Suena el despertador, se levanta y mientras escucha a su ídolo, el cantante y compositor de rap, hip hop y trap, Bad Bunny, Yeferson Soteldo sale del condominio en el que vive, como muchos de sus compañeros. Sólo o a veces acompañado de sus amigos más cercanos del plantel, el venezolano recorre los casi nueve kilómetros desde su departamento hasta el estadio Cap Acero, lugar donde ya no se siente como en casa, sino que es casi un profeta en su tierra.
Soteldo está cómodo en Chile. Y más que eso. Encontró en este país tranquilidad, estabilidad, bienestar, felicidad y éxito. Conceptos muy dispares con los que convivía en su natal Acarigua, en Venezuela. Allí en el barrio El Muertico, un lugar donde imperan la delincuencia, pobreza, muertes y drogas, creció Yeferson. Jamás se ha avergonzado de sus inicios, ni de criarse en un sitio peligroso, rudo y de calles dañadas, donde tomó un mal camino en su niñez, pero logró ser rescatado a tiempo por Noel Sanvicente, ex seleccionador venezolano y hoy DT de Caracas. Soteldo se aferró a Dios para no transformarse en delincuente.
Hoy, el mejor extranjero del Transición según capitanes y entrenadores, disfruta de un presente glorioso. A sus cortos 20 años, Pablo Mármol, como lo apodaron sus compañeros en Huachipato, es padre de dos hijos y ése fue su cable a tierra. Futbolísticamente sus cualidades están a la vista. Aunque a veces y por ser la gran figura de su equipo, Soteldo sea el último en llegar a los entrenamientos y el primero en irse, es tranquilo y un hombre de familia. Junto a su pareja Elianny no son de salir mucho al mall o ir de paseo, prefieren aprovechar el tiempo en casa. Thiago Mateo y Rihanna son sus bebés, nombres en honor a los hijos de Lionel Messi y a la cantante de Barbados. El venezolano, eso sí, tiene como gran hobbie ir de compras. Ojalá a las tiendas más caras. Zara y Tommy Hilfiger son sus lugares preferidos. El centro comercial más grande de la ciudad está al frente de su casa. Una tentación. Antes de gastar poco más de 500 mil pesos en pocos minutos en una tienda de ropa, como la primera vez que recibió su sueldo en Huachipato, Yeferson recuerda sus raíces, cambia pesos a dólares y envía dinero a su familia en Venezuela. La realidad en su país es dura. Y ese ejercicio lo deja un poco más tranquilo.
Soteldo es especial. Así dicen en Talcahuano. Ni para bien ni para mal, distinto. No demuestra cuando está feliz ni triste. Ensimismado, cabizbajo, apurado y casi siempre con la cabeza en otro lugar por los pasillos del estadio Cap Acero. Suelta muy poco su celular. Es fanático de las redes sociales, en especial de Instagram, donde las selfies son pan de cada día en su cuenta, donde canta Bad Bunny, muestra a su pequeño hijo bailando rap, hip hop y/o reguetón y donde, en ocasiones, comparte con amigos venezolanos a quienes trae a la zona. De vez en cuando realiza transmisiones en vivo y parece casi una estrella de rock. Los comentarios son miles. Ama a su familia por primero que todo. Trajo una nana de Venezuela al departamento.
Se convirtió en fanático del ceviche y las empanadas de pino, junto a su señora, ya que no pudo encontrar la comida venezolana que añora. Como buen llanero, hace lo imposible por comer arepas. Desde las 9 de la mañana, en el camarín del Huachipato Cap Acero suena Bad Bunny a todo volumen. Soteldo no sólo no suelta el balón en la cancha, también se adueñó de la música del vestuario. Se toma fotos junto a sus compañeros y es más cercano a los extranjeros, compartiendo, casualmente o no, con quienes tienen pareja. Para muchos el venezolano es alegría en el camarín y las concentraciones. Parece estar siempre de joda, dicen. Baila reguetón y vallenato mientras el resto del equipo juega play station. Ahí también es bueno y, de hecho, uno de los mejores, peleando por ganar esos títulos que con su equipo no pudo obtener. Es ambicioso. Llegó a Talcahuano siendo tricampeón con Zamora.
Tiene un representante que viaja a verlo y se preocupa. Soteldo lo mira desde la cancha a la tribuna retribuyendo la preocupación con goles, habilitaciones, regates y amagues. No es casualidad. Pudo irse a mitad de año a destinos soñados, pero su agente lo frenó. Debía quemar una etapa. Ser figura indiscutida, para que no le pasara lo que a tantos jóvenes chilenos que saltan a Europa y truncan sus carreras. En jerga futbolera: antes debía romperla. Aquello no sucedió en el primer semestre. El frío e invierno de Talcahuano, ese que tanto odió, congelaron también el fútbol de Yeferson, quien, más encima, sufrió una lesión que casi lo deja sin Mundial juvenil.
Soteldo cambió de cabeza. No fue al sicólogo ni mucho menos. Arrancó el segundo semestre en la zona y se tiñó el pelo rubio. Aquello le valió el apodo del dibujo animado de Los Picapiedra. No le gustan mucho los apodos. Pide que no le digan Manzanita, como lo llamaban en Venezuela. Le trae malos recuerdos de infancia. Tampoco Minion, por su baja estatura y pelo rubio. Desde aquel cambio de look, sólo alegrías. La vida le cambió para bien. La firma de autógrafos y las fotos post partido con los hinchas aumentaron. Ahora se le mira con otros ojos. No niega selfies ni el cariño de la gente, aunque su relación con los medios cambió. Comenzó a brillar y desde entonces siempre está apurado o tiene algo que hacer. Ya no atiende, El enano, como le dicen otros, es de pocas palabras. Su personalidad es más bien retraída.
Habla en la cancha.