Después de hablar de su infancia en Recoleta, de la carnicería de sus padres en La Vega, de sus inicios como profesor de Estado en el mismo liceo donde estudió. Después de hablar de lo poco que hizo y supo ante los abusos en años de Pinochet, de los dolores personales y las vueltas de la vida que hoy lo tienen resolviendo cientos de casos de derechos humanos, casos históricos y de relieve político como los de Allende, Tohá, Neruda, Bachelet y Guzmán. Después de todo eso, al término de la última de dos charlas, Mario Rolando Carroza Espinosa, juez de la República, se ha puesto de pie y mira desde un ventanal de su oficina en el piso 14 de un edificio de San Antonio esquina Merced.

Desde ese lugar, que da al poniente, se ven edificios, ropa tendida, oficinistas y oficinas, antenas de celulares y algunas nubes. El ruido que viene de la calle este mediodía es estruendoso, pero no parece inmutar al hombre que permanece de pie, de brazos cruzados, frente al ventanal abierto.

Días antes, en esta oficina, ha expresado dudas de referirse públicamente a su trabajo y, más todavía, a sí mismo. Carroza es un juez de pocas palabras, formado a la antigua, de esos que prefieren que los fallos hablen por él. Pero también ha expresado que suele apelar a un sexto sentido para discernir asuntos complejos, y que ese sexto sentido le ha aconsejado que no está mal que se conozca lo que hace y cómo lo hace.

Mirando la ciudad, o perdiendo la vista en ella, Mario Carroza guarda silencio por algunos segundos. Y luego, como si algo lo trajera al presente, dice que siente una responsabilidad enorme por la misión que le han asignado. Una responsabilidad que implica prudencia, pero también decisión, dice. Y sobre todo rigor.

El juez recuerda entonces que cuando la Corte Suprema le planteó el desafío de investigar cientos de violaciones a los derechos humanos, él pensó que debía dedicarle el máximo empeño, que si lo hacía, debía hacerlo de la mejor manera.

-Hacerlo bien -dice desde el ventanal.

Y en eso está. Cerrando un capítulo de la Historia con su historia personal a cuestas, que es tan dolorosa como la otra.

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El despacho de Mario Carroza es una completa orfandad. Parece que recién estuviera llegando. O a punto de irse. En ese amplio espacio del piso 14 no hay cuadros, fotos ni adornos. Apenas un perchero, un juego de sillones con mesa de centro, un estante con archivadores y unos pocos libros, como La conjura y Operación Cóndor. Y ese escritorio en forma de ele donde hay un computador, un expediente, un bloc de notas, un jarro con agua.

A simple vista podría pensarse que tiene muy poco trabajo. Pero no. Tiene más trabajo del que imaginó en un comienzo. Más que cualquier otro ministro que lleva causas de derechos humanos. Si su oficina luce así es porque se reconoce hombre metódico, "de espíritu minimalista", obsesivo por los esquemas y el orden.

En 2010, cuando la Corte Suprema lo nombró juez con dedicación exclusiva para investigar querellas por ejecutados políticos, recibió cerca de 1.200. Poco más de la mitad las derivó a jueces de regiones; las restantes permanecieron a su cargo. De ahí surgieron las investigaciones por la muerte de Salvador Allende, del general Alberto Bachelet y, más recientemente, de Pablo Neruda. Ya tenía otras de relevancia, como el asesinato de Jaime Guzmán y los crímenes del Comando Conjunto. Y ahora que el juez Joaquín Billard pasó a retiro, heredó el caso Pisagua y otros tantos.

Trabaja con ocho actuarios, hombres y mujeres jóvenes que se distribuyen por la mitad de la planta del piso 14. Sus secretarios, como los llama, son quienes llevan las causas en el día a día, quienes coordinan diligencias y siguen las líneas de investigación fijadas por él.

-Ellos tienen que hacer las cosas bien, pero si algo sale mal, la responsabilidad es mía -previene-. Esto no es un equipo de fútbol donde las responsabilidades son compartidas.

Hacer las cosas bien. Mario Carroza volverá una y otra vez a esa frase. Hacer las cosas bien pasa por llevar orden en una planilla Excel donde registra el nombre de víctimas, inculpados y testigos. Ese mapa se complementa con fechas relevantes, diligencias, novedades. Además se ayuda de un iPad que compró recientemente y de un bloc tamaño oficio donde registra "datos dispersos que yo me entiendo".

