“¿Odiamos a nuestros amos detrás de una fachada de amor, o los amamos detrás de una fachada de odio?”. Sobre el corazón de Tigre blanco, la película estrenada hace unos días en Netflix, el protagonista, Balram Halwai (Adarsh Gourav), un campesino nacido en un barrio pobre, que ha servido durante años sin grandes cuestionamientos a un mismo patrón millonario y que está a punto de cambiar su vida para siempre, se sitúa frente esa contradicción que ha aplastado gran parte de su destino.
Una suerte de punto de inflexión donde una pregunta personal sirve para retratar la jerarquía social y las contradicciones de una nación completa: las de India, uno de los países más poblados del planeta, configurado durante siglos en base a un sistema de castas que determina de antemano la vida de millones de habitantes, perpetuando sin demasiados matices la desigualdad, el clasismo, la pobreza y el colonialismo.
Son de alguna manera los puntos de fricción que también quisieron materializar sus productores en la cinta que ya acumula elogios en gran parte del mundo y que a simple vista podría desplomar otra premisa: a nivel cinematográfico, India no es sólo Bollywood. Ahí late otra contradicción entre la belleza coreográfica del cine indio más tradicional versus la ferocidad sangrienta que exhibe Tigre blanco. “La desigualdad social en India es brutal y apenas se habla de ello en público, pero es un problema que sigue ahí a pesar de todo”, ha dicho el elenco de la cinta para subrayar parte de su espíritu.
La historia es una adaptación del libro del mismo nombre publicado en 2008 por el periodista indio Aravind Adiga, el que rápidamente escaló entre los bestsellers de The New York Times durante esa temporada. Eso sí, a alguien el suceso no le sorprendió: Ramin Bahrani, el director estadounidense de origen iraní (Un café en cualquier esquina), había sido compañero de Adiga en la Universidad de Columbia, en Nueva York, durante los 90, y ya en esa época manejaba una suerte de borrador de la novela Tigre blanco.
Al realizador por esos años le sorprendió la crudeza con que la obra retrataba a la sociedad india y ha comentando que “no entendía” por qué al texto de su compañero le costaba tanto encontrar una casa editorial.
Hasta que, tras el fenómeno y llegado el momento, pudo llevar la historia a la pantalla a través de Netflix. Un relato a primer vista bastante simple: un joven de una aldea se ha convertido en la actualidad en un exitoso empresario en Bangalore, la denominada Silicon Valley de la India.
En su misma oficina, llena de los lujos que nunca tuvo en su niñez, empieza a escribir un mail que tiene como destinatario al Primer Ministro chino Jiabao, quien en poco días visitará su país y se reunirá con emprendedores locales. Balram no quiere dejar escapar la oportunidad para dejarle bien en claro de qué se trata la superpotencia que está visitando: dos países sindicados como los dos nuevos imperios mundiales, aunque la India para él sea sólo una cáscara de grandeza.
En su infancia marginal, Balram era uno de los pocos de su clase que leía. Un rasgo destacado por su profesor, que desde un principio lo ungió bajo una marca animal: él sería un tigre blanco en la selva, un ser único en su especie, una bestia que nace una vez por generación.
Pero su dictatorial abuela lo hace trabajar en una tienda de té, desde donde observa como el patrón de la aldea en que viven, a quienes apodan “La Cigüeña” –un jerarca finalmente perteneciente a otra casta- recolectaba un tercio de lo poco que ganaban los lugareños. Ahí aparece una de las alegorías más elocuentes del filme: Balram compara la situación casi inamovible de las castas indias, donde unos nacen para obedecer y otros para mandar, con lo que sucede en los gallineros, donde las aves sólo salen para ser degolladas, mientras otras esperan su turno.
En ese círculo sin fin, el joven observa una luz cuando el hijo menor de “La Cigüeña”, un acaudalado emprendedor llamado Ashok (Rajkummar Rao) que hace poco había vuelto desde Estados Unidos con su esposa Pinky (Priyanka Chopra), necesita un chófer.
En la relación subalterno/empleador crean un lazo de confianza, pero el que lentamente se verá alterado por un atropello fatal y una encadenación de sucesos que diseñan el paisaje definitivo de la película: India al final es una suerte de gallinero donde sólo sobrevive el más fuerte.
Según lo que han planteado sus realizadores, si iban a mostrar otro costado del gigante asiático, había que hacerlo con gente extraída desde su cine y hasta desde sus calles, no desde un Hollywood cada vez más abierto a largometrajes o series protagonizadas por actores con raíces lejanas en ese país.
“Desde el principio tuve claro que quería un actor local, a ser posible alguien nuevo y sobre el que el público no tuviera una imagen creada. Idealmente me interesaba que fuera alguien que no se había criado en una gran ciudad y que no saliera de una familia rica. Vimos a mucha gente, y de repente apareció él”, ha dicho el director Ramin Bahrani sobre el proceso que lo llevó a escoger al protagonista.
El propio realizador viajó por Nueva Delhi durante dos meses para experimentar la realidad de una ciudad que se bate a ritmo caótico, viajando en micros atiborradas de pasajeros o paseando por mercados donde transitar es faena de valientes.
Por su parte, el actor principal, Gourav, era un cantante de heavy metal cuya experiencia ante la cámara se limitaba a un puñado de papeles sin mucha importancia en televisión. Un estatus que consiguió al formarse en la mejor escuela de interpretación del país, a la que sólo pudo acceder gracias a una beca.
Rajkummar Rao, encargado de interpretar al joven adinerado que vuelve a India para poner en práctica todo lo que ha aprendido en Norteamérica, estaba en el polo opuesto: era una estrella de Bollywood y con una amplia fama ya ganada en la industria de su país. “Nunca había interpretado un personaje así. Tuve que aprender un nuevo acento, entendía cómo hablaban los americanos, pero no podía hablarlo. No quería sonar como un cliché, ni resultar forzado”, ha comentado.
Finalmente, Priyanka Chopra Jones, figura de Hollywood y la más célebre del elenco, ha sido la más entusiasta con la cinta a la hora de emitir declaraciones replicadas por distintos medios: “Las últimas cuatro décadas nos han enseñado que hay corrupción en la democracia. Necesitamos abrir los ojos y aceptar que no está funcionando. Hay una furia latente en la sociedad, en India, en América, en todas partes… Balram simboliza todo eso. Comete actos inmorales. No necesitamos admirar lo que hace para entender que hay señales y motivos de por qué pasa lo que pasa”.
En ese sentido, varios críticos han comparado el relato de Tigre blanco con el mismo que plantea la venerada cinta surcoreana Parásitos: el sistema social y político actual sólo acentúa un clasismo que deriva de forma inevitable en frustración, rabia, violencia y hasta muerte. Y no es casualidad que el cine contemporáneo muestre esas grietas desde dos gigantes cuyas economías parecían destinadas a devorarse al planeta y a los antiguos imperios que parecen colapsar.
La misma Tigre blanco lo plantea: “Estados Unidos ya está obsoleto”. Y luego aparece otra frase más gráfica: “El hombre blanco es el pasado. El futuro es del hombre amarillo y del hombre marrón”. Pero, para ello, aún debe correr demasiada sangre en las calles.