"NUNCA PENSE que mi hermano podía sentir mi ausencia", dice Magdalena Lira (26 años, ingeniera comercial). Y así fue. Es que bastaba un coloquial (y casi casual) "¿Y tú? ¿En qué andas?" de ella para que Javier (24, diseñador gráfico) lo sintiera como una invitación a contarle sus cosas más personales. "Yo sentía la libertad de decirle todo y ella me daba la visión femenina", cuenta él. No fue fácil llegar a ese nivel de confianza. Con dos años de diferencia, peleaban mucho cuando eran niños. Pero a medida que crecieron, ella fue tomando un rol que hoy, ante su ausencia, él resiente. "La echo de menos".

Al irse de la casa, Maida sólo pensó en su mamá. "Yo soy la única mujer, y como ellos (Javier y Benjamín, de 20) son hombres pensé: 'Bueno, se tienen a ellos mismos'. Pero no se me ocurrió que podía ser fuerte para él que yo me fuera".

Magdalena no es una excepción. Bien pocos lo piensan, en realidad. El efecto "nido vacío" está muy documentado (para bien y para mal) en el caso de los efectos en los padres, pero nada para los casos de los efectos en los hermanos que se quedan. Es lo que se planteó la escritora Penny Hancock en una reciente columna en The Guardian.

Hancock llegó a esa conclusión buscando por qué su hijo menor, de siete años, no estaba durmiendo bien en la noche. Al final, todo tenía que ver con la partida del hermano mayor. "Pensándolo bien, me parece evidente que la salida de uno afecte a la dinámica familiar", dice la escritora.

Es que si la familia funciona como un sistema, la ausencia de cualquiera de las partes cobra relevancia para todos, dice Daniela Carrasco, sicóloga especialista en adolescentes de la U. Diego Portales. Más aún, si por la ausencia de alguno(s) las dinámicas familiares cambian o, derechamente, se acaban. Es lo que pasó en casa de Penny Hancock: la casa se convirtió en un lugar para dormir y no en el hogar de una familia que veía películas junta o que comía sagradamente cada noche. Y a su hijo eso le afectó: la casa ya no era el refugio donde sentirse protegido y rodeado de afectos.

"El trabajo que hay que hacer es volver a recuperar lo que en sicología se llama la homeostasis, el equilibrio que se perdió", agrega Daniela Carrasco. Eso significa que los que se quedan tienen que ver reasignados sus roles y tratar de recuperar las dinámicas que reconocen al grupo, lo que afecta especialmente a las familias que son muy unidas, complementa Alejandro Maturana, siquiatra de Clínica Las Condes. Y este período adaptativo es de especial atención para los padres. Si se prolonga por mucho tiempo -más de unos meses, por ejemplo-, pueden aparecer síntomas angustiosos, depresivos y conductuales, agrega Maturana.

Es que cuando los hermanos mayores se convierten en referentes de los más chicos, los efectos sicológicos de la ausencia pueden apuntar directamente en la autoestima: el más chico debe ahora explorar áreas que desconoce, puede ser más errático y sentir que la vara quedó alta y la presión de no saber si dará el ancho, dice Raúl Carvajal, sicólogo de Clínica Santa María.

Romina González (22) cabe en ese cuadro. Especialmente cuando se fue la hermana mayor. "La Claudia era la que sacaba la voz, la que ocupó el lugar de mi papá (falleció hace siete años). Ella 'la llevaba' en la casa. Y cuando se fue sentí que se acabó la protección, que no había nadie donde apoyarme. Me sentí totalmente indefensa", dice.

"Son duelos muy fuertes. Pero hay que buscar la manera de que el vínculo no se corte, sino que cambie", explica Daniela Carrasco. Claro, ya no se topan ni en la cocina ni cada vez que se sientan a la mesa. Entonces, la tarea es construir el vínculo desde otra mirada.

Es lo que hizo Andrea Díaz (20) cuando su hermana, sólo un año mayor, se fue de la casa paterna. "Fue la primera vez que conocí la vida sin mi hermana", dice. Y lo que más le costó fue llegar a la casa, a la pieza que compartían, y que no estuviera. No poder conversar como todas las noches cosas tan triviales como qué tal el día. "Así que hablábamos por teléfono cada noche para no sentir tanto la distancia. Era raro llegar a la pieza y no verla. Cuando vivíamos juntas, siempre una sabía quién iba a llegar primero o si la otra tenía panorama", cuenta.

Antes se habían ido sus dos hermanos mayores. Pero no fue lo mismo. De hecho, lo primero que piensan los que se quedan es apropiarse de la pieza del hermano mayor. No fue este el caso: las dos hermanas siguieron compartiendo pieza. "Es que hicimos la vida juntas y no necesitábamos independizarnos. Compartimos la ropa, los zapatos, la música... todo". De hecho, eso fue lo más difícil: decir 'esto es tuyo, llévatelo, y esto, mío'. Eramos como indivisibles".

La otra cara de la partida de Isabel fue el acercamiento de Andrea con su mamá, que se convirtió en su nueva "compañera". Y eso se construyó en gran parte ese año que estuvo sola en la casa. "De alguna manera pude cumplir la fantasía de ser 'el hijo único'", cuenta Andrea. Y al contrario de lo que ocurrió en la casa de Penny Hancock, en la casa de sus papás nunca se descuidaron las rutinas. Seguían comiendo juntos cada noche, por ejemplo.

"¿Si sentí el peso de ser la última y dejarlos solos? Sí. Eso es inevitable", dice Andrea. Es otro efecto de quedarse en la casa. Les pasa a los últimos en irse. "En muchas familias se ve una cierta competencia por quién se va antes de la casa de manera de eludir el peso de ser el último en partir", dice la sicóloga Daniela Carrasco. Es que puede ser duro, demandante y culposo.

Para Andrea no lo fue tanto. Su mamá es de esas abuelas patiperras que se la pasan yendo y viniendo por los nietos: "Y si se quiere quedar acá, le tengo una cama".