Para investigar crímenes ocurridos en dictadura -crímenes ya no emblemáticos, sino anónimos, donde muchas veces la información es escasísima- ha debido ordenar un pasado en que las piezas aparecen dispersas, incompletas, difusas. Un puzzle que se compone del testimonio de familiares de víctimas y de ex agentes, de cuerpos que se hace necesario exhumar, de papeles y libros perdidos en algún archivo. Sin proponérselo, sin que sea el objetivo, está escribiendo una historia que se resiste a quedar atrás: la de los servicios de seguridad y sus víctimas.

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En estos días sería difícil que alguien con la vida de Mario Carroza llegara a juez. Más todavía que estudiara dos carreras en paralelo. Sus padres, que tenían carnicería en La Vega, se separaron cuando él era pequeño. Entonces su mamá tuvo que batírselas sola, empleándose como administradora y cajera en otra carnicería de la misma Vega Central.

La mayor de sus hermanas se casó temprano, a los 16 años. La menor quedó internada en un colegio de Santiago. Y él, único hombre, se acostumbró a pasar las tardes solo en su casa de calle Olivos, en Recoleta, después de llegar del Liceo Valentín Letelier. Hacía vida de barrio, jugaba a la pelota, estudiaba.

Rosario Aguirre, amiga de la familia, recuerda que "la tía Milena era una mujer de trabajo, muy encantadora, que crió sola a sus hijos". Y agrega que Mario era "un muchacho simpático, bueno para contar historias fantásticas con una entonación solemne y formal que causaba mucha gracia".

Esa corrección en las formas también se manifestó en el Valentín Letelier. Uno de sus compañeros de curso era Gabriel Durán, que lo recuerda "quitado de bulla, muy correcto, bueno para la pelota y sentado siempre al fondo de la sala de clases". Juan Carlos Jiménez, otro de sus compañeros, lo conoció "estudioso y algo retraído, con esa historia de esfuerzo y entrega de su madre".

Sentado en uno de los sillones de su despacho, con el ruido de la ciudad colándose por la ventana, el juez dice que si bien hubo momentos difíciles, "teníamos más o menos lo que necesitábamos, no puedo decir que faltaran cosas o que alguna vez pasara hambre, no".

-Todo el esfuerzo de mi mamá era para que yo estudiara y sacara mis humanidades. Ella no pretendía que yo fuera profesional, no fueron esos los parámetros que tenía en mente, sino de sacarnos adelante a los tres. Después de terminar el colegio ya podía ocurrir cualquier cosa.

Lo que ocurrió fue que ingresó a Filosofía en la que hoy es la Universidad de Playa Ancha de Valparaíso. Y que un año después, tras volver a rendir el Bachillerato, regresó a Santiago para matricularse en Derecho en la Universidad de Chile y terminar Filosofía en el Pedagógico. Era 1973. En su casa la política no era tema. Ni en su casa ni en la universidad. Lo más próximo a ella en esos días fue una campaña de alfabetización en la que tomó parte como voluntario.

Samuel Bello, que coincidió con él en el Pedagógico, lo recuerda "reposado y sencillo, de los pocos que no participaban de actividades políticas en la universidad".

A partir de 1974 comenzó a ejercer como profesor de Filosofía en el Valentín Letelier y otros colegios. Por la tarde iba a clases de Derecho y en la noche estudiaba. Se casó joven y la vida de profesor le auguraba sacrificios. Y de sacrificios tenía suficiente.

Entonces, ya titulado de abogado, comenzó a trabajar en el 11º Juzgado del Crimen de Santiago. Su titular era el juez Tomás Dahm, a quien Carroza considera uno de sus maestros. Dahm fue uno de los pocos jueces que en esos años, a costa de sacrificar su carrera, intentó investigar denuncias de personas desaparecidas.

Era 1977. El año en que nació la Central Nacional de Informaciones. Ese nombre que ahora le es tan familiar, entonces le era ajeno. La justicia, al menos la de esos años, puede ser un lugar perfecto para aislarse del mundo.

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Para septiembre de 1986, cuando ocurrió el atentado a Pinochet en el Cajón del Maipo, Mario Carroza era juez del Segundo Juzgado de Letras de Puente Alto. Ese día estaba de turno y tuvo que acudir al lugar de los hechos. Tenía 33 años y dos de experiencia como juez. El dice que era joven, inexperto, pero podría haber estado cerca de jubilar y de todas formas hubiera ocurrido lo que ocurrió. El juez se topó con los servicios de inteligencia y no pudo avanzar más allá del Paradero 14.

