Ernesto Laclau, en su imprescindible estudio La razón populista, habla de dos lógicas políticas que debería enfrentar cualquier proyecto de gobernabilidad.

Al primero llamaba la “lógica de la diferencia” y ocurría cuando una sociedad estaba aquejada de conflictos que no solo eran diferentes, sino que eran percibidos como tales y, por tanto, se desplegaban de manera fragmentada.

Cuando esto sucedía, afirmaba, era posible mantener la gobernabilidad sencillamente administrando cada conflicto por separado, sea con políticas negativas (represivas), positivas (asignaciones de recursos) o enmascarantes (manipulación ideológica).

En cambio, también sucedía que estos conflictos diferentes encontraban puntos comunes, se superponían y entonces generaban lógicas de equivalencias, que podían desembocar en rupturas, revolucionarias o populistas, cuando se lograba articular un discurso y un liderazgo.

Desde los 90 la sociedad cubana ha transcurrido sobre una cadena de conflictos desde la lógica diferencial: protestas de emigrantes frustrados, de cuentapropistas, de consumidores, de artistas o de pobladores. Pero uno a uno y cada cual por su lado.

Lo que ha sucedido ahora es una superposición de esos conflictos diversos y su percepción por sectores significativos de la población -en especial los jóvenes- como obstáculos fundamentales para sus vidas.

Aquí comienza una lógica de equivalencias que se expresa en la multiplicidad de consignas que la gente grita durante todas las marchas: desde alusiones a las escaseces hasta el recabo de la dignidad, pasando por un sonoro grito que resume la equivalencia: “Díaz-Canel, Singao”.

Por supuesto que la causa empírica es que la sociedad cubana afronta una aglomeración de carestías francamente insoportables, de todo cuanto es necesario para vivir: comida, medicinas, viviendas, luz eléctrica, agua corriente, etc.

Pero ello sucedía también en la primera mitad de los 90, y aunque La Habana se conmovió con el maleconazo, esto no pasó de ser una protesta local. ¿Por qué esto es diferente? Entre lo que sucedió en los 90 y lo que sucede ahora hay cuatro diferencias principales.

1) La primera es que entonces el gobierno mantenía un mínimo de consumo subsidiado que alimentaba su imagen de Estado paternal, lo cual hoy, tras las reformas monetarias, no existe: los cubanos han aprendido que solo podrán comer lo que puedan comprar con sus esmirriados salarios.

2) La segunda razón reside en la debacle del Covid, la evidente incapacidad del gobierno para manejarla y el sentido de ansiedad social que esta situación genera. En los 90 existió otra epidemia, pero no infecciosa y de baja letalidad.

3) En tercer lugar, en los 90 era posible llegar a Estados Unidos con los pies secos, y comenzar otra vida en el sur de Florida, recursos que el gobierno utilizó para librarse de varios centenares de miles de descontentos. Hoy este recurso no es posible: no hay para dónde huir, ni dónde esconderse.

4) Por último, no es desdeñable la existencia en los 90 de esa simbología mórbida de los líderes históricos, que aun cautivaba la imaginación de un sector de la población e inhibía la de otro. Pero ya esos “históricos” pasaron al otro mundo o están muy cerca de hacerlo. Fidel Castro, el gran articulador discursivo, hoy yace al interior de una piedra inmensa en un cementerio oriental y muy pocos lo recuerdan.

En consecuencia, es entendible que, a estas alturas del juego, los compatriotas hayan decidido hacer lo que la gente hace en otros muchos lugares cuando las vidas cotidianas les asfixian: protestar.

Han marcado un antes y un después de la historia posrevolucionaria. Esa idea de que la calle no es propiedad de nadie, sino un espacio público -instalado inicialmente por algunos grupos opositores y por los grupos de artistas disidentes en San Isidro y en las afueras del Ministerio de Cultura- llegó para quedarse. Y desde aquí todo cambia, y nunca podrá ser para peor.

No quiero decir con ello que el derrumbe del gobierno cubano es inminente. El movimiento de protestas es poco articulado y el Estado cubano sigue teniendo un aparato represivo temible. Esto último, sin economía ni discursos persuasivos, es el último recurso que le queda para ganar tiempo en aras de la forja de esa burguesía verde olivo que se incuba en el mundo opaco de la economía cubana.

* Haroldo Dilla Alfonso es sociólogo e historiador cubano. Actualmente es director del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad Arturo Prat.