A COMIENZOS de los 70, mi tío Walter (no era un tío "real", pero tenía una mejor intuición sobre mis pasatiempos e intereses que algunos de mis parientes sanguíneos) me dio un emocionante regalo: una membresía en el grupo Entusiastas del Titanic en América. Tenía sólo 12 años, pero ya estaba enganchado. La magnificencia, el drama, la cautivante caballerosidad (Benjamin Guggenheim colocándose su smoking para que pudiera ahogarse como un "caballero") y la vergonzosa cobardía, los horribles errores, las fascinantes interrogantes: para mí, no existía una mejor historia. Había leído todos los libros que ofrecía la biblioteca local y gastado parte de mi mesada en una copia del indispensable libro Una noche para recordar, de Walter Lord.
A esta incipiente colección, el tío Walter añadió el preciado regalo de una biografía del hombre que diseñó el barco. Siempre ha estado entre los primeros libros que empaco cuando me mudo. No era el único que estaba obsesionado. Tal vez no sea cierto que "los tres temas sobre los que más se ha escrito son Jesús, la Guerra Civil y el Titanic", como dijo un historiador, pero no es una exageración tan grande. Desde las primeras horas del 15 de abril de 1912, cuando el gran barco se fue al fondo del Atlántico, llevándose cinco grandes pianos, ocho mil tenedores, un automóvil, una central telefónica, 20 calderas, una copia adornada con joyas de El Rubáiyát de Omar Khayyam y más de 1.500 vidas, la escritura no ha parado.
Primero fueron los titulares, que aún hoy pueden producir una terrible emoción. Todos se salvan en el Titanic tras la colisión, afirmó el Evening Sun de Nueva York menos de 24 horas tras el hundimiento. Un día después, los hechos duros habían reemplazado a la esperanzadora conjetura: El Titanic se hunde, 1.500 mueren. Luego surgieron los relatos de los supervivientes, un género que ha crecido para incluir un libro de los descendientes de un pasajero libanés cuyo viaje a América había comenzado en una caravana de camellos. También hubo poemas. Por un tiempo, hubo tal exceso que el Times se vio obligado a imprimir una advertencia: "Escribir un poema sobre el Titanic que merezca ser impreso requiere que el autor tenga algo más que papel, lápiz y la fuerte sensación de que el desastre fue terrible". Desde entonces, han surgido historias, estudios académicos, polémicas de los entusiastas del tema y novelas, que se cuentan en cientos. Incluso hay una guía tipo "Titanic para tontos". Sólo en este mes de centenario se publicarán casi tres docenas de libros.
Los libros son, por así decirlo, sólo la punta del iceberg. Entre 1912 y 1913 se publicaron más de 100 canciones sobre el Titanic. Apenas un mes tras el hundimiento, se estrenó la película Salvada del Titanic, presentando a Dorothy Gibson, una actriz que había sido pasajera de primera clase. Estableció una fórmula: una historia de amor que rodeaba la catástrofe real y que ha resurgido una y otra vez, de forma notable, en una cinta de 1953 protagonizada por Barbara Stanwyck y en el éxito de 1997 de James Cameron, que fue la cinta más cara y la más exitosa de todos los tiempos (el filme fue relanzado la sema pasada, tras una conversión al 3D que costó 18 millones de dólares).
El interés incansable sugiere que la historia del Titanic toca una veta mucho más profunda que la fascinación mórbida que ronda a otros desastres. La explosión del Hindeberg e incluso el ataque con torpedos que hundió sólo tres años después del Titanic al Lusitania (otro gran crucero que transportaba a ricos y famosos) fueron calamidades que impactaron al mundo, pero no lograron generar una preocupación obsesiva.
A diferencia de otros desastres, el Titanic parece querer decir algo. Para algunos, es una párabola sobre el alcance y los límites de la tecnología. Para otros, un cuento moral sobre las clases o un presagio de la Primera Guerra Mundial, el fin de una era más inocente. Los historiadores desechan esta noción como mera nostalgia; para ellos, el desastre no es tanto una línea divisoria histórica como una pantalla en la que la sociedad de inicios del siglo XX proyectó sus ansiedades sobre raza, género, clase e inmigración. Todas estas interpretaciones son legítimas, incluso provocativas: y aún así nadie, de alguna forma, se siente totalmente satisfecho. Si el Titanic ha cautivado nuestra imaginación de forma tan potente durante los últimos cien años, debe ser a causa de algo más grande que cualquier factor de historia social, política o cultural. Para llegar al fondo del porqué no podemos olvidar esta historia, debemos apartarnos de los hechos y considerar el ámbito al cual pertenecen el Titanic y su historia: el mito.