Días después, tras presentar un reclamo formal y hacer un intento por iniciar un proceso, la fiscalía militar le hizo saber que no tenía nada que hacer en ese asunto.

Fue su primera aproximación a un caso mediático. Y, en cierto modo, un cachetazo de realidad ante lo que ocurría en el país.

A Puente Alto llegó después de hacer escuela en Santiago y Cauquenes. Escuela a la antigua: aprendiendo del trabajo de otros jueces. Carroza dice que en esos años no tenía pleno conocimiento de violaciones a los derechos humanos. Pensaba que eran casos puntuales, no sistemáticos. Y siguió pensándolo incluso a partir de 1987, cuando pasó a la Corte de Apelaciones de San Miguel y le correspondió relatar denuncias de torturas y ejecuciones.

-¿Cree que hizo poco por saber, que pecó de dejación o fue ingenuo?

-Es que tenía pocas posibilidades de conocer, y en los tribunales donde estuve antes de San Miguel no se conocieron casos donde pude haber efectuado alguna labor distinta a la que hice. Uno se plantea eso en el momento en que conoce la magnitud de lo ocurrido. Y ahí uno piensa que tiene que hacer algo, siempre siendo lo más objetivo posible, llevando tranquilidad a las víctimas.

-¿Siente que está saldando una deuda?

-Al menos en lo mío, en lo personal, sí.

-¿Por qué en lo personal?

-Porque todos en su momento pudimos haber hecho algo más. Yo estaba más sensibilizado por mi formación humanista, pero a lo mejor no tenía los contactos ni la información. Nunca me tocaron familiares míos que estuvieran detenidos, menos desaparecidos.

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A partir de 1990, de manera fortuita, empezó a saber. Estaba al frente del Primer Juzgado del Crimen de Santiago cuando vio una querella por estafa en contra de la empresa de Transportes Santa Bárbara. Parecía uno de esos tediosos litigios económicos que acostumbraba ver en ese juzgado, pero no tuvo que escarbar mucho para saber que esa empresa estaba vinculada a ex agentes de la disuelta CNI.

Procesó y detuvo a Alvaro Corbalán, ex jefe operativo de la CNI y gestor de una empresa que, a la vez, estaba ligada a la financiera ilegal La Cutufa. Fue el primer juez que lo envío tras las rejas. Y lo hizo pese a que su familia recibió amenazas telefónicas que en su momento no trascendieron.

El caso destapó un gran fraude y dejó un agente -Francisco 'el Gurka' Zúñiga- al que "no se sabe si lo mataron o se mató". Mario Carroza estaba comenzando a saber. Pero en esos días, por razones profesionales, quería saber otras cosas. Quería abrirse al campo de la justicia civil y una vida más tranquila.

Estaba en eso cuando sucedió.

Mientras él se encontraba en el norte, el auto en que viajaba su familia se estrelló con un camión al llegar a Algarrobo. Su esposa, Ivonne, y su hija Macarena, de seis años, murieron en el lugar. Su hijo Mario, de nueve, que viajaba en el asiento trasero, quedó con serias lesiones, pero sobrevivió. Era enero de 1992.

La tragedia precipitó su decisión. No podía seguir expuesto a casos de sangre y violencia.

-Era complicado, necesitaba irme -dice, sin querer decir mucho-. Esos temas me afectaban.

Pasó entonces a los juzgados civiles. Y, a la vez, de un día para otro, pasó a hacerse cargo por completo de la crianza de su hijo.

Una amiga de la familia tiene la impresión de que si bien el juez "debió haber estado destruido por dentro, tenía que estar fuerte y entero, no podía mostrarse débil ante su hijo, tenía que salir adelante".

Si es posible salir adelante del todo después de algo así, retomar una vida, puede decirse que influyó el encargo que a mediados de los 90 le hizo la Corte Suprema para que implementara la ley de violencia intrafamiliar. Aunque el juez dice que "emocionalmente era bastante fuerte", esa dimensión humana del derecho tuvo un efecto reparador: "Me recordaba mi propia historia, mi infancia, lo que yo había vivido".

