Cuando habla sobre él, pareciera que Carmen Castillo (68) dejara la sala de estar en esta casa paterna de Simón Bolívar y se transportara a sus recuerdos. La documentalista, hija mayor de Fernando Castillo Velasco, llegó días antes de la muerte de su padre, desde Francia. Y ahora, casi un mes después de su fallecimiento, se sienta a recordar su historia y cómo ésta se cruza con la del arquitecto. El origen de todo, cuenta, está en su niñez y en esa sensación de protección que Fernando siempre le dio.

"Yo creo que fui una niña adorada por mi padre, abrazada permanentemente por él. De niña sé que dormía en sus brazos, que estaba permanentemente en la mano de mi padre. Sus manos tenían una fuerza y una suavidad al mismo tiempo. En esa época hay que pensar que era un hombre muy joven. Cuando yo nací, él tenía 26 años y era muy alegre. Era loco, aventurero. Por ejemplo, él disfrutaba mucho conducir estas motos antiguas. Yo recuerdo estar pegadita a él, detrás de la moto. Mi padre era alguien que seguía los movimientos. Como cuando éramos pequeños y él se metía a las olas grandes en el mar. Y en vez de entrar a la ola de frente, se metía en el movimiento de la ola con Jaime, su hermano. A mí me daba terror, porque los veía desaparecer en el mar. Pero siempre salía a flote, siempre estaba en movimiento.

Yo nací en mayo de 1945, cuando vivíamos en la casa de mis abuelos maternos en José Manuel Infante. Debo haber vivido allá un año. Después nos vinimos a la quinta, que es una casona que construyó mi abuelo paterno por Avenida Ossa. Una casona grande, imponente. Muy llena de misterios. Y luego mi padre construye su primera casa como arquitecto, moderna, llena de vidrio, con grandes ventanales, aquí en Simón Bolívar.

En las casas de mi padre las puertas estaban siempre abiertas. Entre mi cuarto y el de ellos había un muro que se movía. Creo que cada noche me debo haber pasado a su cama a dormir con ellos. Lo mismo que mis otros hermanos de entonces, Javier y Cristián, porque mis otros hermanos, Consuelo y Fernando José, aún no nacían. De noche el movimiento entre una cama y otra no terminaba. Al final estaba el papá, la mamá, yo al medio y los niños, mis hermanos, en los pies. Era una familia de gestos de ternura, de tocarse, de circulación sanguínea que pasaba de uno a otro.

Mi padre cantaba canciones mexicanas. Le gustaba disfrazarse de gladiador para recitar poemas de su padre. El contó hasta el final muchas historias sobre su padre, a quien llamaba papo. Y nosotros lo llamábamos papo a él.

Mi padre tuvo cuatro hermanos y conoció la muerte muy temprano por mi tía Carmen. De hecho, a mí me decían 'Ati', porque Carmen era muy duro. Carmen era el nombre de la hermana de mi padre, a quien adoraba, que muere a los 15 de una tuberculosis. Esta muchacha muy bella, muy alegre, que era la hermana chica, muere en la quinta de Avenida Ossa, en la casona. Cuando nosotros nos fuimos a vivir allí, mi padre construyó una casita donde no se notaban diferencias entre interior y exterior. Nunca hubo murallas, eran ventanales. Y eso me daba miedo. Yo era muy tímida, y mi padre intentaba darme fuerzas. Me decía, 'el miedo no evita el peligro'. Después de un tiempo, cuando nos cambiamos a la casona, yo ocupé la pieza que había sido de mi tía Carmen. Para mí fue extraordinario, porque me protegió. Se me quitaron todos los miedos nocturnos".

"Recuerdo que cuando cumplí 15, mi padre decidió que tenía que aprender a manejar. No era legal, pero él consideraba esencial que yo pudiera moverme. Entonces me enseñaba y me obligaba, cada vez tratando de darme instrumentos para que, siendo una niña muy tímida, me atreviera a florecer. Pero a veces, a esa edad, no te gusta tener tanta libertad. A los 14 ya me dejaban irme a Algarrobo con amigas. Y ahí quedaba, sola. Desde el momento en que pasé de niñita a adolescente, la relación con él cambió. El me decía 'sea usted, atrévase'. Pero a esa edad quieres límites y en nuestra casa ese era no llenarse la cabeza de porquerías. Era mejor que leyeras a Dostoievski o Tolstoi, que una novelita de Corín Tellado.

Ya en mi adolescencia me acuerdo que para la hora de almuerzo se generaba un espacio grande. Podía haber, permanentemente, 10 personas sentadas. Amigos, compañeros del MIR, familiares. El comedor era abierto. Un lugar donde había discusión todos los días. Y esas, en la época posterior a 1967, cuando ya era rector de la UC, fueron feroces porque yo era parte del MIR y el siempre sintió que el MIR no era un camino para él.

