Editorial

Trump y la coacción a las universidades

Sienta un precedente muy complejo que el Mandatario pretenda imponer sus propios puntos de vista en el sistema universitario mediante el condicionamiento de los fondos públicos.

El Presidente de Estados Unidos está a punto de cumplir los primeros 100 días de mandato, y si algo ha quedado en claro en este período, es su férrea voluntad de llevar a cabo todo lo que prometió en campaña. Mediante la simple expedición de órdenes ejecutivas, Trump ha concretado, por ejemplo, su amenaza de aplicar aranceles a la mayor parte de sus socios comerciales en el mundo, y aunque de momento ha pausado su decisión -excepto con China-, existe el riesgo de que se desate una guerra comercial sin precedentes. Desconcertante ha resultado también lo que aparece como una constante actitud de desafiar los fallos judiciales.

No cabe duda de que el gobierno de Trump ha implicado un radical cambio de paradigma de cómo un mandatario norteamericano entiende el ejercicio de sus potestades, sembrando las bases de lo que aparece como un peligroso populismo autoritario. La voluntad del Presidente por imponer su voluntad, valiéndose de la coacción, ha alcanzado incluso a las propias universidades, particularmente algunas que se cuentan entre las mejores del mundo, las que mediante la amenaza de perder el acceso a cuantiosos fondos federales están siendo forzadas a ceñirse a una serie de directrices que está fijando el gobierno, un hecho sin precedentes y que puede tener enormes implicancias para la sociedad.

Trump ha culpado a las universidades de elite de haberse convertido en propagadoras de la cultura de la cancelación, de no haber protegido suficientemente a los estudiantes de origen judío durante las protestas contra Israel por la guerra en Gaza -alentando con ello el antisemitismo-, y de impulsar políticas de inclusión discriminatorias, entre otros cargos. El gobierno ya ha enviado cartas a distintas entidades para exigir el cambio radical de estas políticas, y aunque algunas se han allanado, otras, como es el caso de Harvard -a la que se le han congelado US$ 2 mil millones en fondos federales- han decidido desafiar estos instructivos, optando por demandar al gobierno. A Harvard se le exigió, por ejemplo, cerrar todos los programas de diversidad, equidad e inclusión que violen la ley federal, pero incluso se le instruyó sobre cambios en la gobernanza y garantizar una pluralidad de “puntos de vista”, lo que será determinado por el propio gobierno.

El debate sobre las políticas de cancelación en las universidades o de si las políticas de inclusión han terminado por erradicar puntos de vista académicos es de larga data en Estados Unidos, y es un hecho que la desconfianza de la propia población hacia el sistema universitario ha aumentado. Es legítimo entonces que un gobierno impulse una discusión amplia en estos ámbitos, pero algo enteramente distinto es que los fondos públicos empiecen a ser utilizados como mecanismo de extorsión para imponer determinados puntos de vista, que es lo que en definitiva pretende Trump. Al cruzar ese límite, hay un evidente riesgo de que se instalen políticas de censura aún peores que las denunciadas, y el condicionamiento caprichoso de fondos inevitablemente resentirá la investigación y los bienes públicos que se generan para la sociedad.

La forma como se resuelva el conflicto que Trump abrió con las universidades será un asunto del máximo interés, por el precedente que se podría generar.

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