Los días 1 y 2 de octubre de 1814, Bernardo O'Higgins resistía junto a sus hombres en Rancagua, en el primer intento independentista de los criollos.
Cuando Sergio Cantillana, director de la Escuela Municipal Moisés Mussa de la ciudad, les enseña el desastre de Rancagua a sus alumnos, aprovecha de contarles una anécdota: "Estábamos a una cuadra, ¿habrá estado cerrada la escuela? Era bien difícil hacer clases con tanta bulla". Dice que los alumnos se quedan con la boca abierta y que así no se les olvidará la historia.
No tiene antecedentes concretos que avalen su afirmación, sólo la coincidencia de hechos. El colegio que él dirige, ex Escuela Superior de Hombres n° 1, por la época del desastre de Rancagua ya funcionaba. Es más, cuando se creó la Primera Junta de Gobierno, en 1810, el colegio ya tenía casi 19 años.
El 27 de octubre de 1791, el subdelegado Juan Antonio Cortés ofició a las autoridades para que crearan una escuela, porque en la ciudad no había colegios ligados al clero, que por entonces era el encargado de la educación. El 16 de diciembre, Ambrosio O'Higgins dictó el decreto y se fundó la primera escuela laica del país, con el nombre de Escuela Elemental de Primeras Letras, a cargo del Cabildo de Villa Santa Cruz de Triana.
Dos bancos de madera, que costaron $2 de la época, cartillas, cartones de pasta, un catecismo y estampillas españolas que donó un vecino constituían su primer inventario. El profesor: Salvador Boubi, quien llegó desde Santiago y recibió un sueldo de $50 anuales, además de alojamiento y alimentación, entre otras regalías. Sus alumnos: 18, quienes debían aprender a leer y escribir, historia sagrada y algunos ejercicios matemáticos.
Más de dos siglos después, en 2004, el Mineduc reconoció el hito histórico, colocando en la fachada del colegio, y a petición de la comunidad, una placa que la sindica como la escuela más antigua de Chile y quitándole, de paso, el honor al Instituto Nacional.
Más de 1.300 alumnos, de kinder a octavo básico, y 45 profesores conviven en la escuela, cuyas paredes saben poco de historia. Desde 1960, funciona en su actual ubicación, frente a la cárcel.
En sus sucesivos cambios de casa, revoluciones, reformas educacionales y traspasos de administraciones, se ha perdido la mayoría de los registros. Sobrevivió un centenario estandarte, que Cantillana encontró en una sala. Y algunos libros que se salvaron del paso por una húmeda bodega y que pertenecían a la colección de su padre que donó Moisés Mussa, ex alumno y director en el siglo XX y cuyo nombre adoptó la escuela en 1985.
De sus anteriores hogares, los terremotos y la modernidad han dejado poco rastro. En una de las ubicaciones, hoy funciona un mall. En otra, una escuela de mujeres construida en 1950.
Pero el director se encarga de que los alumnos y profesores no pierdan la memoria. "Le digo a los niños que es la única escuela que ha izado cuatro banderas: la española, la de la patria vieja, de la patria nueva y la actual".
Una línea de tiempo, hecha a mano, por Marcial Cárdenas cuando fue director a mediados del siglo XX es uno de los pocos testimonios. Ella señala, por ejemplo, que en 1860, el único profesor, Juan B. Moreno, recibía $ 200 de sueldo base más $100 de parte del municipio. Y que los cien alumnos debían estudiar lectura y escritura del idioma patrio, doctrina y moral cristiana, elementos de aritmética y el sistema legal de pesos y medidas.
Por ese entonces, la escuela funcionaba a pulso. No hubo sino hasta 1890 un esfuerzo sistemático por normar lo que debían enseñar las escuelas y por formar a los profesores. Este vino cuando José Manuel Balmaceda convocó al Primer Congreso Nacional de Pedagojía (sic), que reunió, entre otros, a José Abelardo Núñez, Manuel Barros Borgoño y Claudio Matte, encuentro que dio origen al Prontuario de Lejislación Escolar (sic). En éste, se fijaba la jornada escolar (una desde octubre hasta marzo y otra entre abril y septiembre, dejando tiempo para la siesta), las materias del currículo y que los maestros debían ir a las recién creadas escuelas normales para su instrucción. Uno de ellos fue Benito Durán, quien se transformó en el primer director del colegio en 1888.
Cuando se asoma el siglo XX, la escuela tuvo, por primera vez, tres profesores y poco más de 200 alumnos. No era raro. En el país, sólo el 10% de los 675 mil niños de entre 5 y 15 años asistía a la escuela.
La escuela funcionaba en una casa en Independencia con Bueras, una mansión comprada por el Estado a la familia Cuadra Miranda, quienes se trasladaron a vivir al lado, según consta en un libro de Joaquín Garay.
Cuando en 1920 se dictó la ley de instrucción primaria, que instauró la educación obligatoria para los niños de 7 a 13 años, el colegio ya sumaba 331 alumnos y nueve profesores.
Su progreso fue lento, como lento fue el avance del país en educación: para inicios de los '60, la escolaridad promedio de la población mayor de 15 años apenas superaba los cuatro años. La escolaridad de Japón, un país con un PIB cuatro veces inferior al chileno, llegaba a los 5,3 años.
Lo que pretendía la ley de 1920, que todos los niños fueran a la primaria, se logró recién en 1970. El colegio ya superaba los 1.200 alumnos y Marcial Cárdenas era su director. Los apoderados, recuerda Cárdenas, hacían cola para matricular a sus hijos y el currículo era bastante cercano al actual, pero con otros énfasis.
Además, según Cárdenas, la exigencia era bien distinta. De los 41 alumnos de cuarto básico, según consta en los libros de clases, la mitad repitió, muchos con sólo una nota roja. El mejor escolar tenía un 5,5 de promedio final. Además, había notas por conducta, modales y cortesía, cuidado y orden en los artículos de trabajo, entre otros. "Era bien exigente y los apoderados no reclamaban, por el contrario, refrendaban lo que decía el profesor", recuerda Cárdenas.
En los años siguientes, vendría el traspaso a los municipios, el establecimiento de la subvención por alumno, el auge de los colegios subvencionados, el Estatuto Docente, etc.
Hoy el colegio recibe recursos extras, porque el 30% de sus alumnos es vulnerable. Con ello, contrató a un sicólogo, una asistente social y un sicopedagogo. Nada más lejos del escenario cuando se fundó. El prontuario establecía que los alumnos podían recibir, por delitos graves, hasta seis azotes y "cuando hubiese mucha malicia, hasta doce". Y agregaba que "si hubiese algún joven de costumbres tan corrompidas, podrá ser despedido secretamente de la escuela".