En 1936, Roberto Matta estaba recién llegado a Portugal, completamente perdido y sin un peso en los bolsillos. Tenía 23 años, había salido hace unos meses de Chile luego de graduarse de arquitecto, convencido de que lo suyo era en realidad el arte. Sin amigos a quien acudir, se le ocurrió buscar a la única compatriota de la que sabía vivía allí: la poeta Gabriela Mistral era cónsul en Lisboa y Matta partió a buscarla.

Al verlo, la poeta se dio cuenta de que el joven Matta Echaurren provenía de una acomodada familia chilena. "Le vino como una especie de lástima de verme tan decangajado y entonces me invitó a almorzar, y como se hizo demasiado tarde me quedé a dormir. Y así estuve tres meses en su casa", recordó una vez el pintor.

Así nació la amistad y, en el caso de Matta, algo más. "Es cierto que me enamoré de ella y le pedí su mano. Porque era muy buenamoza. Tenía unos ojos enormes y hablaba con gran dulzura. Ella me dijo que podía ser mi abuela y que mejor me callara", contó. Claro que no fue lo único que le fascinó de la escritora. También admiró su preocupación por los problemas sociales de Latinoamérica y por las tardes se quedaba escuchándola embelesado dictar poemas a su secretaria. Gracias a ella, Matta escuchó hablar por primera vez de José Martí, el poeta cubano. "Y de repente se cansó conmigo y me pagó un pasaje en tercera clase a Londres", dijo el pintor. Y ahí se acabó el "amorío".

El episodio lo recoge el filósofo y músico Eduardo Carrasco, ex miembro de Quilapayún, en el libro Conversaciones con Matta. El volumen reproduce sus encuentros con el pintor durante noviembre de 1981 y febrero de 1982. Se trata de nueve cintas registradas mientras los amigos se juntaban a conversar, siempre a las seis de la tarde, en el departamento que poseía el artista en el Boulevard Saint Germain, de París. Los temas eran improvisados: arte, infancia, amores perdidos, política y Chile.

Publicado en 1987 en una pequeña edición, hoy inencontrable, Conversaciones con Matta se convirtió en un mito entre los artistas y fanáticos. A 20 años, Ediciones UDP reedita ahora el volumen, desempolvando anécdotas que logran iluminar la extravagante figura del pintor surrealista, quien cumpliría 100 años el próximo 11 de noviembre. "Creo que Matta sentía que a través de mí se estaba comunicando con Chile. Siempre que nos juntamos estaba de buen humor y uno no podía estar mucho tiempo sin reírse. No le gustaban las cosas fáciles ni las frases cliché, jugaba mucho con las palabras, siempre con una actitud creadora y revolucionaria", recuerda Carrasco.

La transcripción de las conversaciones parte con los tímidos primeros pasos de Matta en el ambiente artístico. A mediados de los años 30, conoce en Madrid a Federico García Lorca y a Pablo Neruda. "Yo no sabía que existían los poetas. Era gente rara, pero mucho más divertidos que todos los tipos que yo había conocido. Federico me dio un libro suyo y ahí empece a ver otro mundo. Comencé a ir a las galerías de pintura. Nunca había hecho estas cosas. Yo era como esos niños de 23 que ves salir de misa los domingos, que viven así, en una nebulosa", cuenta. A los meses, fue el flechazo con la Mistral.

En cambio, la relación con Neruda fue tibia y prácticamente el autor de Canto general ignoró a Matta como artista. "El simpatizó conmigo, pero seguramente porque yo era el más ignorante, el más joven y el 'sobrino'. Pablo adoraba un abrigo que tenía y me lo pedía para llevar a la Hormiguita al cine", dice el artista.

En los 60, cuando Matta ya era un pintor de fama internacional y sus obras se exhibían en el MoMA de Nueva York, un editor los invitó a él y a Neruda a trabajar en un libro juntos. "Pablo no quiso. Nunca me tomó en serio. Me vio siempre como un sobrino", dice.

Otros, en cambio, caían rendidos ante esa desfachatada inocencia que lo caracterizó. En el libro, Matta recuerda su primer encuentro con el francés André Breton, fundador del surrealismo, quien al ver sus dibujos de inmediato lo detectó como uno de los suyos. "Y yo le dije: ¿qué es surrealista? Creyó que yo me reía de él. Era como si tú fueras donde Lenin y le dijeras ¿qué quiere decir comunista? Yo era ignorante", señala Matta. A los días, el pintor chileno abrazó el surrealismo y estrechó amistad con Picasso, Miró y luego con Duchamp. Ya no estaba solo, por fin había encontrado una familia. Le duró poco: en 1948 fue expulsado del movimiento.