Si los hechos son tan bien conocidos ahora, al punto que parecen más un recuerdo que historia, es gracias a Walter Lord. A más de 50 años de su publicación, Una noche para recordar (1955) sigue siendo el recuento definitivo; nunca ha dejado de estar en circulación. En poco menos de 150 páginas, el autor despliega con toda nitidez una historia que, tal como él intuyó correctamente, no necesita que le añadan drama.
El comienza virtualmente al momento del impacto: "En lo alto del puesto de observación del suntuoso barco nuevo -el más grande construido y ampliamente admirado por su diseño de tres propulsores y declarado por la prensa como 'inhundible'- dos vigías que monitorean el inusualmente calmo Atlántico norte repentinamente ven un iceberg justo en frente". En un par de páginas, el destino del barco se sella: Lord nos da los agonizantes 37 segundos entre el avistamiento y la colisión, y luego el subestimado momento del choque, aquella tenue sensación de estar en una juguera descrita por muchos pasajeros y tripulantes ("Si hubiera tenido un vaso lleno hasta al borde en mi mano no se habría derramado ninguna gota", recordó un superviviente). Sólo entonces el autor ilustra lo que llevó a ese momento -incluyendo la decisión de acelerar a través de aguas conocidas por la presencia de icebergs- y lo que siguió después.
Hasta el libro de Lord, lo que la mayoría de la gente había leído provenía de las informaciones de prensa iniciales y, a medida que los años pasaron, de artículos y entrevistas publicadas en los aniversarios del hundimiento. Lord fue el primer escritor en reunir todo desde una perspectiva más distante. La pausada imparcialidad de su recuento refleja la extraña calma que, según muchos supervivientes, prevaleció a bordo del navío. "Y así continuó", escribió Lord, "sin campanas ni sirenas ni alarma general".
La catástrofe se despliega casi como un sueño. No hay reacciones exageradas de los pasajeros ni de la tripulación, muchos de los cuales sintieron que la nave que se hundía era una apuesta mejor que los pequeños botes salvavidas ("Estamos más seguros aquí que en ese pequeño bote", declaró J.J. Astor, quien se ahogó). Hay decisiones extrañamente reveladoras: un miembro de la socialité dejó su cabina, luego regresó e, ignorando los 300 mil dólares en acciones y bonos que tenía en una pequeña caja, agarró un amuleto de la buena suerte y tres naranjas. También están los cohetes lanzados para pedir ayuda y que un pasajero recuerda como estacas bajo el cielo estrellado. Y luego el conmovedor final, marcado por el sonido de las gigantescas calderas, desencajadas y cayendo hacia la parte sumergida del barco.
Hay momentos icónicos de estilo y devoción, y de cobardía. Benjamin Guggenheim realmente trató de intercambiar su chaleco salvavidas por un smoking. La señora Isidora Straus realmente intentó rehusarse a dejar a su esposo, copropietario de Macy's: "Donde tú vayas, yo iré", se le escuchó decir. Entre las canciones escritas tras el hundimiento había una en Yiddish, celebrando la devoción de la pareja. Y, en una anécdota repetida incluso en un episodio de la serie de TV Night Gallery, una mujer en un bote salvavidas resultó no ser una mujer después de todo. Sólo un aterrorizado joven irlandés.
Lord tuvo acceso a muchos supervivientes y los detalles que habían permanecido en su memoria tienen la persuasiva singularidad de la verdad. Uno de ellos entrega una perturbadora banda sonora en la terrible hora y media entre el hundimiento y la aparición de una nave de rescate. Jack Thayer, un adolescente de Main Line, uno de los pocos pasajeros sacados del agua, recordó que el sonido emitido por los cientos de personas que caían a las aguas de 2,2° C, ahogándose o congelándose hasta morir, era como el ruido de langostas merodeando el campo de Pennsylvania en una noche de verano.
