Como en un juego de alquimia, el orfebre José Reyes deja caer unas gotitas de ácido sobre el anillo que está encima del mostrador. Al cliente que está en frente le urge venderlo. Necesita dinero rápido para salir de unas deudas. "Si fuera de bronce u oro falso, el ácido herviría y se pondría de color calipso", dice José. Pero eso no ocurre; sólo adquiere un tono más amarillo, lo que significa que es oro real de 18 quilates, el más usado a la hora de hacer joyas con un 75% de oro puro y el resto, de plata o cobre. Esta vez, pasa la prueba delatora.
Este ejercicio se realiza no sólo en su Joyería Ramcés, ubicada en el pasaje Matte, a pocos metros de la Plaza de Armas. Aunque se podría pensar que con la arremetida de nuevos materiales para fabricar joyas finas el oro estaría en retirada, eso no ocurre. Al menos es lo que acusa la presencia de una veintena de locales que existe hace más de cinco años en el mismo pasaje donde José tiene negocio y en las galerías Edwards, Metropolitana y Santo Domingo (ver infografía). Algunos locatarios ahí completan los 20 años.
José acumula 27 en el oficio, 10 de ellos en el pasaje Matte. Cuando llegó, sólo había una decena de tiendas interesadas en el oro.
Se notan sus años en el rubro, sobre todo, en sus pulgares, ya oscuros de tanto reaccionar con el ácido que cae en sus yemas. "Lo bueno del oro es que puede estar doblado, sucio y a mal traer, pero se vende igual, sin perder valor ni su nobleza", explica. "Cada gramo de este metal se pesa en una balanza electrónica y se cuentan hasta las últimas décimas. El gramo fluctúa entre los $ 15.000 y los $ 17.000", agrega José.
Hace cinco años llegó una cadena multinacional dedicada a la compra de oro llamada Goldex, con más de 30 sucursales en la Región Metropolitana y que, a diferencia de estos pequeños locales, ofrece la posibilidad de recuperar las joyas, pero siempre y cuando el cliente pague un interés por el tiempo que el oro ha permanecido en sus arcas. Como casi nadie puede pagar la diferencia, la empresa se queda con el metal. "He visto y preguntado ahí. Ofrecen $ 104.000 por mi cadena de ocho gramos y podría recuperarla en 90 días si pago $ 37.000 adicionales de interés. Pero no los tengo ni los tendré. Así es que en ese caso, prefiero simplemente venderla y olvidarme de ella", cuenta Marisol Plaza.
Existe otra instancia donde ella podría empeñar su cadena, la famosa Caja de Crédito Prendario, más conocida como "la Tía Rica". Pero ésta es más bien una custodia, que sirve para guardar la joya hasta que el dueño pueda recuperarla previo pago de un interés de 2,5% del valor total y en forma mensual. Por lo mismo, sólo ofrecen $ 6.000 por gramo de oro.
Pero cuando el dinero escasea, la mayoría prefiere guardar los recuerdos en su memoria y deshacerse rápidamente de las joyas. "Las ilusiones se devuelven ligerito. También nos han llegado argollas de matrimonio que nosotros mismos hemos hecho y bueno, el matrimonio se acaba y la argolla se vende y se funde", cuenta la pareja de José, Cecilia Troncoso. Ellos también compran algunas herencias, como crucifijos y escapularios.
En total son 10. En el subterráneo de la galería Edwards, en Ahumada 340, los locales están pegados uno al lado del otro y lucen como oficinas de decoración kitsch, con elefantes de porcelana, moais, budas de bronce y figuritas chinas pintadas de dorado. Otras, simplemente, tienen la frase "compro oro".
Más al norte, el entrepiso de la galería Nilo, de calle Monjitas, es conocido como la "Galería de los Joyeros". Una cuadra más allá, aparece la meca del mercado: Galerías Santo Domingo.
Emplazada en la esquina con 21 de Mayo es conocida también como "el caracol del oro". De sus 120 locales, el 90% está dedicado a comprar y vender hace cerca de 20 años. El resto de los vecinos son peluquerías y una boite. "Me han llegado personas que necesitan la plata para pasar un buen rato ahí con las chiquillas y, por eso, me venden joyitas chicas", cuenta Enrique Contreras, uno de los locatarios del caracol.
Hacer la transacción del preciado metal, no es cosa de entrar, vender e irse con el dinero. Para lograrlo, hay que ser mayor de edad y presentar la cédula de identidad. Luego, cada comerciante debe llenar una ficha con los datos personales, huella dactilar y descripción del objeto. El toque final lo da la Policía de Investigaciones, que comprueba si el artículo es o no robado. "Este es un trabajo de confianza y de mirar a los ojos, porque quien llega puede estar robando por primera vez y tener los papeles impecables. Hay otros casos más fáciles de detectar: no le voy a comprar a un cabro que llega todo nervioso con el anillo en la boca", agrega Enrique.
Muchas veces el deshonrado no es el cliente, sino quienes le regalaron el anillo o el brazalete. "Una vez, una mujer vino a vender su anillo de compromiso muy triste, pero después de pesarlo, le eché unas gotitas del ácido y comenzó a burbujear. Ella se puso furiosa y gritó: '¡Este imbécil me tuvo años con un anillo de bronce!'".
Para los que viven del comercio del oro, lo importante es hacerse una clientela. Así, la detección de rostros funciona en forma automática.