Mi padre, que era DC, escuchaba, pero exigía. Podría haber sido un padre muy difícil de cargar, muy dominante, y fue lo contrario. Entonces las discusiones con él eran profundas, apasionadas. Jamás se le hubiera ocurrido decir: 'yo soy tu padre, sé más'. El trataba de convencer. Se enteró de mi militancia y la de Cristián en la casa, una vez que le dijimos. Pero no sabía lo que hacíamos y nosotros no le contábamos. Cuando se enteraba, en vez de enojarse, era suave conmigo. Nunca me señaló 'no está bien'. Me dijo 'cuidado'. Lo que yo, personalmente, quise evitar siempre, fueron los conflictos. Que mi vida pudiera tener una repercusión negativa en la vida de él.

Antes del golpe, pasé a vivir una vida clandestina donde fui pareja de Miguel Enríquez.

Durante ese primer año veía a mi madre, secretamente, una o dos veces por semana. Nos comunicábamos por papelitos. A mi padre lo vi menos: dos veces en uno año. Recuerdo que nos despedimos en la casa de un alumno suyo de la UC, que tenía mi edad, cuando, en 1974, él aceptó una invitación de la Universidad de Cambridge para ser profesor allá. Cuando se va a Inglaterra, el no tener ese abrazo, esa mano, fue lo más doloroso. Pero al despedirnos, su abrazo me hizo sentir inmortal, invulnerable. Antes nos había dicho 'cuidado, ustedes no se dan cuenta que lo que estamos viviendo es una barbarie'. El tuvo mucho miedo por nosotros, pero no me dijo que cometía un error.

A esa altura, mi padre ya sabía lo que era perder un hijo. Ahora no puedo recordar si fue en 1971 o 1972, pero mi hermano Javier falleció en un accidente automovilístico. Recuerdo que ese día llegué y él estaba abrazado con mi hermano, Fernando José. Pero no paró nunca de actuar, porque en ese momento era rector de la UC, y las tensiones aumentaban. Yo creo que se metió a Javier adentro y siguió con él haciendo lo que había que hacer. Aunque luego de su muerte, los deseos de mi padre van cambiando. Ya no es el mismo hombre que está construyendo las Torres de Tajamar o que corre en su moto. El experimentó el dolor, sin sentir nostalgia por lo que dejaba atrás. Nunca tuvo nostalgia del pasado. Javier era esencial para cada uno de nosotros. Era cómplice en mi historia con Miguel Enríquez. La ausencia uno la llora en la intimidad, pero mi padre decía que 'Javier estará muerto el día de mi muerte'".

Consuelo, la hermana menor de Carmen, separadas entre ellas por 16 años. dice que recuerda cómo su familia se enteró en Cambridge de lo que pasó el 5 de octubre de 1974, el día en que un operativo de la Dina ubica a Carmen, que estaba embarazada de seis meses, y a Miguel Enríquez en una casa de calle Santa Fe, en San Miguel. Ese operativo terminaría con el secretario general del MIR asesinado, y ella herida y luego expulsada del país. Carmen viajaría a Londres a encontrarse con su familia. Allá daría luz al hijo de Enríquez, que sería bautizado como Miguel Angel Castillo, y que fallecería a los pocos meses por secuelas de lo sucedido en San Miguel.

"Estábamos nosotros en Inglaterra y llegan unas llamadas por teléfono como a las cuatro de la mañana -dice Consuelo-. Se sabe que Carmen está presa y quizás muerta y mi madre se derrumba. Había recién vivido la muerte de mi hermano, así que imagínate: mi madre, que no se derrumba, en ese minuto se derrumba completamente y mi papá la sostiene. La contiene diciéndole que no sabían cuán claro es y que no sabían lo que pasaba".

Carmen, ahora, vuelve al relato del reencuentro con su padre:

"Los ingleses tuvieron la delicadeza de dejarlo irme a buscar al avión. Ahí me dejé ir en ese abrazo con él. Y luego viene todo ese tiempo terrible del exilio (nunca más volvería a vivir en Chile; hasta hoy reside en París). El momento en que yo bajo y él me está esperando en la losa, al pie del avión, fue como ¡ah!, un descanso. Ese abrazo era un consuelo imposible de consolar. El sabía que yo estaba embarazada, muy feliz, que vivíamos en un lugar sereno. En ese momento yo tenía mucha incertidumbre: viajaba sin pasaporte, con un papel, no sabía lo que iba a pasar.

