Cuando el protagonista de Un profeta va a parar a la cárcel, tiene menos de 20 años y es un joven frágil, ignorante e intercambiable dentro de los flujos de la inmigración árabe parisina. Cuando abandona la prisión, varios años después, ha corrido mucha agua bajo los puentes y el mismo personaje ya es un pez gordo, con redes poderosas en el mundo del delito. Vaya que creció y aprendió este joven en la cárcel. Claro que no en el sentido que a los expertos en rehabilitación penal les hubiera gustado.
El director francés Jacques Audiard (58) vuelve a sorprender a la cátedra con una película inmensa. Luego de esa obra notable que fue El latido de mi corazón (la historia de cómo en un matón puede habitar un alma sensible y una conciencia artística de excepción) , Un profeta, que hoy se presenta en el Festival de Cine Las Condes, cuenta en cierto sentido la historia inversa: cómo en un chico frágil y desprotegido pueden estar los gérmenes de un canalla.
Si en su película anterior el director Jacques Audiard habló de relaciones de familia (puesto que el protagonista estaba dividido entre el matonaje de su padre y la vocación artística de su madre), ahora, en Un profeta, el realizador se la juega por un personaje muy a la intemperie. Malik, el protagonista, interpretado por Tahar Rahim, es resueltamente un paria. De nacionalidad francesa, pero descendencia árabe, llega a una prisión donde todos los grupos están bien definidos por sus ancestros. El de la prisión es un mundo cerrado y estamental. Los corsos con los corsos, los árabes con los árabes, los latinos con los latinos. ¿Qué es Malik? Un mestizo que nadie quiere, un chico fuera de lugar, sin vínculos ni identidad. Aunque quizás nadie pertenezca de suyo a una prisión, incluso en contextos así hay oportunidades de sobrevivencia y superación. A Malik las puertas comienzan a abrírsele el día que el capo de la mafia corsa del penal lo convoca a integrarse al grupo, desde funciones miserables o indignas. El ticket de entrada al clan es el asesinato de uno de los internos. La violencia, contundente y brutal, nunca es embellecida ni exaltada por parte de Audiard. Por el contrario, su cámara lo mantiene a la distancia de un testigo presencial, mudo e incapaz de cambiar los hechos. Malik tendrá que hacerse cargo de sus sentimientos de culpa tras el asesinato, pero urgido como está, aprenderá a controlarlos. El fantasma de su víctima lo ronda, más no lo acosa. Hizo lo que tenía que hacer, quizá. La vida de otro por la propia. No es tan mal negocio, al fin y al cabo.
Como todo gran cineasta, Jacques Audiard mejora con cada película. Guionista durante años, comenzó a dirigir en 1994 y llamó poderosamente la atención con títulos como Un hombre muy discreto (1996) y Lee mis labios (2001). Pero Un profeta es una obra más oscura y disociada en términos expresivos. Es una cinta dura y golpeadora, reñida con la autocompasión y el sentimentalismo.
Cuando Malik es aceptado por el jefe de los corsos (formidable interpretación, suelta y a la vez salvaje, de Niels Arestrup) comienza el aprendizaje del joven. Malik es inteligente, sabe que el tiempo recompensará y el realizador también lo sabe. Además, tiene claro que su personaje no necesariamente es el "buen salvaje". El tipo puede ser un despiadado asesino. La cinta está narrada desde su perspectiva, pero no para ennoblecer su conducta o hacer que simpaticemos con sus fechorías. Es para que nos pongamos en su lugar. Lo vemos manejarse, sobrevivir, crecer o ganarse la confianza. Lo vemos enamorarse y comenzar a reinsertarse en sus salidas por buena conducta.
A su modo, Audiard vuelve en esta cinta sobre la figura paterna. El capo de la mafia corsa en la prisión es de, alguna manera, un padre que lleva a su "hijo" por el camino de la violencia. Lo digita con crueldad y sin asomo de compasión. Pocas veces una relación patriarcal tan cruel y despiadada ha sido mejor lograda. Este padre putativo es nuevamente una figura como Don Corleone, pero esta vez tiene por hijo a un Michael, Malik, que sí quiere entrar a este mundo, ser alguien, pertenecer sin importar el precio. En El latido de mi corazón ocurría al revés: el hijo rechazaba el camino del padre.
Si bien, con su belleza herida, con su inspiración desesperada, Un profeta es una película inscrita en los códigos del cine carcelario, esta no es una cinta sobre las incongruencias del sistema penal. Es mucho más que eso. Puede ser vista como un thriller, quizás emparentado lejanamente con el cine de Jean-Pierre Melville, pero es un acabado drama de iniciación y una historia de aprendizaje que está llamada a ser piedra fundamental en el nuevo cine francés.
En esta cinta, tal como en las de ese otro gran director galo, Oliver Assayas, lo francés designa un mundo híbrido, globalizado, que poco tiene que ver con la arrogancia napoleónica o con la mirada hollywoodense de París como Ciudad Luz. Un profeta quizás sea una película muy masculina, que mezcla la testosterona con el miedo y la manipulación con el desamparo; es una cinta de cárcel que supera las de su género. Es una obra llena de espesor y quiebres, que funciona sin condescendencias o manierismos, con un personaje que se articula hasta dimensiones increíbles de manera pocas veces vista en la pantalla grande. Es la consagración de Jacques Audiard como uno de los grandes directores europeos de los últimos años.