Los mellizos Gordon y Batán tenían apenas dos años y medio cuando Matta los abandonó junto a su esposa, Anne Clark. El quiebre del matrimonio coincidió con la ocupación de Francia en 1940 y el pintor, que recién se había declarado "trotskista", huyó a EEUU. No fue lo que esperaba. "Es como si uno se quedara petrificado, como le ocurre a un conejo frente a una boa, es decir, que la cosa para de funcionar. La vida cotidiana en USA es feroz. Porque si tú no eres inmigrante, en el sentido de verdaderamente quererte integrar y ser ciudadano de los Estados Unidos, eres como nada. A ellos no les gusta un tipo que está ahí curioseando. Ellos quieren que sea un tipo que llega allí de rodillas, admirando y adorando la extraordinaria sociedad en que tú vas a hacerte millonario o Presidente de la República", señala.

A pesar de los resquemores, el pintor se quedó ocho años en EEUU. Hizo fama, vendió sus cuadros y se casó por segunda vez, con Patricia O'Connors. A fines de los 40, la relación decayó y se produjo la desgracia. En 1948, Arshley Gorky, pintor armenio cercano al surrealismo y amigo del chileno, se suicidó. Todos culparon a Matta de traición. Lo acusaron de ser amante de Agnes, la esposa de Gorky, y desencadenar su muerte. Un tribunal presidido por Breton lo excluyó del surrealismo. "Se alejaron de él, pero la acusación era falsa. El surrealismo se convirtió en una iglesia y Breton en el Papa que excomulgaba. Matta se sentía mal", dice Carrasco.

El pintor volvió a Francia, pero estaba solo. "Me encontraba en la calle a esos tipos que eran mis amigos y no me saludaban. Comenzó para mí un exilio", cuenta. Se marchó a Italia. En su vida, se emparejaría tres veces más. Con la italiana Angela Faranda tuvo a su hijo Pablo. Con la francesa Malitte Pope, a Ramuntcho y Federica y, finalmente, con Germana Ferrari, con quien vivió sus últimos 13 años, tuvo a Alysée.

En los años 60, los lazos de Matta con Chile se reanudaron. Atrás había quedado el joven inexperto que dio la espalda a su padre, para irse a Europa en los años 30. De vuelta, venía el pintor que logró conquistar el mundo del arte, forjando una obra original, que lo convirtió en uno de los artistas chilenos mejor cotizados. Pero su regreso fue más político que artístico. Fascinado con el movimiento social que se producía en Chile, Matta vino tres veces a cumplir actividades específicas. En 1967 estuvo por 24 horas para hablar con el Presidente Eduardo Frei Montalva. "La idea era pedir la apertura de relaciones con Cuba. Darle a La Habana una suerte de prestigio cultural, para protegerla de las provocaciones de parte del imperio", cuenta Matta. En un sólo día, asegura, se reunió con Frei, los estudiantes, el ministro de RR.EE. y el presidente del PC.

En el segundo viaje, el pintor asistió al cambio de mando de 1970 y se encontró con Allende. "Como yo sabía que a él le interesaba la pintura, le llevé de regalo un cuadro pequeño. Como yo nunca firmo los cuadros, él me dice 'fírmelo'. Lo firmé y me dijo: 'Esta es la primera cosa que se firma en este escritorio desde que soy presidente'". Era cierto. La tercera vez, Matta vino a hacer arte con la Brigada Ramona Parra: El primer gol del pueblo chileno, un mural que estuvo décadas oculto tras el golpe militar y que fue recién recuperado en 2007.

"Matta nunca militó en ningún partido porque no le gustaban las etiquetas. Su punto de vista era universal. Se alejó del chilenismo patriotero, pero era sensible al dolor humano; por eso decía que era argelino cuando estos eran violentados, vietnamita cuando era la guerra en Vietnam y chileno en plena dictadura", dice Carrasco. "Muchos no entendían a Matta porque no se tomaba en serio, pero atrás de las payasadas que decía había reflexiones profundas. También lo acusaron de no sentirse chileno, lo que es muy hipócrita. ¿Qué ofrece Chile a los artistas para exigirles que se queden? Es válido que Matta haya buscado otros horizontes".

En sus charlas, Carrasco y Matta hablaban también de pintura, y a veces el artista revelaba secretos. "La mayor parte de las obras de mis exposiciones no están terminadas... Tú sabes, en tres ocasiones se desparramó mi casa y cada señora respectiva empezó a vender estas cosas. Mi interés sería encontrar un enorme sitio donde colgar mis cuadros, como una especie de delirio. Me gustaría hacerlo en el Louvre, donde mis cuadros que se exhiben tampoco están terminados. Los martes, cuando el museo está cerrado, yo iría a terminar todas estas cosas... a corregirlas", dice Matta.

Pero las confesiones acaban ahí. Cuando Carrasco quería indagar más sobre cómo concebía su propia obra, Matta se callaba. "Era supersticioso. Sentía que si llegaba a comprender racional y filosóficamente lo que él hacía, su genialidad se apagaría. Lo divertido es que lo que más me interesaba a mí era comprender su arte y cómo se había vuelto artista. Entonces, él paraba la conversación y me dejaba así, como en puntos suspensivos", concluye el filósofo.