Lucha de clases, segregación, pobreza, rabia y sangre en un gigante asiático que se exhibe ante el mundo como una de las naciones capaces de arañar la hegemonía estadounidense. Podría ser la descripción rápida y ligera de Parásitos, la cinta surcoreana de Bong Joon-ho que hizo historia el año pasado al ganar el Oscar a Mejor película.
Pero también podría ser la síntesis para Tigre blanco, el largometraje del director norteamericano de origen iraní Ramin Bahrami que se estrenó a fines de enero en Netflix y que ha impactado por su feroz retrato de la India como una sociedad asfixiada en una estratificación de castas que inevitablemente deriva en clasismo, violencia mutua y soterrada entre los que más tienen y los que menos poseen, y un sistema que parece romperse sólo a través del enfrentamiento.
Lo que en Parásitos pasaba en Seúl, esta vez sucede en las calles de Nueva Delhi. Pero, por lo mismo, hay algo más que vincula a ambos relatos. Aquí, algunos puntos en común de dos largometrajes que, tras su final y según la misma crítica ha reseñado, precipitan una sensación parecida de impacto y estupor.
*Una familia y un chofer como ejes
En ambos casos, la narración se dispara desde individuos de barrios plomizos que por décadas no han podido abrir ni una mínima rendija de esperanza para encontrar una mejor vida o al menos para pertenecer a una clase un poco más próspera. Hasta que, casi por casualidad, irrumpe una oportunidad.
En el caso de Parásitos, la familia Kim, compuesta por el padre Kim Ki-taek, la madre Chung-sook, el hijo Ki-woo y la hija Ki-jeong, viven en un semisótano y trabajan en empleos temporales que apenas les permiten llegar a fin de mes. Un amigo del hijo menor se está preparando para estudiar en el extranjero y le sugiere hacerse pasar por estudiante universitario para conseguir su trabajo como tutor de inglés de la hija adolescente una familia rica, los Park.
Ki-woo falsifica títulos universitarios, fascina a sus nuevos jefes con su encanto y es contratado, arrastrando a toda su familia a un espiral de mentiras y patrañas en que todos finalmente terminan trabajando para el clan millonario. El padre de Ki-woo es la encarnación del engaño al integrarse como chofer gracias a un truco descarado: cuando aún estaba su antecesor en el puesto, logran colar ropa interior femenina en el auto, lo que precipita el despido del profesional y la llegada de Kim Ki-taek. A partir de ahí, nada será igual en la existencia de ambas familias.
En el inicio de Tigre blanco hay menos farsa y algo más de casualidad, pero el mismo apetito indisimulado por zafar de un mundo en ruinas. Balram Halwai es un nicho nacido en una aldea que debe enfrentarse a otra clase de patrones, mucho más matones y menos solemnes, encabezados por La Cigüeña, un clan que cada cierto tiempo aparece por su pueblo para recolectar un tercio de lo poco que ganan los lugareños.
En ese cotidiano que parece nunca tener fin, enfrentados por millones de niños nacidos en naciones subdesarrolladas, de pronto se abre una pequeña puerta: el hijo menor de La Cigüeña necesita un chofer. Se trata de un joven rico llamado Ashok que hace poco había vuelto desde Estados Unidos con su esposa Pinky.
Ashok lo acepta de inmediato y Balram se convierte en su hombre al volante. A diferencia de Parásitos, no empuja al resto de su familia a una aventura al límite. Pero sí empezará un vínculo peligroso que estallara de la peor forma.
Curioso: en ambas cintas, la imagen del chofer es el eje para ilustrar las grietas sociales. Como si se tratara de una labor donde alguien tiene el control de una máquina, pero apenas aparente, porque finalmente quien decide dónde y cómo conducirla es su dueño: el hombre que ordena desde la parte trasera del vehículo.
*A los codazos
Aquello de que el mundo es un sitio sólo para los más fuertes es un adagio que todos quienes hemos tenido un mínimo de existencia en estos lados hemos podido comprobar. Pero, ¿qué pasa con todos los que no están de ese lado?
Ambos películas diseñan una historia en que los personajes ascienden a los codazos con los de su misma casta social, como si la lucha de clases no fuera un enfrentamiento sólo vertical, sino que sobre todo un cara a cara donde hay que arruinar al otro que está corriendo al lado mío por la misma meta.