Por esas mismas fechas comenzó a participar activamente de la Asociación Nacional de Magistrados. Llegó a ser presidente en dos períodos, pero mucho más importante que eso fue que ahí encontró amigos y grupos de apoyo para lo que había vivido.

Sin querer decir mucho, Mario Carroza dice:

-Ahí me empiezo a enrielar otra vez, empiezo a participar, a salir. Fue como revivir.

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Por su despacho desfilan familiares de víctimas, abogados, policías. También antiguos agentes de servicios de inteligencia. Un abogado del Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior dice que Carroza es "un ministro de puertas abiertas que recibe a toda la gente".

La impresión es refrendada por el abogado de derechos humanos Eduardo Contreras, quien lo considera un juez "eficiente y riguroso, que ha hecho un esfuerzo serio por investigar". Y lo dice pese a que no ha compartido algunas de sus decisiones, como la negativa a procesar al ex general Fernando Matthei por la muerte de Alberto Bachelet.

El abogado Luis Hermosilla, querellante por el asesinato de Jaime Guzmán, opina que Carroza es el juez que más ha hecho por este caso. "Me ha impresionado la dedicación que le ha puesto, ha trabajado con mucho rigor y ha ido cerrando todos los círculos. Es un juez de mucha apertura intelectual, sin prejuicios".

En la Corte Suprema valoran su eficiencia y discreción y no le reconocen filiación política definida. Años atrás, en un reportaje que lo señalaba como favorito para ascender a la Corte de Apelaciones, una jueza decía en voz baja que el problema con Carroza es que "no se sabe lo que piensa".

Para el abogado Contreras eso puede jugarle en contra en su carrera. "No veo que tenga una posición política definida, y eso, en el contexto del cuoteo político con que se designan los jueces de la Suprema, no lo favorece".

Mario Carroza dice lo que se espera que diga: su compromiso es con su trabajo. Y eso, en su caso, tiene un sentido amplio.

Semanas atrás organizó una reunión con familiares de Héctor Soto Gálvez, un vendedor de zapatos a quien se le había perdido la pista en 1977. El juez quiso comunicarles personalmente que esos dos trozos de clavícula encontrados en la Cuesta Barriga correspondían en un 99,9% a Soto Gálvez.

Dos trozos de clavícula. La familia enterró lo que quedaba de ese cuerpo y el juez asistió a un momento sensible de su carrera. Era la primera vez que lograba identificar restos de un detenido desaparecido.

-¿Lo conmueven estos casos, ministro?

-Por supuesto, uno no puede quedar ajeno al sentimiento de la familia. Es difícil no involucrarse. Y no hablo de la parte política, porque uno tiene que ser objetivo. Me imagino que algunas familias de militares sentirán algo similar, aunque ahora ellos tienen arriba de 65 años y quizás son otras personas de las que fueron hace 40 años.

-¿Y en qué momento comienza sensibilizarse? ¿Hay algo que lo haya marcado?

-Lo que me marca, creo yo, es el accidente de mi familia. En ese momento me sensibilizo, me involucro más con el tema de la violencia intrafamiliar y los derechos humanos. Si me hubieran preguntado antes, quizás no me habría incluido en esos temas.

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Como todos los jueces de la Corte de Apelaciones, Mario Carroza maneja su propio auto fiscal. No usa escolta ni la ha usado. Su nombre y dirección aparecen en la guía telefónica.

La vida privada de un juez como Carroza puede ser tremendamente pedestre. Lo contrario a su vida pública. Vive en Chicureo, volvió a casarse y varios de sus amigos son del ámbito judicial. Sus amigos también están en Recoleta, su barrio de infancia, donde cada tanto vuelve a jugar fútbol.

Desde su despacho del piso 14, Mario Carroza ha dicho lo siguiente:

-Más que un intelectual, soy una persona vivencial que trata de darle un sentido a su vida.

También ha dicho que las víctimas no pueden esperar eternamente para saber qué pasó con sus familiares. Se ha dado un plazo no superior a los tres años para investigar y cerrar las causas. Y ha dicho que si bien siempre tiene la sensación de que se está yendo, que está de paso, de ahí la orfandad de su oficina, "mi espíritu, desde un comienzo, ha sido ir terminando las cosas que empiezo".

-Terminar las cosas, y terminarlas bien -repite desde la ventana de su despacho, de cara la ciudad-. En eso estoy.