Lo más cerca que Una noche para recordar está de generar drama es un recuento, repartido astutamente en la narración, de lo realizado por las dos naves que se volverían íntimamente asociadas con el desastre. Una era el pequeño navío Carpathia, que esa noche se hallaba en ruta desde Nueva York al Mediterráneo. Estaba a 93 km del Titanic cuando captó las primeras llamadas de auxilio; fue la única nave que se desplazó rápidamente a rescatar al gran transatlántico, revirtiendo su curso. La otra, el pequeño barco a vapor Californian, que había parado a unos 16 km del Titanic (a diferencia de la fatídica nave, había hecho caso a las advertencias de icebergs) y que se quedó ahí toda la terrible noche, ignorando las frenéticas llamadas del Titanic, vía radio inalámbrica, lámparas con código morse y, finalmente, cohetes. No es inexplicable como parece: no tenía un operador nocturno de radio. Pero nadie ha explicado lo suficiente por qué el capitán, los oficiales y la tripulación del Californian no respondieron a lo que parecían señales obvias de angustia. El segundo oficial sólo pensó que era extraño que una nave disparara cohetes de noche. Si Lord se hubiera adentrado en interpretaciones mayores, tal vez habría visto en una nave un símbolo de la urgente necesidad humana por sobrevivir y en la otra, la inamovible resistencia de la estupidez pura.
Casi a la mitad de Una noche para recordar , Lord interrumpe su narración con algunas páginas de reflexiones. Los temas que encuentra se caracterizan por una cautivante combinación de nostalgia y escepticismo. Una noción es que el hundimiento marcó "el fin de los antiguos días" de la confianza tecnológica del siglo XIX y de la "nobleza obliga". Otra es una sensación de que la gente se comportaba mejor en ese entonces, ya fuera la nobleza, los pasajeros de tercera clase o la tripulación. Cuando un oficial fue finalmente recogido de su bote salvavidas, plegó cuidadosamente las velas y el mástil antes de subir a bordo del barco de rescate.
Pero ensombreciendo todo está el problema del dinero y la clase. La historia del Titanic se lee de forma irresistible como una parábola sobre una era dorada, en la cual la muerte no era para nada democrática, como queda claro en una notoria estadística: entre los hombres de primera clase (que pagaron hasta 4.350 dólares, en una época en que el ingreso promedio para un hogar de EE.UU. era de 800 dólares), el porcentaje de supervivientes fue casi el mismo que el de los niños de tercera clase. A pesar de su sentimentalismo sobre la caballerosidad, Lord no se aparta de lo que el hundimiento y sus repercusiones revelaron sobre los prejuicios y privilegios de la época. El libro traza un condenatorio arco que va desde el tratamiento especial disfrutado por las mascotas hasta la forma en que los pasajeros de tercera clase eran "ignorados, abandonados, olvidados". Aún así, mantuvo sus sermones al mínimo. Termina con una nota elegante: el joven de 17 años Jack Thayer subiendo a una litera en el Carpathia, que salvó a 706 de las 2.223 almas del Titanic, y quedándose dormido tras beber el primer vaso de brandy de su vida.
John Maxtone-Graham, en su libro La tragedia del Titanic: una nueva mirada al transatlántico perdido, cambia al enfoque tecnológico, destacando el rol crucial de la comunicación inalámbrica. El Titanic fue uno de los primeros barcos en la historia en emitir un SOS ("Envíen SOS", le dijo Harold Bride -el operador aprendiz del Titanic y quien sobrevivió- al oficial de 25 años Jack Phillips, quien murió. "Es el nuevo código"). Y el hundimiento estuvo entre las primeras noticias en ser cubiertas globalmente, gracias a la radio inalámbrica, de forma más o menos simultánea con los eventos. Uno de los primeros titulares que apareció mientras la nave de rescate llevaba a los supervivientes a Nueva York (Observadores furiosos por el silencio del Carpathia) sugiere cuán rápido nos acostumbramos al acelerado ciclo de las noticias. El libro retrata acertadamente a los chicos inalámbricos de hace cien años como los geeks de la computación de su era, desde su extrema juventud a su sorprendentemente familiar forma de hablar. What es the matter with you (¿Qué ocurre con ustedes?) fue una de las respuestas a la llamada de auxilio del Titanic.
