero hace dos meses descubrí que esa visión había prevalecido en las personas muy por encima de lo que imaginé. Y había relegado una historia de vida que se vio quebrada por completo en unas pocas frases publicadas ese fin de semana de mayo. Me cuestioné muchas cosas, no sólo por lo dicho. No sólo por la polémica y la problemática social y educacional que tan mal expresé. Me cuestioné sobre todo porque el personaje había logrado cubrir por completo al hombre.

Varela y Maturana decían, con razón, que somos lo que los otros perciben. Y con sorpresa me di cuenta que el país al que sentía haber entregado tanto me percibía como parte de una elite trivializada; las personas vieron en mí la representación de la inequidad, de una aristocracia rancia que sólo menospreciaba el origen de los otros tanto como defendía el propio. Me cuestione no sólo por lo que pude herir a otros, sino por mi propia herida.

Y no sólo eso. Vi que las personas me percibían como el reflejo de una casta autoritaria y displicente; que muchos colegas estimaron merecido el castigo por años de polémicas técnicas; y que mi universidad me tenía por desechable, sin cuestionar un segundo el trasfondo de lo dicho. Tal vez por temor a enfrentar sus propios fantasmas.

Como todo duelo, pasé por etapas. Incredulidad, pena, rabia y resignación. Pero sobre todo una tristeza profunda y agobiante. Y sin excusar ni un segundo mis errores, sentía haber concentrado en mí persona toda la rabia y la indignación de una sociedad que representó en esto la inequidad que la cruza. Sentí rabia contra mi mismo, mis incapacidades, mi falta de destreza para exponer algo que venía masticando hace tantos meses.

Al día siguiente de la entrevista me exigieron la renuncia a mi decanatura, perdí el saludo de amigos y vecinos, fui expulsado de comisiones y comités, dejé de recibir invitaciones a cursos y seminarios; se me revocaron compromisos hechos para conferencias y talleres. Tácitamente fui declarado persona non grata. Toda una lección. Todo un castigo.

Me retiré a entender. A leer, revisar mis escritos, mis libros. Me encerré a hablar con mi familia, unos pocos amigos, y a pensar. Me quité los suspensores, dejé los grandes antojos y traté de verme al espejo para comprender dónde estaba la elitista crueldad de mi autoría que circulaba en las redes sociales. Viajé al escenario de mi origen profesional, busqué en Londres la respuesta a la frustración académica que no fui capaz de expresar en la entrevista que me lapidó.

La pena aún me acompaña, se me metió en la piel y no sé si me va a dejar en algún momento".

"Cuando la Universidad San Sebastián llegó a Santiago, fui invitado al desafío de construir una Facultad de Arquitectura con mirada social. La invitación fue extendida por mis queridos amigos Marcelo Ruiz, Luis Ernesto Videla e Ignacio Fernández.

Marcelo Ruiz me dijo: 'Cristián, ¿eres capaz de formar una Escuela de Arquitectura donde pueda entrar desde el chico más modesto hasta el más privilegiado y convertirla de aquí a que jubiles en la mejor del país?'. Pregunté a qué se refería con 'la mejor'. La respuesta me obligó a aceptar de inmediato: 'La mejor es una que les cambie la vida, para que ellos puedan cambiar el país'. A eso me fui a la USS en 2007.

Pero el destino quiso que todo cambiara y luego del accidente aéreo en que Videla, Ruiz y Fernández perdieron la vida en 2010, también se perdió el rumbo de muchos planes.

La primera señal la debí percibir antes, en septiembre de 2009. Debí entender que una petición institucional para encabezar la defensa de un monumento -la del fallecido Papa Juan Pablo II- que la USS patrocinaría frente a su fachada no era la función para la que fui convocado. Sin embargo, me equivoqué y acepté, por respeto al nuevo propietario, a la figura de la escultura, y porque no hacerlo me habría obligado a renunciar.

Me equivoqué porque esa decisión me envolvió en una cadena de errores que comenzaron el mismo día que fui conducido a ver el citado monumento y me encontré de pronto en el taller del hermano de Luis Cordero, uno de los propietarios de la universidad. La siguiente semana ejecuté con pesar y remordimiento profesional la tarea de defender lo indefendible. Aún sentía el peso del deber tras de mí. Esa fue la primera vez que sentí que todo había cambiado. Finalmente, el peso de la comunidad fue capaz de lograr lo que yo no pude y la estatua no se instaló.

Como decano, anualmente recibí recomendaciones de logro de metas de matrículas, donde el resultado estaba asociado al presupuesto del año. De la misma forma imperativa se me instruyó entregar las salas de Arquitectura para que iniciaran clases los alumnos de Medicina, una de las carreras más caras de Medicina del sistema privado. Mi protesta fue respondida con amenaza de despido: 'Quiero ver su carta de renuncia en mi escritorio si no acata esta orden'.

