En junio de 1989, el fotógrafo chileno Patricio Goycoolea llegó al templo japonés Bukkokuji, en Obama, una ciudad en las costas del mar de Japón, para retratar la vida al interior de un monasterio zen.

Había estudiado ingeniería comercial, trabajado como economista y en la minería del cobre, pero se dedicó a la fotografía en medios como la revista Life  o el diario The Daily Telegraph.

Esa vez era un encargo de la revista VM, de la tarjeta Visa. Su plan era quedarse una semana y cuando probó por primera vez el desayuno típico -en base a un arroz blanco aguado sin sal ni azúcar, acompañado de umeboshi, un encurtido de ciruela, de sabor fuerte y salado- pensó: "Yo acá no duraría".

Pero los días pasaron y Patricio dejó de extrañar el desayuno occidental. Aprendió a comer en silencio, con palitos y sentado sobre sus talones, posición que según los japoneses favorece la digestión. También dejó de echar de menos su vida en Chile y finalmente se fue quedando en el monasterio. Ahí meditó, salió a mendigar por la ciudad, se afeitó la barba y la cabeza, lo ordenaron monje y cambió su nombre a Jikusan, que significa compasión del cielo. "Había practicado meditación zen en Nepal (…). Aprendí la disciplina buscando la respuesta a la pregunta de por qué la vida es como una noche oscura. Cuando llegué a Japón salió el sol y no se puso más".

Se quedó 10 años, hasta que sintió la necesidad de compartir lo que había aprendido. Regresó a Chile en 2001 y fundó el centro Zendo El Molle, en el Valle del Elqui, que cerró siete años después.

Hoy luce el pelo corto, cano y desde 2009 dirige Zendo Tunquén: un centro de meditación zen ubicado en el balneario de la V Región, a dos horas de Santiago. Para instalarse recibió apoyo de su amiga Ingrid Antonijevic, ex ministra de Economía de Michelle Bachelet y monja zen, quien le cedió un lugar a un costado de su casa de playa para que fundara el centro. Hasta ahí, donde el silencio sólo es interrumpido por el ruido del mar contra las rocas, llegan cerca de 30 personas al mes para practicar esta disciplina.

Un lugar (japonés) en Chile

En rigor, el Zendo es mucho más que meditación frente al mar: ahí Jikusan reproduce la rutina que practican los monjes en el monasterio de Obama.

Al llegar, un portón de madera decorado con cochayuyo se abre y aparece un jardín japonés, flanqueado por caminos de piedras que conducen a la sala de meditación, a dos cabañas y al taller de carpintería, al huerto orgánico y a la casa de Antonijevic. Cuando el sendero finaliza, sobre las rocas, hay una construcción en ruinas que llaman "santuario". Y una escalera de piedra que cae hasta el mar.

El lugar tiene reglas. "No se fuma ni se usan celulares. No se puede comer otra comida que la que se ofrece. El alcohol no está permitido. Los horarios son estrictos, hay que levantarse y acostarse a las horas indicadas. Hombres y mujeres no duermen juntos aunque sean pareja", enumera Jikusan, lo que explica que también haya un porcentaje de personas, alrededor del 5 por ciento, que llegan hasta ahí, pero se van antes de lo esperado.

-¿Por qué hay normas tan estrictas?

-Para botar el ego, eso que te hace estar separado del resto. Se acaban las separaciones… y por eso no hay espejos.

"Botar el ego" es parte de la filosofía del Wikén Zen, un programa que se desarrolla todas las semanas, de jueves a lunes. La estadía es flexible: algunos visitantes van menos tiempo, otros incluso por el día. "Se vive con la disciplina de un monasterio. Es una experiencia introductoria pero dura", cuenta Marianela Rojas, profesora de párvulos y monja zen.

El programa incluye cinco jornadas de meditación diarias de 40 minutos cada una. Dos en la mañana y tres en la tarde, después de la cena. La luz se apaga a las nueve y media.

 ¿Los requisitos? "Tener ganas -a veces en las parejas se da que uno viene forzado-, y cumplir con el programa diario. Un buen colador es decir que se come cochayuyo", dice el maestro, sonriendo.

Todos los meses se realiza además el Sesshin. Ahí todo transcurre en silencio y se medita 11 horas al día. "Además, durante el año hay tres Sesshin de una semana cada uno y existe uno de 15 días. Lo más difícil son los primeros tres", explica Jikusan.

El despertar

El día comienza a las cinco diez de la mañana con la 'campana para despertar', que toca algún practicante. El sonido agudo no se detiene hasta que las luces de las habitaciones de la cabaña se encienden. Todos se visten en silencio: a esta hora no está permitido hablar ni ducharse.

La campana es el preámbulo del primer zazen -o meditación sentada- de la jornada, a las cinco y media. Maestro, monjes y aprendices se dirigen al Zendo: una amplia casa de madera, color verde oscuro. Para ingresar, los visitantes deben aprender un protocolo que indica cómo caminar-con las palmas de la mano en posición de rezo y dando el primer paso con el pie derecho-, cómo dirigirse al zafu o cojín circular y que el libro de cantos debe tomarse con tres dedos de cada mano.

La rutina mezcla meditación, taiso -ejercicio matutino japonés- y canto de sutras "en un idioma impenetrable. Eso ayuda a que no se intelectualice", explica Jikusan. Se entra sin zapatos, ni perfume ni colores fuertes, porque distraen durante la práctica, ojalá con ropa cómoda, oscura o negra.