En Titanic: La última noche de un pueblo pequeño, John Welshman se esfuerza por "re-balancear la narrativa" sobre el privilegio, mirando más allá del glamour de la primera clase, el dramatismo de los pasajeros de tercera clase y las historias de los pasajeros de segunda clase. Su técnica de entregar pequeñas biografías de todos sus personajes probablemente pone a prueba los límites del interés humano, pero ofrece detalles maravillosamente idiosincráticos. Un professor de ciencia británico sintió una extraña "sensación de seguridad" una vez que el barco se detuvo, "como si estuviera parado en una gran roca en el medio del océano"; otro superviviente, un niño de nueve años, se dio cuenta mucho después que no soportaba ir a los juegos de los Detroit Tigers, porque los clamores tras cada anotación le recordaban los gritos de quienes murieron.
El impulso por reevaluar no es nuevo. La mejor disección del origen del mito del Titanic es el libro Abajo con la vieja canoa: una historia cultural del desastre del Titanic, publicado por primera vez en 1996 y que acaba de ser actualizado. Biel, historiador de Harvard, mostró cómo la historia del Titanic ha sido usada para servir a los propósitos de todos, desde antisufragistas hasta el movimiento laboral y los republicanos.
El plantea que si bien el hundimiento no fue "ni el catalizador ni la causa, sí expuso y representó las ansiedades sobre la modernidad". Una de éstas fue la raza: un asalto sobre uno de los operadores inalámbricos durante los últimos minutos de la nave fue atribuido a un tripulante negro inexistente. La afluencia de nuevos inmigrantes no anglo sajones fue otra. Reportes de la tripulación y la cobertura de prensa revelaron un prejuicio tan fuerte contra los europeos del sur que el embajador italiano en EE.UU. se vio obligado a presentar una queja formal.
Una razón de que el Titanic atrape la imaginación incluso hoy es que presenta grandes interrogantes: como escribe Nathaniel Philbrick en la introducción a la nueva edición del libro de Lord, ¿Quién sobrevivirá? y ¿Qué habría hecho yo? Estas preguntas se ciernen también sobre el libro Cómo sobrevivir al Titanic, de Frances Wilson, o en El hundimiento de J. Bruce Ismay, una biografía de una de las figuras más controvertidas: el hombre que era el director de la empresa propietaria de la nave.
Ismay fue despreciado ampliamente por haber entrado a un bote salvavidas en lugar de hundirse con la nave y haber presionado al experimentado capitán del Titanic, E.J. Smith, a mantener una velocidad relativamente alta aun cuando la nave había recibido advertencias de iceberg. Wilson confirma y también minimiza la familiar caricatura de Ismay. Aún así permanece una sensación de conveniencia. "No puedo sentir que haya hecho algo malo y no puedo culparme por el desastre", escribió Ismay a la viuda de un pasajero ahogado. Y aún así, Wilson evoca hábilmente la complejidad emocional subyacente. Basándose en una carta no publicada, revela que durante el viaje, Ismay se enamoró de la madre de Jack Thayer y la cortejó vía epistolar luego de que el hundimiento la dejó viuda.
Pero incluso aquí prevaleció la frialdad. Cuando Marian le pidió ayuda con su reclamo ante el seguro, Ismay respondió: "Lamento profundamente la pérdida que ha sufrido, pero debe concordar conmigo que todas estas iniciativas deberían ser tratadas de la misma forma, ¿No cree?".
Si usted estuviera escribiendo una obra moral sobre el privilegio de clases, no podría hacerlo mejor que soñar con una glamorosa nave de tontos y llenarla con todos, desde la más alta alcurnia a inmigrantes buscando una mejor vida. El tema de la clase es una razón clave para que el desastre del Titanic siempre haya sido perfecto para la dramatización. Y aún así, la forma en que contamos la historia revela más sobre nosotros que sobre lo que pasó.
Si las indignantes descripciones del sistema de clases en tantos dramas del Titanic coexisten de forma incómoda con las cariñosas descripciones del privilegio de las clases altas, eso también es parte del atractivo: nos permite demostrar nuestro liberalismo y al mismo tiempo satisfacer nuestro consumismo. En la cinta de Cameron, alentamos al pasajero de tercera clase que hace una pausa, durante un último salto en busca de un bote salvavidas, para lanzar un comentario irónico sobre la banda mientras seguía tocando ("Música para ahogarse..ahora sé que estoy en primera clase"), pero también estamos felices de descansar con Kate Winslet en una cubierta bañada por el sol, mientras una sirvienta le limpia las manos y rodillas tras el desayuno.
