SI NO LO tiene claro, aproveche las sobremesas de este fin de semana largo para darse cuenta de lo siguiente: su abuelo tiene una certeza absoluta sobre el comportamiento adecuado para cada edad. Es por eso que dice que Felipe, a sus 18 años, ya está "grandecito" y tiene que hacerse cargo de su vida. O que Natalia, a sus 28, debería estar preocupada de buscar hijos y marido. A usted todo esto le causa un poco de gracia y es lógico, porque lo más probable es que usted sea un ilustrativo representante de la "amortalidad".

La primera vez que el concepto de "amortalidad" salió a la luz fue en 2009, cuando la columnista de la revista Time Catherine Mayer lo acuñó en ese medio para describir un fenómeno que englobaba a aquellos que vivían la vida sin pensar que la edad era un referente que señalaba el comienzo o término de ciertas etapas. Los tradicionales marcadores, como la despreocupación adolescente, el ahorro en los primeros años de la adultez o la argolla en la mano a los 30, se habían convertido en hitos que ya no les hacían mucho sentido, porque la ciencia había avanzado lo suficiente como para permitirles vivir más años y retrasar todo. Además, la sociedad ya no los miraba mal por no comportarse de la manera "adecuada" para su edad. "La característica definitoria de la 'amortalidad' es vivir de la misma forma, en el mismo tono, haciendo y consumiendo casi las mismas cosas desde que se es adolescente hasta la muerte", señalaba Mayer, en una pequeña columna, hace dos años.

Pero tanto fue el revuelo que causó esta idea y, sobre todo, tanto parecía calzar con la realidad actual, que se convirtió en un libro que en Europa se publicará el 12 de mayo y que lleva por nombre Amortalidad: los placeres y peligros de vivir sin edad.

En el escrito, al que La Tercera tuvo acceso, Mayer señala que evidencias para el fenómeno que describe hay muchas, desde el claro retraso de la "madurez" de los jóvenes de menos de 30 años, hasta la vida cada vez más activa que viven los mayores de 50 ó 60, que no quieren desprenderse de la vitalidad que han mantenido hasta ese momento y que utilizan la medicina y la tecnología para preservarla.

En Amortalidad, Catherine Mayer asegura que "el significado de la edad se ha vuelto elusivo, y las señales visuales son poco confiables. Los niños se visten como adultos descuidados. Sus padres andan con polerón y zapatillas. El aumento de la obsesión con Dorian Gray se basa en el ejercicio, la dieta y los procedimientos cosméticos para seguir siendo trascendentalmente joven, mientras que los resplandecientes adolescentes y los veinteañeros son impulsados por algunos de esos mismos procedimientos a tener una apariencia de envejecimiento prematuro".

Más aún, Mayer señala que las reglas del comportamiento apropiado para cada edad ya no se sostienen. Pero "no hemos perdido la fe: sólo se la hemos transferido a los científicos y las celebridades", que prueban de manera convincente que una actriz de 20 años puede llegar a verse como una de 40 y que los instrumentos médicos, como los marcapasos, son capaces de permitir que un hombre desafíe a la muerte y siga viviendo con un corazón intervenido.

Para la sicóloga de la Universidad de Cambridge y autora del libro El mito de la madurez, Terri Apter, todo esto comenzó con la generación de los nacidos tras la Segunda Guerra, que en su juventud fue rebelde y dada al cambio, lo que la transformó, en la adultez, en una "que tuvo en sus manos la voluntad y el poder para cambiar la cultura. Ellos fueron los que produjeron la transformación del significado del envejecimiento". Es por eso que, pese a que muchos de ellos han intentado enfatizar el valor de la experiencia de las personas mayores, como su sabiduría, la tendencia más común es simplemente negar la vejez y enfocarse en las múltiples formas en que aún son jóvenes.

Esto aparece con claridad en una encuesta realizada por la revista Money a más de 3000 baby boomers, como se conoce a la generación de posguerra en Estados Unidos, en la que más del 70% de ellos dijo sentirse más joven de lo que realmente era.

Esto, a juicio de Apter, va produciendo cambios en la sociedad. Los más prácticos tienen que ver con el aumento del número de personas que requiere de asistencia médica en la vejez, lo que suele significar que quedan menos recursos para las personas jóvenes. Pero hay otros. La sicóloga señala entre ellos la gradual desaparición de lo que llama "roles generativos", que se refieren al cuidado y guía de las generaciones más jóvenes, que las más viejas tradicionalmente han asumido. La razón es que estas últimas, muy ocupadas con su propio ritmo activo, no aceptan la idea de que sus vidas se van acabando y que es hora de enseñarles a los jóvenes. Así, los quiebres entre un grupo y otro se van profundizando.

Mayer sostiene que el cambio en la forma de entender la historia y definir el amor son otra consecuencia de la "amortalidad". "Los amortales frecuentemente están interesados en la historia: la propia. Para gente sin un fuerte sentido del tiempo, el pasado parece distante, un país exótico que escasamente creemos que habitamos alguna vez". Y eso, por supuesto, debilita compromisos que solían ser para toda la vida. Hoy vivimos más y nos casamos y nos separamos a edades que antes hubieran parecido absurdas, persiguiendo un solo objetivo: maximizar la felicidad propia, una de las marcas de los "amortales", que no parecen tan interesados ni en el futuro ni el pasado lejano.

Pero, por supuesto, la vida sin edad entraña enormes beneficios, señala Terri Apter, porque nos libera de los estereotipos de la edad. "Estos confinan a la gente. Marginar a alguien simplemente porque ya no es joven lo priva a él y a los demás de su contribución social, personal e intelectual". Lo mismo ocurriría cuando no se les dan grandes reponsabilidades a personas que parecen muy jóvenes para asumirlas, pero que terminan por estar perfectamente capacitadas.

Sin embargo, este eterno optimismo, según la misma autora, debe ser manejado con cuidado, ya que "negar la inevitabilidad del envejecimiento nos confunde, pensando que debemos disfrazar y corregir los naturales signos de la edad". Así mismo lo plantea Mayer en su libro, donde asegura que "los 'amortales' tienen el peligroso hábito de confiar en que la ciencia será capaz de salvarlos de todas las consecuencias del envejecimiento o, cuando menos, les permitirá seleccionar el momento y la manera de su muerte, si el abanico de productos y programas que prometen preservarlos llegara a fallar".