En un centro de meditación zen "lo más importante es lo que se desarrolla quieto, con los ojos entreabiertos, frente a la pared blanca", señala el monje, mientras limpia el recipiente de los inciensos. La práctica está abocada a "liberarte de la esclavitud en la que la mente nos ha tenido".

-¿Quiénes vienen al Zendo?

-Llega gente de todo tipo, pero siempre con ganas de terminar con el sufrimiento en la vida (…). Casi todos los que vienen tienen algún problema. Hay gente que busca algo y por eso viene.

En general son personas jóvenes, y más hombres que mujeres. "Es extraño, porque la cosa espiritual está más ligada a la mujer. A lo mejor llegan más hombres porque no hay que hablar", bromea Jikusan. Luego revisa su WhatsApp y confirma que visitarán el centro dos ingenieros, ejecutivos de un banco, con quienes medita en sus oficinas del Parque Arauco.

Frente al muro

Estar sentado inmóvil frente al muro no es fácil: hay que estar en posición de loto, las manos deben formar el "mudra del vacío" -los dedos de la mano derecha sostienen los de la mano izquierda y los pulgares se tocan-, la espalda recta, los hombros hacia atrás, el mentón bajo pero sin inclinar la cabeza, los ojos entrecerrados y al respirar hay que concentrarse en el "hara", la zona que está tres dedos más abajo del ombligo.

A medida que pasan los minutos, a los primerizos el cuerpo les comienza a estorbar. La cabeza no se detiene. "Lo que más cuesta, pero no es imposible, es dejar pasar toda la producción mental sin rechazarla, pero tampoco quedándose pegado en ella. El trabajo es duro pero gratificante cuando se van logrando pequeños resultados", afirma el maestro.

También hay que vencer el sueño. Si uno se duerme puede pedir el "bastón del despertar": un golpe con un palo de madera sobre uno de los hombros, que Jikusan les da a quienes lo pidan. El sonido retumba en la sala y despierta al resto. 

"En el día se hacen actividades donde aplicas la actitud de dejar pasar el pensamiento", explica Jikusan, como los samu o trabajos voluntarios, que pueden incluir recoger, secar y cortar cochayuyo, cocinar, plantar árboles en el jardín, separar lana, hacer trabajos de carpintería o hacer diseños de jardines zen con un rastrillo. Todo debe hacerse concentrado, la idea es que todo lo que sucede sea meditación en acción y por eso el silencio es tan importante.

"Para comer, por ejemplo, hay un protocolo. Pero lo importante es que pongas atención y al hacer eso, estás aquí y ahora. Las reglas tienen que ver con estar consciente", explica Iván Montes, un piloto de LAN que visita el Zendo desde 2004.

-¿Logras incorporarlo a diario en tu trabajo como piloto? 

-De todas maneras. No sacas nada con meditar acá si en tu vida diaria no llevas lo ganado. Y claro que se nota, en el bienestar total del ambiente de trabajo y en lo que haces (…). Cada vez hay más interés en detenerse. Esta es una manera, puede haber un montón y todas son válidas.

"Come y calla"

El ritual de las comidas es de hecho uno de los más difíciles para el que visita por primera vez el lugar. El desayuno es a las siete y media, el almuerzo cuatro horas después y la última comida del día es a las cinco de la tarde.

"Come y calla", dice un letrero sobre el mesón de la cocina. Se sigue la dieta sátvica, que favorece la meditación. Platos vegetarianos sin cebolla y ajo, que no estimulan el cuerpo y ayudan a "dejar a la mente en su lugar para que no esté sobreexcitada. Vivimos en una cultura en que si no estoy sobreexcitado, estoy bajoneado. No hay nada entremedio", afirma Claudio Pinto, profesor de filosofía. "Todos comen lo mismo y lo que uno puede elegir es la cantidad o no comer de algo", agrega Kudokuzan, que es como lo bautizaron cuando fue ordenado monje.

El plato fuerte del shukuza o desayuno es el arroz blanco aguado que probó Jikusan en el monasterio, acompañado por ejemplo de cochayuyo salteado con sésamo y verduras. Al almuerzo se agrega una sopa o un tercer plato. En la cena se mezclan las sobras y se hace una nueva preparación, llamada susui, que se acompaña con pan con palta. 

Se canta un sutra, que dirige Jikusan, la comida va rotando por la mesa  y se sirven en cuencos. Cada persona indica la porción que desea frotando las palmas de las manos.

Todos comen arrodillados o con la ayuda de un pequeño piso que va sobre las pantorrillas. Los primerizos tardan más en hacerlo. Un hormigueo recorre pies y canillas: las piernas comienzan a acalambrarse. Pero para pararse hay que esperar a que todos terminen, lo que le imprime cierto ritmo a la comida y pone nerviosos a los que se atrasan. El ritual no dura más de media hora, pero a ratos parece una eternidad.

Luego de limpiar los cuencos con agua tibia y un nabo, estos se apilan sobre la servilleta. Jikusan toca unos palos de madera, suena una campana y todos se ponen de pie. Las piernas casi no se sienten. "Buen día", saluda el maestro y tres horas después de despertar uno emite la primera palabra de la jornada: "Buen día".  Y de a poco, siguiendo ese ritmo de atención y silencio, la incomodidad empieza a darle paso a la calma.