Sin mucha sorpresa, el tratamiento más fuerte de este tema fue el filme de 1958 basado en el libro de Lord y que se realizó en Gran Bretaña; es decir, por la gente que tenía una mejor comprensión de la distinción de clases que la que tenía un americano como Lord. Es revelador que la única estrella del filme (el popular actor Kenneth More) interpretara un rol comparativamente bajo aunque heroico: el segundo oficial Herbert Lightoller, quien logró mantener vivos a 30 hombres mientras permanecían de pie sobre un bote volteado.
El filme, como el libro, depende de su efectividad al realizar una presentación sencilla de información y acumulación de muchos detalles. Una escena corta en que un grupo de irlandeses de tercera clase irrumpe a través de una puerta de metal mientras se dirigen a los botes salvavidas en los comedores de primera clase, listos para el desayuno de la mañana siguiente, y se muestran reticentes en un primer minuto a entrar a ese espacio sagrado, nos dice más sobre el sistema de clase que el crudo populismo de Cameron.
Pero si el tema subyacente de las dramatizaciones del Titanic ha sido la clase, el motor impulsor de la trama casi siempre ha sido el romance. Aparte de Una noche para recordar, las películas y la televisión han tendido a ignorar el drama Carpathia-Californian, prefiriendo usar el Titanic como un lujoso telón de fondo para pasiones trágicas y lecciones de último minuto sobre el valor redentor del amor. En Titanic (1953) de Jean Negulesco, Barbara Stanwyck interpreta a Julia Sturges, una mujer del medio oeste americano casada infelizmente con un millionario , de quien se ha ido alejando paulatinamente mientras vive una vida vacía. El drama evoluciona en el marido, desde un canalla superficial a un héroe que se sacrifica; y más importante, detalla la trayectoria de una pareja que pasa de su alejamiento hasta una reconciliación de último momento que los hace darse cuenta que lo que importa es el amor y no el dinero.
Si el Titanic es un vehículo para procesar nuestras ansiedades culturales, el filme de 1953 deja en claro que una de éstas, durante los primeros años de la guerra fría, se refería a quiénes eran los tipos buenos. "Somos americanos y pertenecemos a América", declara Julia. Americanos de clase media también: aprendemos que Julia partió como una "chica que compraba sus sombreros en los catálogos de Sears".
El libro de Steven Biel presenta otro argumento: una nostalgia de la Guerra Fría por una especie de Apocalipsis más manejable, no el enceguecedor fulgor termonuclear, sino el lento congelamiento que dejaba tiempo para escribir nuestro propio final.
Con su enfoque en el sufrimiento femenino y autosacrificio, y especialmente en su presentación del romance difícil entre un joven poco pretencioso y una chica de sociedad, el Titanic de 1953 -que ganó un Oscar por mejor historia y guión- anticipó la cinta de 1997 de James Cameron, que ganó todos los Oscar. Pero Cameron le da a su filme un giro feminista en lugar de patriótico. Rose, de una buena pero empobrecida familia, se está casando con el despreciable Cal Hockley, quien sella su compromiso con el regalo de un diamante azul que había pertenecido a Luis XVI. "Es tan injusto", suspira ella durante una conversación con su odiosa madre snob, "Por supuesto que es injusto. Somos mujeres", le responde.
Rose no es la única chica aproblemada. Como todas las naves, el Titanic fue una "ella" y Cameron es esforzó en impulsar la identificación entre el barco y la joven. Ambas son, según las apariencias, "doncellas" que están en ruta de perder su virginidad; ambas son presentadas como hermosos objetos de la adoración posesiva de los hombres, cuyo fin es la gratificación de los egos masculinos. "Ella es el objeto móvil más grande de la historia, fabricado por la mano del hombre", se vanagloria Ismay ante algunos comensales. Luego, mientras Rose va a cenar, uno de los amigos de Cal lo felicita por su prometida como si ella también fuera un objeto precioso: "Felicitaciones, Hockley, ¡Ella es espléndida!". Al inicio de la película, la nave acelera confiadamente mientras Rose es descrita como una joven "atrapada" e incapaz de "liberarse" (del corset, de su madre); hacia el final, la nave está inmovilizada, mientras la joven se lanza a la vida, tanto literal como figurativamente. Rose en otras palabras se salva a sí misma; el Titanic es el sacrificio.
