Cada vez que Teresa Olmedo (49) manipula la arcilla, se conecta con sus antepasados. Hija, nieta y bisnieta de loceras que fabricaban figuras de cerámica policromada, se crió entre mujeres que se ganaban la vida modelando chinchineros, vendedores de pollos y costureras, entre otros oficios populares. Las miniaturas no superan los 18 centímetros y son el distintivo de una tradición familiar que lleva un siglo.

Teresa es de las pocas herederas que quedan. "Aprendí de intrusa, mirando a mi mamá", confiesa en el taller que tiene en Talagante. Hasta ahí llegan algunos turistas y representantes de Artesanías de Chile, fundación que le compra las cerámicas policromadas y que luego comercializa en sus locales de Santiago.

Entre las clientas que tiene Teresa está la ex primera dama, Martita Larraechea. "Ella tiene muchísimos monitos, pero al que realmente le fascinan es a don Eduardo (Frei). Para un cumpleaños, ella me mandó hacer un Cuasimodo precioso", cuenta.

El oficio nació en esta comuna al sur de Santiago, a comienzos de 1900. Por esa época, María del Rosario Toro, su bisabuela, se trajo desde la capital una receta emparentada con las Monjas Claras del convento que existó en el siglo XVII en los faldeos del Cerro Santa Lucía. Las religiosas eran aristócratas y se enclaustraban junto a sus sirvientas indígenas, que les enseñaban a fabricar tazas, teteras y mates de arcilla para luego venderlas en la Alameda de las Delicias. Como hacían utensilios de cocina, fueron bautizadas como loceras.

El arte llegó a Talagante gracias a una de las empleadas que vivió el encierro. En el siglo XIX, Doña Antonina ofreció talleres a los que asistió una dueña de casa llamada Sara Gutiérrez. La alumna le dio un giro al oficio y en vez de hacer tazas, decidió retratar fiestas y oficios de la zona central, como la horneadora de empanadas o el vendedor de tortillas con un farol. De Sara aprendió la bisabuela de Teresa. Su hermana, Marisol (52), explica cómo trascendió hasta ellas. "La bisabuela, María Toro, le heredó el arte a mi abuela, Luisa Jorquera López, y ésta luego a María Luisa Díaz Jorquera, mi mamá. Por eso cuando falleció mi viejita, yo veía la greda y me ponía a llorar", dice.

Marisol sólo fabrica figuras en su tiempo libre, porque trabaja en un supermercado. Ella no olvida cuando Pablo Neruda venía a comprar pequeños huasos a caballo y se sentaba con su abuela bajo un parrón, su abuela y a compartir uvas y mate.

"Salvador Allende no sólo tenía toda la colección de oficios en su casa de Tomás Moro, sino que cuando tenía invitados a comer, ponía las figuras en los puestos como regalo. La Violeta Parra llegó de sorpresa un día y con mi mamá intercambiaron arpilleras por figuras de cantoras".

Esta artesana sueña con abrir un día un museo que reúna las obras de sus antecesoras, por temor a que se extinga la tradición. Tiene una hija que recién comienza a modelar la greda, pero no hay mucha más descendencia. Su prima, María Olga Espinoza (58), se quedó soltera. Pese a ello, hace talleres en la Corporación Cultural de Talagante.

El arte funciona así: se remoja la arcilla y cuela varios días para que suelte las piedritas, y cuando queda cremosa, se tira sobre arena fina. Entonces recién se puede modelar. Antes de pintar los monitos, las loceras los cuecen en fogatas que arman en sus patios. Luego las bañan en cola de carpintero para que queden brillantes.

La cerámica policromada ha cobrado valor desde que la Unesco la declaró obra patrimonial en 2009 y el Museo de Arte Popular Americano empezó a exhibir parte de su historia en el GAM. No obstante, la museóloga Macarena Murúa confirma que "lo estrictamente familiar de la tradición se está perdiendo, porque así como las monjas, su quinta generación ha creado desde la soledad".

Las loceras han ido incorporando otras figuras. Si Teresa incluyó a la temporera, María Olga hace a los peregrinos de Cuasimodo en bicicleta. "Recuerdo que mi mamá y mi tía me retaban porque me estaba modernizando, pero es así como yo los veo pasar desde chica", agrega María Olga.