Podría enumerar las circunstancias que minaron mi relación con los propietarios. Pero lo sustantivo es la mutación de un proyecto educativo donde la promesa hecha a mis amigos se diluía cada semestre antes mis ojos y mi incapacidad de actuar. Mi crítica se centraba en que el disímil nivel de conocimiento con que salen los chicos de cuarto medio en los colegios particulares, subvencionados y municipales es distinto. Lo dicen el Simce, la PSU y las estadísticas. Y, por otro lado, la oferta universitaria, especialmente en las privadas, trata de mostrarse equilibrada en un buen nivel, ofreciendo excelencia y calidad. No hay ecualización, no hay forma de nivelar a los que provienen de medios más vulnerables para que puedan entrar al sistema en condiciones al menos semejantes al del otro chico privilegiado.

La pregunta que majaderamente hacía era: ¿Qué hacemos? No puedo pedirle a un alumno que ingresa que comprenda una materia que exige una base que no existe. Pero no hubo eco. Hice un juicio universitario y profesional al modelo que se instalaba. No soy economista, ni especialista en educación. Pero soy académico hace 35 años. No tengo la respuesta, pero vi la radicalidad de esta brecha cada vez más profunda y una organización que no reaccionaba. Ese es el problema. Y no parece resuelto en ninguna universidad, porque es sistémico".

"La entrevista me la pidieron en mayo. Al coordinarla, jamás pensé hablar del tema. Más bien me debatía íntimamente respecto de seguir intentando un cambio desde el interior o dejar la universidad. Sin embargo, el compromiso con los estudiantes me mantenía allí. En eso justamente estaba el día de la entrevista.

Hablamos de arquitectura y de ciudad. Me quejé de lo que algunos denominaban 'el chaqueteo nacional'. Fui presuntuosamente desagradable respecto de la actitud de colegas y otras personas que tangencialmente tocan el tema. Traté de jugar con un poco de ironía al comentar el Premio Nacional de Arquitectura. En fin, usé al Boza-personaje hasta donde se dejó usar.

Pero cuando hablamos de la universidad en la entrevista, de los alumnos, de esta brecha dramática, fui incapaz de expresar lo necesario. Y de pronto todo lo que quería decir, mutó en una fraseología pedante que deformó las ideas y dejó flotando palabras impertinentes que en minutos me transformaron en cómplice de lo que quería denunciar.

De ahí en adelante fue como una bola de nieve que sólo creció y terminó aplastándome, dañando a mi familia y a mi entorno.

Ojalá hubiese tenido la paz interior y la claridad para decir que se trataba de una creciente preocupación por la capacidad de las instituciones de educación superior para ecualizar las condiciones y realidad de los alumnos con las expectativas de su oferta y la calidad de servicio educativo. Ojalá hubiese podido pronunciar con precisión algo que explicara la rabia que sentía al presenciar el esfuerzo de los alumnos y la dificultad de nivelar las diferencias de la formación escolar sin que ello lesionara al pregrado mismo.

Pero no pude, no tuve claridad ni capacidad. Dije lo que todos recuerdan.

La expresión de mis palabras no fue sólo fruto de una verborrea inadecuada. Contenía el germen de un problema subyacente que no supe develar. Las opiniones vertidas más tarde por distintos sectores recogieron pedazos de este fenómeno, sin articular una idea integral, pero evidenciando la existencia del problema. Sin embargo, mi nombre tiñó el debate y lo focalizó en mí, en vez de mirar el problema.

También me he preguntado en qué momento bajé los brazos y dejé que el personaje superara a la persona. Y cuál fue el momento en que fui permisivo por primera vez con aquello que confrontaba la ética y estética en que fui formado".

"Tengo que reconstruirme a los 67 años. Eso no es fácil, pero soy un sobreviviente.

No es trivial, se vive con la ejecución pública todos los días en lo académico y en lo profesional. No se pueden borrar mis palabras. Menos aún los cientos de miles de palabras vertidas en mi contra. No espero la absolución de quienes herí, especialmente mis alumnos. Pero quisiera al menos transmitirles que, pese a los años, existe la oportunidad de visualizar miradas distintas y aprender desde perspectivas que, aun siendo evidentes, no han sido parte del debate acerca de la educación.

Trato de valorar este proceso como parte de la plasticidad a la que me debo como creativo. Y lo asumo con auténtica voluntad de evolución profesional y personal. Espero sinceramente que un día ellos también lo puedan ver. Y en aquellos que no suceda, al menos invitar a preguntarse quién puede mirarse al espejo, sin camuflaje, y sostener las convicciones con la misma liviana soltura con que la opinología medial juzga en cinco minutos 40 años de trayectoria profesional y docente". S