La vida en Cambridge era una vida muy simple. Yo no me quedé mucho tiempo. En esa época me ayudó sin palabras. Yo diría por el abrazo, la comprensión de dejarme irme. ¿Te das cuenta? yo vengo llegando y luego el niño nace, muere y yo lo único que quiero es irme. ¿Te das cuenta la generosidad? El entendía que yo tenía que entrar en movimiento. Que si no, me moría.

Yo tenía la necesidad de huir. En ese tiempo fui un desastre, pero era necesario. La primera salida sin el niño es a Bruselas, donde me encuentro con Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y ahí empecé a moverme, que fue como en febrero de 1975. Mi padre, como siempre, me dijo 'vaya, aquí la espero. Aquí estamos. Cuando necesite, venga'.

No lo vi llorar en Inglaterra, pero el dolor mi padre lo expresaba de una manera distinta. Tú lo sentías, porque lo atravesaba, como las olas.

Pero a mí me costó. Creo que cuando tomo conciencia de que mi hijo va a morir, la presencia de mi padre es el único milagro, el único sostén. El tenía palabras muy profundas. No era muy posible de escuchar en el momento, pero te repito que era su propia manera de ser lo que me permitió atravesar ese tiempo. Mi padre me decía 'levántate mi bella, anda erguida', en los momentos de mi mayor derrumbe".

"Nunca lo vimos agonizar. No hubo agonía. Yo llegué antes de su fallecimiento, porque para el cumpleaños del papá, el 15 de agosto, nos juntamos los más que podemos siempre. Llegué el 16 de julio, dos días antes de que falleciera. No pensaba que iba a asistir a la muerte. No tenía una fragilidad real. Como dice mi hermana Consuelo, nos hacía vivir convencidos de que el mañana existía y yo creía que era algo inmortal.

Siempre llego tempranito en la mañana a Chile. Nos juntamos con la Conchi alrededor de él, en la cama, como de costumbre. Como señal de buen ánimo. Su mirada de amor es de esas que me acompañará siempre. No tuvimos nunca la sensación de que había rituales de despedida, puesto que seguíamos vivos. Entonces la Consuelo estuvo cerca de él los últimos meses de la mañana a la noche. La Consuelo vive al lado, había todo un ritual médico que había que reorganizar para reorganizar su vida, atravesar el invierno y permitir que pasara de su dormitorio al taller con los arquitectos. La salida a Villa La Reina, el primero de julio (a un acto público en su honor), fue una decisión de estar ahí donde había la energía del devenir histórico. O sea, no tuvimos la vivencia de un final. El nos regaló, a la Consuelo y a mí, sus últimos documentos de vida".

Consuelo, sentada al lado de Carmen, recoge el relato. "Fuimos testigos de una muerte extraordinaria. Estábamos frente a él, con mi madre y Carmen, tocándolo, cuando él dice 'me voy'. Nosotros empezamos a decir cosas que de alguna manera lo ayudaran a desprenderse y después algo lo cautivó. Tenía una mirada extraordinaria, no te podría decir cuánto duró. El estaba como durmiendo. Pasaba de estados de descansar, para ahorrar energía. Se concentraba. Era como un acto de concentración, de meditación y de dormir. Pero era más un acto de ganar fuerza, después dialogaba contigo y te decía cosas muy precisas. A veces eran cosas muy amables. En el último tiempo estábamos haciendo algo medio ritual de ayudarlo a moverse, a sentarse, a ponerle los remedios. Estábamos en eso cuando nos ve, como que se agarra de nosotros y dice 'me voy'. Y ahí la mirada le cambió, como si algo lo cautivara. Se quedó mirando al infinito tanto, que no sabíamos si estaba aquí o no, porque miraba. Luego cerró los ojos. Le tomaron el pulso, porque creíamos que se había quedado dormido. Pero ya no tenía. Hay algo que dijimos en ese momento con Carmen, y eso era que su muerte fue un gesto de amor.

El papá decía que a los muertos había que dejarlos tranquilos y yo primera vez que entiendo eso".

Después del funeral, las hijas de Fernando Castillo Velasco siguieron descubriendo cosas de él, como que en su cuenta de ahorro sólo guardaba $ 109.000 y que tenía suficiente ropa como para repartirla entre todos los que quisieron. El conserje de su condominio usa hoy una de esas prendas.

Dice Carmen:

"Mi padre nos va a hacer falta, pero vamos a dialogar con él como él dialogó con Javier permanentemente, puesto que los muertos no están desaparecidos. Eso era muy importante en esta familia, porque la tía Carmen existía, esa mujer de 15 años a la que nunca conocimos". S