En el largometraje surcoreano, la familia Kim urde un plan que precipita el despido del chofer de la familia Park, luego de desparramar ropa interior en el auto del patriarca adinerado. Luego, la madre, Chung-sook es contratada para reemplazar a la vigente asesora doméstica, también haciéndola caer en una trampa: los Kim aprovechan su alergia a los duraznos para hacerle creer a sus nuevos patrones que tiene tuberculosis.
En Tigre blanco, Balram deja su carácter sumiso de lado y entrega la primera muestra de poca condescendencia con la gente de su misma clase cuando logra deshacerse del primer chofer de su nuevo empleador. ¿Cómo lo consigue? Su colega es musulmán, se entera de que el jefe mayor del clan odia a quienes profesan a ese credo y en su cara amenaza con contarlo. Finalmente, el tipo huye y pierde el trabajo.
*La rabia es personal
En tiempos donde el enojo por la desigualdad económica, la injusticia social y los beneficios que sólo se llevan unos pocos, ha adquirido una naturaleza colectiva –a través de marchas, manifestaciones o intervenciones de comunidades de toda índole-, Parásitos y Tigre blanco plantean la furia y la revancha como un afán privado.
Acá no hay grandes utopías para que la sociedad completa gire hacia un universo más balanceado; de hecho, al contrario, sus protagonistas basan su escalada social en boicotear la del otro.
Quizás en algún momento el protagonista de Tigre blanco desea un nuevo orden mundial y colectivo acorde a los tiempos, cuando postula que “Estados Unidos ya está obsoleto. El hombre blanco es el pasado. El futuro es del hombre amarillo y el hombre marrón”. Pero lo dice desde su puesto de ejecutivo en el Silicon Valley indio, cuando finalmente su propia ambición ya está saciada.
*La lluvia y los sótanos
Cuando se mira a los protagonistas, la alegoría del chofer –el oficio donde tener la conducción de algo es sólo un acto mecánico y silencioso- es precisa en ambas producciones. Pero cuando se va más allá de los actores, hay otros factores que entrelazan ambos filmes: la lluvia y la vida en sótanos donde apenas entra la luz.
En Parásitos, el aguacero cae inclemente cuando los Park se van de vacaciones y la familia Kim se toma su mansión para disfrutar clandestinamente de todos sus lujos. Ahí llega la antigua ama de llaves, de sorpresa, para romper la felicidad de los embusteros, con la lluvia como un telón de fondo que transmite una sensibilidad lúgubre y siniestra: finalmente, en esa situación tan forzada, nadie lo está pasando demasiado bien.
Es el momento en que la antigua asesora del hogar les confiesa también que en el refugio anti bombas de la casa vive su esposo, Geun-sae, como si finalmente todos encontraran ahí el único lugar posible para sobrevivir al diluvio que siempre va estar cayendo allá afuera.
Nueva Delhi también es una ciudad con un clima sólo para temerarios. A medida que las fricciones van avanzando entre Balram y Ashok, la lluvia con furia de tormenta parece ser la única escenografía posible para que el chofer desate la rabia contra su jefe. Las precipitaciones como metáfora de una rabia natural que ningún ser humano puede detener.
Por otro lado, mientras el clan coreano vive en un populoso barrio donde apenas tienen baño y se deben colgar a la señal de internet de los vecinos, el chico indio resiste su día a día en una pieza situada en compartimentos subterráneos que comparte con otros choferes que cumplen su misma función.
*¿Un jefe buena onda?
En ambas narraciones, a parte de la clase alta no se la presenta como tipos altaneros sin compasión con sus sirvientes. Al contrario: quienes tienen a cargo a un trabajador, se exhiben afables, comprensivos, incluso intentando fingir cierta complicidad o compadrazgo para que las distancias sociales se desvanezcan.
En ambos casos, queda claro que finalmente es imposible: las raíces de cada uno parecen imponerse más temprano que tarde. En Tigre blanco, Ashok le insiste a Balram que él es parte de la familia, que no le abra la puerta del auto, que no tenga una actitud tan sometida.
Pero en los momentos cruciales, cuando deba decidir entre él y su conductor, lo seguirá observando como alguien que siempre estará del otro lado.