La reelección el pasado 7 de noviembre en Nicaragua de Daniel Ortega en un proceso amañado, que la Casa Blanca calificó como “pantomima”, profundizará las tensiones internas y el aislamiento internacional de un país en el que cada vez más ciudadanos no encuentran condiciones para vivir, y sienta un ejemplo peligroso en una región plagada por tendencias autoritarias.
En respuesta a las claras violaciones al proceso democrático, 45 países han anunciado que no reconocerán los resultados electorales, el Congreso de EE.UU. aprobó la ley RENACER, y es posible que la Organización de Estados Americanos (OEA) aplique la Carta Democrática Interamericana. Sin embargo, no es claro cuál es el objetivo final: ¿anular y repetir las elecciones, como propuso la Secretaría de la OEA; presionar al gobierno de Ortega a restablecer normas democráticas y respetar los derechos humanos en el futuro; o impulsar la reanudación de un diálogo que busque una salida negociada a la crisis que se vive desde 2018? Opciones que intenten producir cambio súbito de gobierno provocarán seguramente la resistencia más firme por parte de Ortega y sus seguidores, que aún son entre 20% y 30% de los nicaragüenses.
El objetivo debería ser volver a una negociación entre gobierno y fuerzas de oposición que busque la convivencia política y justicia para las víctimas, por muy difícil que sea. Esta es la mejor opción para recomponer un país cuyo tejido social está quebrantado, donde cientos de nicaragüenses han perdido la vida y que ha llevado a miles de personas a escoger el exilio. En la Nicaragua de hoy parece haber dos realidades paralelas. En una, Ortega fue reelegido con el 75% de los votos con la participación del 65% de los inscritos en el padrón electoral. En la otra, hubo una abstención de más del 80% en rechazo a la eliminación de cualquier competencia electoral. Aunque la segunda se acerque más a la verdad, no es posible pretender que la primera no exista.
Tiziano Breda es analista para América Central del International Crisis Group.