Si el Titanic se hubiera hundido en su viaje 27, no nos rondaría de la misma forma. Es la carencia de un final que nunca se detiene la que nos atormenta, tentándonos a rellenar los espacios en blanco con más historias. Hacia el final de Una noche para recordar, Lord admite brevemente el "elemento del destino" en la historia, el cual tienta a su audiencia con una sensación de inevitabilidad y al mismo tiempo de cuán fácil sería que las cosas hubieran resultado distintas. Es, dice, como "una clásica tragedia griega".
Tenía razón. Toda la energía gastada en la mecánica, el romance, la construcción, la lista de pasajeros, los interminables debates sobre lo que pudo haber hecho el Californian y sobre cuánta gente murió (algo que aún queda por resolver) nos ha distraído de lo que, al final, podría ser el factor más obvio de la historia del Titanic: replica de forma impresionante la estructura y temas de nuestros mitos más fundamentales y nuestras tragedias más antiguas.
El mítico nombre de la nave (los titanes eran una raza de super seres que pelearon contra los dioses y perdieron) apunta a un tema clásico: la arrogancia castigada ("Dios mismo no podría hundir este barco"). La estructura de la historia del Titanic también tiene la elegante simetría de la literatura: el héroe está atrapado entre un energético salvador (Carpathia) y un obtuso villano (el Californian). Y hay algo más que sugiere que fue diseñado como un espectáculo dramático. Una gran diferencia entre el Titanic y otros naufragios -como el Lusitania- es la forma en que su historia se desarrolló en tiempo real. Torpedeado por un submarino en mayo de 1915, el Lusitania se hundió en 18 minutos, un intervalo muy corto para generar historias. Al Titanic le tomó dos horas y 40 minutos, aproximadamente el tiempo que tarda una gran producción hollywoodense en contar una historia. Un trágico deja vú, temas clásicos, estructura perfecta, tiempo ideal: si hubiéramos inventado el Titanic, no podríamos haberlo hecho mejor.
Pero alguien sí lo inventó. Tal vez el elemento más perturbador en el inmenso inventario de trivia sobre el Titanic es una novela llamada Futilidad, de un escritor americano llamado Morgan Robertson. Parte con un gran transatlántico de innovador diseño de tres hélices, "el más grande barco a flote y la mayor obra de los hombres… inhundible, indestructible". Acelerando a través de peligrosas condiciones climáticas, golpea primero algo con su estribor; luego, un aterrador grito de "Iceberg adelante".
Como el título sugiere, los temas de este relato de ficción son los antiguos: la vanidad, el castigo divino por la confianza desbordante en nuestros logros tecnológicos, la futilidad del esfuerzo humano en un mundo gobernado por una naturaleza indiferente. Pero la historia cobra vida sólo cuando Robertson se enfoca en los detalles técnicos, como la escenas de la colisión: "75 mil toneladas acelerando a través de la niebla, habían chocado contra un iceberg... Se alzó del mar, más y más alto, hasta que las hélices de la popa estaban medio expuestas... las sujeciones de las 12 calderas y los motores se rompieron… estas gigantescas masas de hierro y acero cayeron a través de un laberinto de escaleras, rejillas y mamparas, perforando los costados de la nave... el rugir del vapor que se escapaba y el sonido similar a abejas de casi tres mil voces humanas, que se alzaban en agónicos gritos de ayuda...".
Este relato es familiar hasta el más mínimo detalle: el zumbido similar a abejas parece aludir a la comparación hecha por Jack Thayer de los sonidos de langostas en una noche de verano. Y aún así es imposible. Robertson publicó su libro en 1898, 14 años antes de que el Titanic zarpara. Si continúa en nuestra imaginación es porque estábamos soñando con ella mucho antes de aquella tarde, cuando giró hacia el oeste y, por primera vez, se dirigió hacia mar abierto.